martes, 23 de abril de 2019

En torno al libro III - Problemas y elogios del libro


Problemas y elogios del libro



            A mi me parece ciertamente extraño el que vuestras manos estén cargadas de libros, que los libros constituyan para vosotros una obsesión en estos años de la vida y que no exista una asignatura que se llame, sencillamente, “El libro”. El problema se presenta como al carpintero que maneja todos los días el martillo y que no se ha hecho cuestión de lo que es un martillo, o no se lo han explicado. La familiaridad que supone el tenerle constantemente consigo, le llega a producir subconscientemente la idea, de que es una continuación de su brazo. Esto le pasa al carpintero con su martillo, al pintor con su brocha y al estudiante con sus libros, que de tanto llevarlos en la mano parecen una prolongación natural de esta. Y, sin embargo, el conocimiento del martillo para el carpintero, de la brocha para el pintor y del libro para el estudiante, me parece que es fundamental, pues puede permitir sacar un mayor provecho de la herramienta. O, por lo menos, un mayor amor por ella, ya que conocimiento, como sabéis, es sinónimo de amor. Puede ser que me estéis maldiciendo, y yo as doy la razón. ¡Lo que nos faltaba!, diréis, una asignatura más. Pero si a vosotros os pidieran ahora que escribierais un ejercicio de redacción sobre el tema “El libro”, muchos empezaríais a morder el bolígrafo, dándole vueltas entre los dientes y os costaría poner las primeras palabras sobre la hoja blanca que tendríais enfrente. Para vuestra tranquilidad os diré que esto sería una situación que casi podemos calificar de normal. Tenéis tan cerca el libro de vosotros que, como al carpintero, no habéis necesitado haceros problema de él. Le utilizáis como movéis vuestros dedos, cuando queréis apretar un objeto, sin que, a primera vista, parezca que intervenga vuestro yo. Y, sin embargo, ni los dedos se mueven por si, ni el libro está ahí, en vuestras manos o debajo de vuestros brazos también porque si. Para que el libro llegue a vuestro poder han tenido que pasar muchas cosas, sobre las cuales vamos a hablar un momento hoy, con el propósito de que cuando dirijáis la mirada a vuestro reglamentario montón de textos, por mucha manía que tengáis a alguno de ellos, porque no os guste la asignatura, sepáis, por lo menos, apreciar su valor material. Y no solamente el material -que ya sería suficiente-, sino su importancia desde el punto de vista humano, reconociendo la transcendencia que tiene el 1ibro para la vida de los hombres.

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            Un día le preguntaron a Lord Byron, que era un libro y contesto: “Un libro es un libro”, aclarando que lo que quería decir es como si hubiera contestado “una perla es una perla”, o sea, un objeto precioso por si. Estoy seguro de que más de uno de vosotros estará pensando en este momento en el cero que le habrían puesto, en sus notas si hubiera contestado de esta manera a la pregunta de un profesor; pero pensar que con los años y con los libros precisamente, se puede alcanzar la categoría intelectual de un Lord Byron y poder contestar así, con lo que en principio parece una boutade, pero que encierra una bella definición.

            Si esa pregunta os la hacéis a vosotros mismos o a cualquiera que este a vuestro lado, lo primero que os vendrá a la mente es que un libro es una “cosa” material: es papel, es cartón, todo reunido en una forma determinada, con un texto impreso sobre ellos, a cuyo conjunto hemos convenido en designar con ese nombre. Pero para que esta “cosa” llegue a adquirir tal forma, han sido muchas las manos del hombre que han tenido que intervenir. Aún cuando se que algunos de vosotros conocéis más o menos el currículum de un libro, vamos a dar un breve repaso a ese itinerario para los demás, con el fin de que se puedan hacer una idea de los caminos que ha de seguir hasta concretarse como tal.

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            En primer lugar, existe el Autor, el hombre que con sus conocimientos y su capacidad se sienta ante un puñado de hojas en blanco y va volcando en ellas su saber -en el caso de los libros de texto que vosotros manejáis-, o su imaginación, cuando se trata de lo que se llama “obras de creación”: novelas, cuentos, poesías, ensayos, etc. Aquí está el principio del libro, en el autor, ese nombre que a veces aparece en la cubierta del volumen en letra pequeñita y que lo normal es que vosotros, en los años de bachillerato, no le recordéis. Hacer la prueba ahora mismo de pensar en el nombre de quién escribió el libro de matemáticas que estáis estudiando y es posible que muchos no lo sepáis. Más adelante, si continuáis con estudios superiores, ya será otra cosa, porque la peculiaridad de cada texto con el que habréis de enfrentaros, os obligará a familiarizaros con el nombre de quien le escribió y esto ya significará un paso importante respecto a vuestra evolución mental. Dentro de unos años, muy pocos para los que estáis ya en los últimos cursos, ocuparán un lugar preferente en vuestra memoria no solamente los títulos de los libros, sino también los hombres de los autores, singularmente los nombres de estos, y a base de ellos elegiréis vuestras lecturas. Será el momento transcendental en que, ya hombres, habréis tropezado con el hombre y su circunstancia, como diría un maestro del pensamiento español. El momento en que crecerá en vuestra consideración la figura de quien fue capaz de escribir, de crear aquellas páginas que tenéis ante vuestros ojos y que causan vuestra admiración. El novelista Ramón Pérez de Ayala escribió a este respecto, que el autor tiene la esperanza “casi siempre desesperada, de hallar en sus semejantes una replica comprensiva y fraterna.” No olvidéis esta frase cuando leáis un libro, que está dicha por un autor, es decir, por un hombre entregado a escribir libros para los demás. Si el libro os conmueve, aunque no sea más que como tal libro (“una perla es una perla”), podréis siempre tener ante el una actitud comprensiva y fraterna, como pide Pérez de Ayala. Si además os interesa lo que se dice en sus páginas, estaréis en el camino de la devoción que se le debe a quien lo escribió. Ha pasado ya, por lo menos en parte, y en un cierto sentido, la intención que encerraba la frase de Mariano José de Larra, de que “escribir en España es llorar”, pero, así y todo, no olvidéis que la creación siempre es dolorosa y por lo tanto digna de alta estima. El propio Larra escribió también que “la literatura es la expresión del progreso de un pueblo”, lo que nos confirma aún más, si fuera necesario, en la consideración que debe merecernos el autor de un libro.

            Como complemento de esto y para que veáis lo que puede representar económicamente para un autor la edición de sus libros, puedo comentaros que, a finales del siglo pasado, escritores como Pérez Galdós, Palacio Valdés, la Condesa de Pardo Bazán, nuestro José María de Pereda, tuvieron que imprimir a su costa muchos de sus libros, pues no encontraban quien quisiera correr el riesgo de editarlos. Pio Baroja también tuvo que imprimir por su cuenta Vidas sombrías, su primer libro y Azorín algunos de sus folletos iniciales. En uno de los escritos de don Miguel de Unamuno podemos leer que de su Vida de don Quijote y Sancho, publicado en 1905, después de transcurridos cinco años no había vendido más que 1300 ejemplares, que le habían proporcionado un beneficio de 1.745 pesetas y concluye Unamuno: “En resolución, que en doce años de labor literaria mis diez libros me habían producido unas cuatro mil pesetas.”

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            Como podéis comprender, para no hacer largos y más pesados estos minutos que me estáis dedicando, he simplificado hasta límites excesivos, la problemática del autor; sería preciso aquí situarle en su contexto geográfico y político, en su mentalidad, en su intención, etc., pero esto nos llevaría lejos y no procede en estos momentos, ni es ocasión para ello.

            Después del autor y para que el libro en potencia siga su camino, ha de existir “el editor”, que es el hombre o la entidad social que se compromete con el autor a comercializar su obra. El editor corre con el riesgo económico de hacer el libro, pagando al autor unos derechos convenidos, y a la imprenta que compone la labor que a de realizar hasta conseguirlo. Generalmente, el autor y el editor firman un contrato en el que ambos se obligan a unas ciertas condiciones, tanto en cuanto al pago al autor por lo que se llaman sus derechos, como a la limitación de la tirada de la edición, es decir, número de ejemplares que se van a hacer del libro, etc. etc.

            En toda empresa editorial, se trate de una persona o de varias reunidas en una sociedad para este fin, cabe distinguir dos orientaciones; mejor dicho, tres: propósitos exclusivamente económicos, como los de un negocio cualquiera, o sea ganar dinero con la edición; propósitos culturales, proyectando su cometido con un fin estrictamente cultural para lo que seleccionan y cuidan escrupulosamente los títulos que publican y, por último, una suerte de mezcla de los dos anteriores. No dejaría de ser noble el primero de los tres caminos, el puramente económico, si no estuviera abusivamente bastardeado. Pensar el negocio desde el punto de vista exclusivamente monetario, también puede permitir una acción positiva si se escogen los títulos, aunque no sean todos, con un cierto decoro. La estructura política del mundo occidental al menos, está pensada para ganar dinero, de lo que no se libran sus editoriales en general, pero, como decimos, cabe la posibilidad de que al mismo tiempo de que incrementan su capital, sirvan a los lectores libros de un nivel admisible desde el punto de vista cultural.

            En estos principios del último cuarto del siglo XX, estamos viviendo unas circunstancias especiales, en las que reina un cierto desafío a la personalidad, lo que da lugar a esa ansiedad que se palpa, principalmente entre la gente joven, por conocer los procesos intelectuales que se producen en el mundo entero, lo que está empujando, felizmente, a los editores por ese último aspecto del negocio a que me he referido, en el que se pueden conjugar el interés económico con el espiritual. No se debe de perder de vista que el libro que no es precisamente el de texto obligado para los estudios oficiales, es un complemento vital para la formación integral del estudiante y cualquier aberración que distorsione su comercialización, debiera de quedar fuera de la ley, por lo menos de la ley humana.

            Volvamos a nuestro camino. El editor, dueño ya del original por cesión del autor, lo entrega a una imprenta para que llegue el libro en la forma característica a nuestras manos. Pero todavía, antes de que nosotros podamos leerle, han de intervenir otras dos personas: el distribuidor y el librero. El distribuidor recibe del editor los ejemplares que ha hecho la imprenta y los reparte entre los libreros, que constituyen el ultimo eslabón de la cadena entre el autor y el lector.

            Como podéis ver, la cosa no es tan sencilla. Para que un libro llegue a nuestras manos, tiene que pasar antes por otras cinco. El cuadro quedara completo si añadís, como interventores marginales, al dibujante o diseñador de la portada, cosa que ha adquirido recientemente un gran auge. Se puede asegurar que en este mundo loco del consumismo que nos está tocando vivir, y en el que nos han metido astutamente, un simple cambio de portada, un dibujo brillante y atractivo de la cubierta de un libro, puede dar lugar a doblar 0 triplicar su venta. Y después viene el crítico, que oportunamente se ocupará de escribir sobre el libro en periódicos o revistas especializadas, en una labor que se estima habitualmente como orientadora.

            También tendríamos que hablar aquí del traductor, el gran trabajador en el campo de los libros, pero tenemos que contentarnos con mencionarle nada más, por razones de tiempo, pero eso sí, con el respeto que se merece. Puedo contaros como anécdota en este aspecto de la traducción, anécdota que se me ocurre que es un tanto desorientadora y que precisaría así mismo un comentario esclarecedor: entre los autores más traducidos durante estos últimos años, como Cervantes y Lenin, aparece nuestra compatriota Corín Tellado, que ocupa un lugar muy próximo a Cervantes. Siento tener que limitarme a enunciarlo nada más, sin extenderme en el problema, porque, efectivamente, que los engendros del “corazón” de Corín Tellado se divulguen por el mundo de esta manera, nos tiene que producir sonrojo; a nosotros y al resto del mundo.

            Y ya que hablamos de estadísticas, no terminemos sin dejar constancia de que España ocupa el séptimo lugar en cuanto a número de tulos editados, aun cuando tengamos que decir también que la tirada media no pasa de dos a tres mil ejemplares por título (y más que media podíamos apuntar que máxima), cuando en los países de la Europa Occidental es fácil llegar a los cincuenta mil ejemplares y en Estados Unidos o la Unión Soviética, por circunstancias que no son ahora comentables, se cuentan por centenas de millar.

            Veamos otro aspecto en la comercialización del libro que puede tener un cierto interés también; me refiero al económico. ¿Cómo se distribuyen el autor y los cuatro intermediarios el importe de un libro? Pongamos un ejemplo con el que lo único que pretendo es generalizar y facilitar la cuenta. Supongamos que pagamos en una librería cien pesetas por un libro. Estas 100 pesetas quedarán repartidas, aproximadamente, en la siguiente forma: El editor pagará al autor el 10%, es decir, diez pesetas por cada ejemplar. Además, habrá de pagar a la imprenta la correspondiente factura por su confección, que podemos fijar en un 33% del valor en venta, o sea 33 pesetas. Cuando el editor entrega los libros al distribuidor para que proceda a su venta, le hace una bonificación del 40% sobre el precio con que sale al mercado; en este caso que hemos puesto como ejemplo, cuarenta pesetas, de las que a su vez el distribuidor concede al librero e1 25%, equivalente a veinticinco pesetas, quedándose él, por lo tanto, con quince. En resumen: para el autor, son diez pesetas; para la imprenta treinta y tres; para el distribuidor quince y para el editor diecisiete. Aparentemente el autor es el que lleva la peor parte, ya que nada más que le corresponden diez pesetas, pero no seríamos justos si no hiciéramos mención a que tanto el editor, como la imprenta, como el distribuidor y el librero, tienen una serie de gastos propios de su tipo de negocio que para conocer su ganancia hay que deducirlos del importe que les ha correspondido. La lógica consecuencia es que para que el autor perciba una cantidad que responda en importancia a su esfuerzo, es necesario que la tirada, el número de ejemplares que se editan de cada título, sea elevado, cosa que hoy por hoy no es nada fácil en España.

            ¿En injusta la forma actual de comercialización de los libros? Particularmente pienso que se podrían encontrar otras, pero me parece que lo que hay que tratar es de conseguir que se lea más, lo que incrementaría el número de las tiradas y sería una solución al problema económico del autor y a otros problemas que se derivan de esta escasa afición a la lectura.

            La problemática del libro quedaría muy incompleta si no hacemos mención al objeto del libro, que podemos centrar en estos tres aspectos: “el libro como objeto específico de derechos, el libro como reflejo de la capacidad creadora del hombre y el libro como portador específico de la inteligencia y de la historia humana” (Cuadernos para el Dialogo, diciembre 1972) que en algún aspecto hemos tocado a la ligera en estas notas apresuradas.

            Tendríamos que hacer referencia a otros problemas de tipo sociológico en torno al libro, como por ejemplo el que constituye la censura. Pero no la censura entendida superficialmente, no. Me refiero a la autocensura que el escritor se impone a si mismo, como consecuencia de una mentalización de años, que puede llevar a la labor de creación -y de hecho la está llevando- a resultados catastróficos. Pero también es un tema que ha de quedar marginado hoy

            Como complemento de lo que antecede y con el deseo de singularizar la importancia que ha alcanzado el desarrollo del libro, voy a leer a continuación algunos de los epígrafes del articulado que compone la Carta del Libro, establecida por la UNESCO el año 1972: “Todos tienen derecho a leer”; “Los libros son indispensables para la educación”; “La sociedad tiene el deber específico de crear condiciones propicias para la actividad creadora de los autores”; “Las bibliotecas son un medio valiosísimo para la difusión de la información y del conocimiento, para el disfrute del saber y de la belleza”; “La libre circulación de los libros entre los países constituye el complemento imprescindible de la producción nacional y favorece la comprensión internacional.” Como veis, son temas que requerirían también otra larga y compleja explicación a la luz de realidad.

            Nos quedaría hablar del libro en su compleja relación con la televisión, ambos como medios de cultura, pero no tenemos tiempo tampoco para este menester. Solo quiero decir a este respecto que me horroriza que entre los dos medios de formación, alguien pueda pensar que con la televisión tiene bastante.

            Sin la pretensión de haber dejado agotada la problemática del libro, sino sencillamente apuntada, pasemos a la segunda parte prometida en el enunciado de mi intervención en este acto: Elogio del libro.

            Volvamos a la definición de Lord Byron: “Un libro es un libro” y al sentido que le daba el ilustre escritor, y a partir de ella recojamos algunos trozos, de diversas personalidades, en una especie de antología del elogio del libro, con la que saldréis ganando, pues siempre será mejor que lo que yo pueda decir. Leamos a Víctor de la Serna Espina: “El libro, como todas las conquistas lentas de la humanidad, es una conquista fundamental y definitiva. Yo no se si la televisión, la radio o algún sistema moderno de fijación del pensamiento y de las expresiones humanas, logrará sustituir al libro en el porvenir Pero, ¿durante cuántos siglos el libro, como el lecho, como la tumba, como la cuna, como el plato en que comemos, como la espada con que nos destruimos, ha sido igual, ha tenido la mis a forma, ha constado de los mismos elementos fundamentales? ¿Os dais cuenta del respeto que debe inspirar el libro, el libro material y tangible, el libro objeto, como creación humana?”

            Y el admirable Manuel Llano dejó escritas estas frases en una de sus bellísimas páginas: “El libro, como un apero más; como un apero esencialísimo en el área moral de las tierras labradas, que sea elemento familiarizado con las expansiones diarias de las gentes rurales. El libro, manejado como una herramienta, como una esteva, como una legra, como un bieldo…”  Continuando, “hay tiempo para reír, para llorar, para el trabajo, para el descanso, para permanecer sentado en una piedra escuchando lo que dicen unos libros.”

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            Tenéis en lo que antecede dos ejemplos admirables de amor, de devoción hacia los libros. Cuando a un famoso estadista inglés le hablaron elogiosamente de su mansión, respondió: “Prefiero de ella tener una estancia apacible, bien abastecida de libros, que todo lo que podáis ofrecerme en punto a decoración y ornato del arte más costoso”; y continuaba así su entusiasmo: “Estoy convencido de que no hay mayor ventura que proporcionar a la familia de un artesano, como inculcar el amor a los libros.” Y de otro inglés, Raskin, es esta expresión: “Quisiera persuadir al joven que va a fundar un hogar que comience por formar una colección de libros lo antes posible… colección bien escogida, que ha de ir aumentando constantemente. De esta pequeña biblioteca debe hacer la pieza más distinguida y mejor amueblada de la casa.”

            ¡Para que seguir copiando! Leer, os aseguro, es una de las posibilidades más hermosas que nos proporciona la vida. En esto podemos resumir el tema de hoy. Leer como Pachico, el personaje de Paz en la guerra, de don Miguel de Unamuno, que “dedicábase con ardor a la lectura”, con “voracidad intelectual”, con “deseo de saberlo todo”. Leer apasionadamente, aunque encontremos momentos en que nos parezca que no nos enteramos de lo que dicen algunas páginas que están ante nuestros ojos, porque siempre, siempre, y esto permitidme que os lo diga por experiencia, siempre dejará en vosotros un poso inapreciable que un día, pasados los años, agradeceréis.


Leído en el Instituto Besaya de Torrelavega 29 de abril de 1975

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