Este mes hace 128 años de la muerte del filósofo francés Ernest Renan. Con tal motivo publica Aurelio García Cantalapiedra este artículo recordando las lecturas de juventud cuando se cumplía el centenario.
Hace cien años que murió Ernesto Renan
Hablar hoy de Renan, recordar su muerte ocurrida en 1892 como un centenario a tener en cuenta, parecerá fuera de lugar ante la resonancia del Quinto Centenario que recorre el mundo. Ernesto Renan no es una figura actual; el ilustre pensador francés parece borrado de la vida intelectual de hoy. Pero, ¿por qué es esto así? ¿quedó apagado para siempre el eco de su obra después de aquella «búsqueda ( ... ) de nuevas posibilidades racionales de fe» a que se refiere Francisco Pérez Gutiérrez en su Renan en España? El mismo autor citado, en otra parte del libro invita con estas palabras a la revalorización del personaje: « … la suposición de un Renan fenecido y desprovisto hoy de todo interés obedece tan solo a que se le ignora. Basta leerle ( ... ) para sentirle revivir y volverse nuestro contemporáneo».
Para nosotros, los españoles de mi generación, que llegamos a los libros en los años anteriores y próximos a la guerra civil en la vida cultural de Torrelavega, ya teníamos entonces a nuestra disposición, en la Biblioteca Popular, la Vida de Jesús y los dos tomos de Los Apóstoles del escritor francés. Era en una edad joven, en que la curiosidad intelectual empujaba hacia todos los caminos y en una época en la que, dichosamente, éstos estaban abiertos siempre para todo aquel que quisiera adentrarse por ellos. Unamuno y Ortega fueron nuestros mentores en este primer acercamiento. Ortega había publicado un artículo en El Imparcial, en 1908, en el que se leía esta frase: «En el cauce del siglo XX va hinchándose más y más el claro nombre de Renan». Y en otra ocasión: «Los libros de Renan me acompañan desde niño; en muchas ocasiones me han servido de abrevadero espiritual». Pero esto ocurría en fechas en que, muy pronto, todo iba a discurrir por un camino único en el que Renan no tenía cabida. Su Vida de Jesús no volvería a estar a nuestro alcance hasta el año 1958, cuando una editorial argentina consiguió hacer llegar a España una pequeña parte de su edición, proporcionándonos así su relectura, aún cuando tuviera que ser de una manera clandestina.
Aquella primera indagación de hacia más de veinte años encontraba en el reencuentro más madura con el libro, nuevos e importantes motivos para intentar conocer el terreno en el que su autor se movió. Y cuando en fecha más reciente Francisco Pérez Gutiérrez dio a conocer su Renan en España (Taurus 1988), aquel interés se vio colmado en su acercamiento a la vida y a la obra del autor que había suscitado nuestra temprana curiosidad. Ya teníamos a nuestra disposición todas las claves para adentrarnos con seguridad en las razones de la trascendencia de la obra de Renan y en el conocimiento de la convulsión provocada por su Vida de Jesús.
(«Basta leerle [a Renan] para sentirle revivir ... »).
Pocos libros han puesto a su autor en el camino de la celebridad, en tan breve tiempo como le sucedió al escritor francés. La Vida de Jesús apareció en junio de 1863; el 1 de septiembre del mismo año ya estaba incluida por el Vaticano en el Índice, con una rigurosa puntualidad. Para un entendimiento correcto de este proceder y de las reacciones de todo tipo que produjo el contenido del libro, no se puede separarlo del contexto histórico en que se publicó, que llevó, a unos, a condenarle con todo el rigor, y a otros, a tomar con no menor rigor y el mayor interés, el pretendido estudio exhaustivo de la figura humana de Jesús de Nazareth.
El libro de Renan había caído con un fuerte impacto sobre las aguas ya revueltas por el racionalismo en Europa. Y en España de una manera particular, donde, siguiendo a Francisco Pérez Gutiérrez, se puede asegurar que «… la influencia de Renan vendría a modelar en notable proporción la fisonomía religiosa del movimiento llamado krausista».
Si volvemos ahora nuestros ojos hacia la peculiaridad histórica de nuestro país en el último tercio del siglo XIX y a la importancia que aquellos años tuvieron como origen de la contemporaneidad que les siguió, estaremos en condiciones de valorar en su justa medida la obra de Ernesto Renan, que contribuyó, de manera indudable, al discurrir de la vida espiritual de entonces.
Y con ello, a lo justo que es recordar su figura, con el eclecticismo que requiere, en este centenario de su muerte.
Publicada en:
El diario El Diario Montañés, 31 de octubre de 1992
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