TRES ARTISTAS EN EL TORRELAVEGA DEL SIGLO XX
Mauro Muriedas, Eduardo López Pisano y José Luis Hidalgo: he aquí tres nombres de artistas locales que con su destacada personalidad brillaron de manera muy singular en la vida de la ciudad. Las vivencias de estos tres fueron tan significativas que en cualquier escrito en el que se pretenda hablar del desarrollo cultural de Torrelavega en el siglo XX han de ser presentados como ineludible referencia. No solamente por lo que juntos y cada uno representaron sino porque los tres fueron proyección ejemplar de una época. No vacilaríamos en dar lo nombres de Muriedas, Pisano e Hidalgo como buques insignias de la vida cultural del Torrelavega de entonces, sino también y en cierta manera, de la que se les pueda considerar en la vida social. Los dos primeros desde su presencia en las aulas de la Escuela de Artes y Oficios y, más tarde, como socios de la Biblioteca Popular, en cuyo centro cultural encontraron los alumnos de aquella Escuela el terreno idóneo para el cultivo de su vida en relación con el ambiente en que se desenvolvían, pues la Biblioteca constituyó, para un elevado número de aquellos alumnos de Alcalde del Río el complemento cultural que elevó su nivel dentro del ambiente local en que se movían los vecinos del pueblo. Hidalgo, por su edad, no pudo disfrutar de aquella base que supuso la Escuela de Artes y Oficios, pero encontró en otros ambientes, y principalmente en la Escuela de Bellas Artes de Valencia, la formación precisa. Su sensibilidad lírica colaboró notoriamente en el desarrollo artístico.
La Biblioteca Popular, cuya institución comenzó su andadura en 1926, no se limitó a funcionar como una biblioteca pública como parecía querer indicar su nombre. Su labor se proyectó más allá, a base de organizar actos culturales en su domicilio social (conferencias, cursillos, exposiciones...) a los que el público de la ciudad respondió con entusiasmo, que no iba a cesar hasta la clausura del centro en 1937. En un escrito de Manuel Teira se pudo leer: “En la Biblioteca se habló de arte, de literatura, de ciencias, de filosofía; nunca se habló de política, ni de religión, aunque política y religión llenaban el enfervorizado clima de la España de la época; el recinto de la Biblioteca, amparando las opiniones y los sentimientos de todos, no fue campo para la discusión”, y en otro escrito del pintor Eduardo López Pisano publicado el 12 de noviembre de 1977, se hacia referencia a la relación de la Escuela de Artes y Oficios y la Biblioteca: “La Biblioteca Popular estaba en una relación muy estrecha con la Escuela de Artes y Oficios y con todas entidades de arte popular. No había en sus actividades una intención elitista entre las personas que después de su jornada laboral buscaban en ella un enriquecimiento de su saber”.
Han transcurrido más de treinta años desde la publicación de otro escrito mío en el que me permití calificar a la labor de estos dos centros como la “Universidad del Pueblo”. Fue con motivo de una exposición conjunta de la obra de Mauro y Pisano; los dos fueron proyección ejemplar de la labor que desarrolló aquella “Universidad”. Y los cito como destacada muestra a la que se pueden unir el nombre de otros artistas locales que omito para no alargar este escrito.
Mauro Muriedas
En otro escrito mío referido a este escultor, me permití hablar de él como artista “de la más pura estirpe montañesa”, expresión que apoyaba afirmando que “sigue con la gubia el camino que con la pluma fue abriendo Manuel Llano”. Esta comparación que me permití entonces, entiendo que continua siendo válida desde el punto de vista artístico y humano para quienes se acerquen a la obra que nos dejaron los dos. En la obra del uno y del otro se unen, de manera inseparable, las expresiones escritas de Llano y las esculturas de Muriedas en su vertiente lírica. En otro lugar me referí hace más de veinte años a que a Muriedas los árboles que tocaba con su gubia acababan convirtiéndose en poesía, en una metáfora contradictoria llena de dolor por una de las vertientes en la obra terminada y por el otro asomaba su lirismo, en este ir de la madera al humanismo que quedaba reflejado en sus esculturas realizadas en los años por los que transcurrió su vida.
Escuchemos la voz escrita de Manuel Llano al juzgarlo: “Rostros de madera que parecen rostros de carne con sus melancolías, con sus meditaciones...Vidas en estado de ánimo que reflejan el reposo, la tristeza, el hastío...”
Recordábamos aquel estudio de la galería de cristales en Campuzano, más tarde el reducido taller en una buhardilla.
La última vez que vi a Mauro Muriedas era ya nada más que una escultura de sí mismo. Se había dejado caer sobre una cama. Era el hombre derrumbado que él hubiera podido esculpir con los postreros golpes de una gubia y una maza ya imposibles.
Eduardo L. Pisano
Cuando hace ya un largo tiempo me pidieron un escrito sobre el arte y la vida de Pisano, mí amigo llevaba ya treinta años viviendo en París y nuestras relaciones a muy esporádicas y breves cartas. Pero mí conocimiento de su personalidad me permitió afirmar que “Eduardo Pisano lleva ya treinta años largos viviendo en París, lo que quiere decir que lleva treinta años pintando en París, porque para Pisano vivir es pintar”.
Después de estos años, en los que habían pasado por su delicada retina todos los ismos y todas la formas de las artes plásticas, en aquel París por el que todo pasaba, su vuelta a España había sido muy escasa, llamado en ocasiones por galerías de arte que eran conocedoras de su obra.
La pintura de Pisano había profundizado en unos caminos que le separaban de los que él había venido pisando hasta su marcha a París. Las imágenes que se ofrecían a su vista le habían abierto nuevos caminos en los temas que en él eran habituales, aquellos que el profesor Lafuente Ferrari había llamado pintura montañesa de todos los tiempos, entroncándole con nuestros clásicos, Riancho, Iturrino, Solana, María Blanchard, etc. En la pintura de nuestro amigo había calado la pasión por aquellos nuevos caminos y su pintura volvía a España afectada por lo que estaba viendo y viviendo.
Cuando Pisano y Mauro Muriedas expusieron juntos en noviembre de 1976, en una sala que había dispuesto para ellos el Banco de Bilbao de Torrelavega, se leyó en el catálogo una expresión que reflejaba perfectamente lo que había sido y era el resultado de su arte. De la exposición conjunta se decía que tenía en común su motivo siempre humano, “desgraciadamente humano, terriblemente humano. Sin concesiones en Mauro. Entre muecas irónicas en Pisano.”.
La pintura que Pisano nos traía era hondamente personal.
José Luis Hidalgo
Fue otro discípulo aventajado de la “Universidad del Pueblo” vinculado a la Biblioteca Popular de manera muy destacada. Pintor y poeta del que Juan Ramón Jiménez dijo: “... aquel muchacho que escribió el admirable libro de Los Muertos... era, quizás, el poeta más natural y espontáneo de estos años. Muy conseguido. Algo así como el Bécquer de nuestra época.”.
Su obra pictórica quedó oscurecida públicamente ante la presencia de la lírica. Fueron muy pocos sus años de vida (de 1919 a 1947) para que lograra alcanzar un paralelo entre las dos actividades. Pero, para los profesionales y críticos de arte, quedó bien de manifiesto lo que se esperaba en su camino por la plástica, principalmente por lo que había en él como maestro del dibujo, siempre acertado y de una fuerza exquisita. Desde muy joven quedó esto de manifiesto en los grabados en madera que hacía para ilustrar las páginas de un periódico local. Y como artista plástico dejó pronto buena prueba en una exposición que colgó en 1936 en la sala de su admirada Biblioteca Popular.
Los años últimos de su permanencia en el ejército con motivo de la guerra civil española que le tocaron vivirlos en Valencia, aprovechó para ingresar en la Escuela de Bellas Artes de aquella ciudad, estudios que concluyó con muy buen aprovechamiento en 1943.
Su dedicación a la poesía y a la pintura fue constante en la presencia poética al público por ser más asequible. En pintura tomó parte en diversas exposiciones individuales y colectivas, en Valencia, Madrid y Santander, en las que su obra fue elogiada por reconocidos críticos quienes no cesaron en insistir en el porvenir que le esperaba.
Falleció en Madrid el 3 de febrero de 1947, dejando -a los que conocían su obra, tanto pictórica como poética, con la tristeza que producía “aquel salto en el vacío” que conmovió a todos.
Publicado en:
Color y Latras. Tertulia Sago nº 2 octubre de 2004