domingo, 15 de octubre de 2023

LA ACUARELA Y LOS PINTORES MONTAÑESES

 

LA ACUARELA Y LOS PINTORES MONTAÑESES

 


Cuando José Cataluña me pidió que preparara una introducción para esta exposición y que tratara en ella de la pintura a la acuarela en los artistas montañeses, me sorprendió un poco, y así se lo confesé, porque no encontraba, en principio, que hubiese base suficiente para desarrollar este tema refiriéndole a la historia de la pintura en nuestra provincia. Por muy breve que fuese mi intervención -que lo va a ser-, no se me ofrecía el camino fácil, ya que, como vamos a ver, nuestros hombres del arte no han sido acuarelistas netos, salvo en época reciente. Después le di algunas vueltas en la cabeza y tras de situarme sobre todo ante la realidad de que y no le puedo negar nada a esta familia Cataluña, a la que me unen muy estrechos y largos años de amistad y de afecto, acepté el compromiso.

 

Y aquí estoy para decirles a ustedes, principalmente, lo que acabo de comentar: que la técnica de la acuarela no ha aparecido en los pintores montañeses, como dedicación exclusiva, hasta hace relativamente poco tiempo. ¿Por qué esta ausencia?

 

Antes de contestar a la pregunta planteada, veamos un momento, en breve repaso, qué pasa con la pintura a la acuarela y cómo la enfrentan los artistas españoles en general.

 

Así como en ciertos países orientales se valoró y estimó la acuarela debidamente en nuestras latitudes se la ha venido considerando como un arte menor. Yo no estoy totalmente de acuerdo con esta postura, pero es un hecho real que todos sabidamente, en nuestras latitudes se la ha venido considerando como un arte menor. Yo no estoy totalmente de acuerdo con esta postura, pero es un hecho real que todos sabemos y que hay que aceptarle como tal. Nos han acostumbrado a pensar que la técnica a que nos vamos a referir esta noche, ha ido siempre muy bien para ser practicada por señoritas. Esta postura machista, que alcanzó su auge el pasado siglo, en el que todo machismo tuvo su asiento, la relegó a formar parte de la enseñanza de las hijas de papás ricos en los conventos de monjas y su asimilación se estimaba como una cualidad y buena prenda de estas hijas de familia. No quiero decir que el pintor varón no empleara en algún momento la acuarela, pues efectivamente todos la utilizaron, pero más que nada para apuntes previos y toma de notas de cara a lo que consideraban la realización definitiva: el óleo o la pintura al fresco. Si a esto le añadimos el que la técnica de la acuarela la ve muy bien al paisaje y a las marinas, tendremos otro argumento para justificar su escasa presencia en nuestros museos, pues como ustedes saben, la pintura del paisaje fue considerada como género inferior hasta el último tercio del siglo XIX. El que nuestros Velázquez y Goya nos dejaran alguna muestra de pintura de este tipo, no obliga a cambiar la afirmación que antecede, ya que han de estimarse como circunstanciales.

 

Iban a ser precisamente los pintores del siglo XIX los que comenzaran a conceder una determinada valoración a este género, como consecuencia de la llegada a nuestro país de obras que causaron asombro en los ambientes artísticos, realizadas con esta técnica por los maestros ingleses y, sobre todo, por la influencia que iba a ejercer en su época la fabulosa figura de Fortuny, maestro de la acuarela, que llegó a ser admirado y seguido en Italia y en Francia. Al lado de Fortuny no puede dejar de citarse, situándose a caballo entre los siglos XIX y XX, a Rosales, del que quedaron muy serias y magnificas obras, así como a Pradilla, también maestro en este hacer. De este último, nuestro Museo Municipal conserva una preciosa muestra.

 

Cuando Kandinski pintó en 1910 la primera acuarela abstracta, dio un serio aldabonazo por ese camino y desde entonces raro es el pintor que no ha incorporado a su producción la técnica que hoy nos ocupa, con mayor o menor fortuna y más o menos abundantemente.

 

No se puede negar la evidencia de que en el mercado del arte las cotizaciones más altas están reservadas para el oleo. Esto es justo desde un punto de vista, ya que esta técnica es más compleja, su ejecución exige un periodo dilatado y su resistencia al paso del tiempo es grande como una consecuencia directa de los materiales empleados, aunque a este respecto no se puede olvidar que como decía Gaya, el tiempo también pinta. Pero me parece que ya va siendo hora de que la pintura a la acuarela sea sacada de ese getto en que ha estado hibernada, de ese corsé artificial, delicado y femenino, en que se la constriñó. Los hallazgos que han hecho los pintores contemporáneos, visto desde aspectos técnicos, creo que están consiguiendo ya para la acuarela el lugar que le corresponde en el mundo del arte. Precisamente en estos días se está celebrando en Madrid una exposición colectiva de acuarelas de artistas españoles que cito por lo que puede tener de significativo.

 

No quiero cerrar este brevísimo comentario sobre lo que ha significado este tipo de pintura en el arte español, sin recordar para ustedes una frase del pintor y profesor Stolz, quien decía que esta técnica era algo así de importante como la navegación a vela, porque exigía una doble destreza: la del oficio –manejo directo de los materiales y sus procesos y reacciones- y la de su realización, donde se pone de manifiesto la personalidad del pintor. Las técnicas del agua exigen pleno conocimiento técnico y capacidad de improvisación.

 

Quizás ahora estemos ya en mejores condiciones para contestar a pregunta que nos hacíamos planteándonos la ausencia de la acuarela en nuestros pintores montañeses primeros.

 

Como complemento a las justificaciones que he alegado anteriormente  para razonar la poca importancia que se le otorgó a la pintura al agua, habremos de añadir, por lo que se refiere a la pintura montañesa, que, dejando a un lado a los pintores prehistóricos de Altamira y Puente Viesgo, que no vienen al caso, los orígenes de nuestra pintura provincial están al alcance de la mano que hasta finales del siglo XVIII no se puede contabilizar a un pintor destacado, como fue José de Madrazo. Quiero decir con esto que este periodo tan corto no habrá dejado de influir en alguna forma sobre su evolución.

No obstante, yo creo que en general ha seguido el mismo camino que en el resto del país. De Casimiro Sainz, por ejemplo, no existe ninguna acuarela; al menos yo no la conozco, a pesar de su transcendente significación en la época decimonónica. Dice de Casimiro el profesor Joaquín de la Puente que quizá ello se deba a que tampoco debió de cultivarlo demasiado su maestro, Vicente Palmaroli. Tampoco las conozco de Manuel Salces. De Tomás Campuzano el admirable grabador, he tenido ocasión de ver hace muy pocos días una preciosa obra realizada con este procedimiento, de cuyo examen se saca la conclusión de que fue una lástima que el ambiente y los criterios de aquellos años no le animaran a pintar acuarelas con profusión. Algo acuareló Agustín Riancho; sus dibujos a pincel y tinta tienen talante de acuarela, pero debió de parecerle solo apropiada para el apunte de estudio.

 

Como podemos comprobar, y como dije antes, no es ni más ni menos que lo que hacían los demás pintores de su época.

 

A los que vinieron detrás, tampoco se les puede incluir en una nómina de acuarelistas, porque no lo fueron. De Ricardo Bernardo siempre recordaremos su dominio del dibujo; de María Blanchar sus deliciosas pinturas al pastel que nadie ha dominado como llegó a hacerlo ella; de Gerardo de Alvear, los óleos, poéticamente velados. Pancho Cossío trabajó mucho con técnicas de agua, pero orientadas hacia los gouaches. De Antonio Quirós recuerdo algunas aguadas de sus primeros años. En ningún momento aparece en ellos la acuarela como forma de expresión importante.

 

Habría de ser en el año 1946, cuando Manuel Liaño hizo una exposición en Santander, la primera vez que se presentaba al público un conjunto de pintura realizado totalmente a la acuarela; es decir, un artista montañés se anunciaba única y exclusivamente como cultivador de este género. Hasta entonces solamente se habían pedido ver en el Ateneo, en contadas ocasione, muestras en las que aparecía alguna acuarela arropada entre otras técnicas de ejecución pictórica, pero en ninguna con el realce que adquirió en esta exposición de Liaño, que llegó a representar el ejemplo a recorrer por otros y en la que se apuntaba certeramente hacia lo que podía ser una escuela de pintura montañesa.

 

Había, y hay, en la obra de este artista, señorío en la composición, refinamiento en la ejecución y, sobre todo, en las tenues pinceladas, todavía inseguras entonces, nerviosas, de aprendiz de brujo, se estaba reflejando como en un claro espejo, el verso de José María de Aguirre y Escalante, "musa del septentrión, melancolía", que había sido de algún modo lema para definir la poesía montañesa y que podía serlo para la pintura. Era una manera común a todos los pintores del Cantábrico, de enfrentarse al paisaje, pero esta vez con acuarela. Gerard Diego, al ver cierto apunte al agua del asturiano Nicanor Piñole, escribió un comentario que podemos tomar como certera definición de la acuarela de Liaño: " un apunte de niebla -dice nuestro poeta-. nunca vi joya comparable. La niebla invadía todo el rectángulo, pero de su seno iba naciendo, nacía sin cesar, el balbuceo de un paisaje de tenuísimos verdes, praderas, rocas en verdad virginales que ya estaban siendo y todavía no eran del todo." Es la melancolía común a las tierras del norte, que Gerardo detectaba en la obra de Piñole y que pudo encontrar también en la del otro asturiano singular, Evaristo Valle, o en la de nuestro Gerardo de Alvear.

 

Cito nuevamente a Casimiro Sainz, porque cuantas veces me he planteado el problema de la pintura montañesa, me ha servido Casimiro para confirmarme en mi creencia de que se puede encontrar en él un ejemplo que nos lleve a una característica manera de hacer y entender el arte montañés, independientemente de otras facetase. En Casimiro Sainz se dan dos formas de interpretar el paisaje; una, dentro de lo que vengo llamando la melancolía que imponen las nieblas septentrionales. Es su época anterior a la estancia en Madrid, porque el pintor, cuando llega a la capital de España habría de enfrentarse radicalmente con algo que ya había percibido en su Campóo natal, en momentos en que el sol canta con fuerza y las claridades no dejan lugar a ensoñaciones. Antes había quedado plasmado en sus lienzos el reino de las nieblas, donde los grises aparecen en una gama infinita, a veces inconcebible para los ojos profanos, circunstancia que también podemos rastrear en Agustín Riancho. Cuando el pintor de Ontaneda plantaba su caballete ante la naturaleza, entre los bosques y praderas de su valle de origen, se veía obligado a resolver el problema de la pátina que cubría el mundo que se abría ante sus ojos.

 

Pero volvamos a los primeros años de la posguerra. Pronto encontraríamos a otro acuarelista, Gutiérrez de la Concha; éste más realista en sus apreciaciones que Liaño. Mientras que Manuel Liaño soñaba nieblas y desvelaba misterios escondidos tras etéreas pinceladas alternadas con blancos del papel tan sugestivos como las manchas de color, Gutiérrez de la Concha se apoyaba más en la línea, en el dibujo. Son dos maneras de entender la pintura a la acuarela.

 

José Luis Hidalgo no fue ajeno en estos mismos años a este tipo de pintura y quizás podamos ver en su obra, mejor que en la de ningún otro, esa presencia de lo poético en la acuarela montañesa, por reunirse en su autor la doble condición de poeta y pintor. (y Joaquín de la Puente, que desdichadamente ha abandonado la pintura después de habernos dejado ver los primeros pasos de una obra con amplio horizonte por delante, en la que se podían encontrar estupendas acuarelas).

 

Tras de ellos vendrían José María Bárcena, del que ya se habían visto  algunos tímidos ensayos juveniles antes de la guerra; Ramón Muñoz Serra, Que ha incorporado con destreza a sus obras aspectos más concretos, como barcos y figuras humanad resueltos con una perfección y delicadeza extraordinarios; Julio Sanz Saiz, luchador infatigable, siempre en busca de perfecciones; Pérez Dann, valiente en sus realizaciones, en las que se enfrenta con grandes espacios; Beristain, Gutiérrez de la Concha, hijo, etc., cada uno con su librillo, con una visión personal de lo que es la acuarela y de lo que ofrece nuestro paisaje y siempre dentro de esa línea de íntima sensibilidad que exige esta técnica, incorporando la imprescindible veladura con que habitualmente se ofrece a los ojos artistas el paisaje montañés.

 

Pienso ahora, al terminar, si José Cataluña no habrá tenido razón al meterme en este lío, pues, por lo menos, nos ha obligado, a ustedes y a mí, a dedicar unos minutos a este tema de la acuarela tan poco cultivado, no solo por los artistas, sino también por los críticos e historiadores de la pintura. Me hago la ilusión de que con ello, ustedes y yo, y la Sala, hemos dado un pequeño empujón colectivo a la acuarela intentando acercarla al puesto de honor que debe de ocupar.

 


 Leído en la Galería Artis 2

Santander,15 de octubre de 1977


 

No hay comentarios:

Publicar un comentario