LA ACUARELA Y LOS PINTORES MONTAÑESES
Cuando José Cataluña me pidió que preparara una
introducción para esta exposición y que tratara en ella de la pintura a la
acuarela en los artistas montañeses, me sorprendió un poco, y así se lo
confesé, porque no encontraba, en principio, que hubiese base suficiente para
desarrollar este tema refiriéndole a la historia de la pintura en nuestra
provincia. Por muy breve que fuese mi intervención -que lo va a ser-, no se me
ofrecía el camino fácil, ya que, como vamos a ver, nuestros hombres del arte no
han sido acuarelistas netos, salvo en época reciente. Después le di algunas
vueltas en la cabeza y tras de situarme sobre todo ante la realidad de que y no
le puedo negar nada a esta familia Cataluña, a la que me unen muy estrechos y
largos años de amistad y de afecto, acepté el compromiso.
Y aquí estoy para decirles a ustedes, principalmente,
lo que acabo de comentar: que la técnica de la acuarela no ha aparecido en los
pintores montañeses, como dedicación exclusiva, hasta hace relativamente poco
tiempo. ¿Por qué esta ausencia?
Antes de contestar a la pregunta planteada, veamos un
momento, en breve repaso, qué pasa con la pintura a la acuarela y cómo la
enfrentan los artistas españoles en general.
Así como en ciertos países orientales se valoró y
estimó la acuarela debidamente en nuestras latitudes se la ha venido
considerando como un arte menor. Yo no estoy totalmente de acuerdo con esta
postura, pero es un hecho real que todos sabidamente, en nuestras latitudes se
la ha venido considerando como un arte menor. Yo no estoy totalmente de acuerdo
con esta postura, pero es un hecho real que todos sabemos y que hay que
aceptarle como tal. Nos han acostumbrado a pensar que la técnica a que nos
vamos a referir esta noche, ha ido siempre muy bien para ser practicada por
señoritas. Esta postura machista, que alcanzó su auge el pasado siglo, en el
que todo machismo tuvo su asiento, la relegó a formar parte de la enseñanza de
las hijas de papás ricos en los conventos de monjas y su asimilación se
estimaba como una cualidad y buena prenda de estas hijas de familia. No quiero
decir que el pintor varón no empleara en algún momento la acuarela, pues
efectivamente todos la utilizaron, pero más que nada para apuntes previos y
toma de notas de cara a lo que consideraban la realización definitiva: el óleo
o la pintura al fresco. Si a esto le añadimos el que la técnica de la acuarela
la ve muy bien al paisaje y a las marinas, tendremos otro argumento para
justificar su escasa presencia en nuestros museos, pues como ustedes saben, la
pintura del paisaje fue considerada como género inferior hasta el último tercio
del siglo XIX. El que nuestros Velázquez y Goya nos dejaran alguna muestra de
pintura de este tipo, no obliga a cambiar la afirmación que antecede, ya que
han de estimarse como circunstanciales.
Iban a ser precisamente los pintores del siglo XIX los
que comenzaran a conceder una determinada valoración a este género, como
consecuencia de la llegada a nuestro país de obras que causaron asombro en los
ambientes artísticos, realizadas con esta técnica por los maestros ingleses y,
sobre todo, por la influencia que iba a ejercer en su época la fabulosa figura
de Fortuny, maestro de la acuarela, que llegó a ser admirado y seguido en
Italia y en Francia. Al lado de Fortuny no puede dejar de citarse, situándose a
caballo entre los siglos XIX y XX, a Rosales, del que quedaron muy serias y
magnificas obras, así como a Pradilla, también maestro en este hacer. De este
último, nuestro Museo Municipal conserva una preciosa muestra.
Cuando Kandinski pintó en 1910 la primera acuarela
abstracta, dio un serio aldabonazo por ese camino y desde entonces raro es el
pintor que no ha incorporado a su producción la técnica que hoy nos ocupa, con
mayor o menor fortuna y más o menos abundantemente.
No se puede negar la evidencia de que en el mercado
del arte las cotizaciones más altas están reservadas para el oleo. Esto es
justo desde un punto de vista, ya que esta técnica es más compleja, su
ejecución exige un periodo dilatado y su resistencia al paso del tiempo es
grande como una consecuencia directa de los materiales empleados, aunque a este
respecto no se puede olvidar que como decía Gaya, el tiempo también pinta. Pero
me parece que ya va siendo hora de que la pintura a la acuarela sea sacada de
ese getto en que ha estado hibernada, de ese corsé artificial, delicado y
femenino, en que se la constriñó. Los hallazgos que han hecho los pintores
contemporáneos, visto desde aspectos técnicos, creo que están consiguiendo ya
para la acuarela el lugar que le corresponde en el mundo del arte. Precisamente
en estos días se está celebrando en Madrid una exposición colectiva de
acuarelas de artistas españoles que cito por lo que puede tener de
significativo.
No quiero cerrar este brevísimo comentario sobre lo
que ha significado este tipo de pintura en el arte español, sin recordar para
ustedes una frase del pintor y profesor Stolz, quien decía que esta técnica era
algo así de importante como la navegación a vela, porque exigía una doble
destreza: la del oficio –manejo directo de los materiales y sus procesos y
reacciones- y la de su realización, donde se pone de manifiesto la personalidad
del pintor. Las técnicas del agua exigen pleno conocimiento técnico y capacidad
de improvisación.
Quizás ahora estemos ya en mejores condiciones para
contestar a pregunta que nos hacíamos planteándonos la ausencia de la acuarela
en nuestros pintores montañeses primeros.
Como complemento a las justificaciones que he alegado
anteriormente para razonar la poca
importancia que se le otorgó a la pintura al agua, habremos de añadir, por lo
que se refiere a la pintura montañesa, que, dejando a un lado a los pintores
prehistóricos de Altamira y Puente Viesgo, que no vienen al caso, los orígenes de
nuestra pintura provincial están al alcance de la mano que hasta finales del
siglo XVIII no se puede contabilizar a un pintor destacado, como fue José de
Madrazo. Quiero decir con esto que este periodo tan corto no habrá dejado de
influir en alguna forma sobre su evolución.
No obstante, yo creo que en general ha seguido el
mismo camino que en el resto del país. De Casimiro Sainz, por ejemplo, no
existe ninguna acuarela; al menos yo no la conozco, a pesar de su transcendente
significación en la época decimonónica. Dice de Casimiro el profesor Joaquín de
la Puente que quizá ello se deba a que tampoco debió de cultivarlo demasiado su
maestro, Vicente Palmaroli. Tampoco las conozco de Manuel Salces. De Tomás
Campuzano el admirable grabador, he tenido ocasión de ver hace muy pocos días
una preciosa obra realizada con este procedimiento, de cuyo examen se saca la
conclusión de que fue una lástima que el ambiente y los criterios de aquellos
años no le animaran a pintar acuarelas con profusión. Algo acuareló Agustín
Riancho; sus dibujos a pincel y tinta tienen talante de acuarela, pero debió de
parecerle solo apropiada para el apunte de estudio.
Como podemos comprobar, y como dije antes, no es ni
más ni menos que lo que hacían los demás pintores de su época.
A los que vinieron detrás, tampoco se les puede
incluir en una nómina de acuarelistas, porque no lo fueron. De Ricardo Bernardo
siempre recordaremos su dominio del dibujo; de María Blanchar sus deliciosas
pinturas al pastel que nadie ha dominado como llegó a hacerlo ella; de Gerardo
de Alvear, los óleos, poéticamente velados. Pancho Cossío trabajó mucho con
técnicas de agua, pero orientadas hacia los gouaches. De Antonio Quirós
recuerdo algunas aguadas de sus primeros años. En ningún momento aparece en
ellos la acuarela como forma de expresión importante.
Habría de ser en el año 1946, cuando Manuel Liaño hizo
una exposición en Santander, la primera vez que se presentaba al público un
conjunto de pintura realizado totalmente a la acuarela; es decir, un artista montañés
se anunciaba única y exclusivamente como cultivador de este género. Hasta
entonces solamente se habían pedido ver en el Ateneo, en contadas ocasione,
muestras en las que aparecía alguna acuarela arropada entre otras técnicas de
ejecución pictórica, pero en ninguna con el realce que adquirió en esta
exposición de Liaño, que llegó a representar el ejemplo a recorrer por otros y
en la que se apuntaba certeramente hacia lo que podía ser una escuela de
pintura montañesa.
Había, y hay, en la obra de este artista, señorío en
la composición, refinamiento en la ejecución y, sobre todo, en las tenues
pinceladas, todavía inseguras entonces, nerviosas, de aprendiz de brujo, se
estaba reflejando como en un claro espejo, el verso de José María de Aguirre y
Escalante, "musa del septentrión, melancolía", que había sido de
algún modo lema para definir la poesía montañesa y que podía serlo para la
pintura. Era una manera común a todos los pintores del Cantábrico, de
enfrentarse al paisaje, pero esta vez con acuarela. Gerard Diego, al ver cierto
apunte al agua del asturiano Nicanor Piñole, escribió un comentario que podemos
tomar como certera definición de la acuarela de Liaño: " un apunte de
niebla -dice nuestro poeta-. nunca vi joya comparable. La niebla invadía todo el
rectángulo, pero de su seno iba naciendo, nacía sin cesar, el balbuceo de un
paisaje de tenuísimos verdes, praderas, rocas en verdad virginales que ya
estaban siendo y todavía no eran del todo." Es la melancolía común a las
tierras del norte, que Gerardo detectaba en la obra de Piñole y que pudo
encontrar también en la del otro asturiano singular, Evaristo Valle, o en la de
nuestro Gerardo de Alvear.
Cito nuevamente a Casimiro Sainz, porque cuantas veces
me he planteado el problema de la pintura montañesa, me ha servido Casimiro
para confirmarme en mi creencia de que se puede encontrar en él un ejemplo que
nos lleve a una característica manera de hacer y entender el arte montañés,
independientemente de otras facetase. En Casimiro Sainz se dan dos formas de
interpretar el paisaje; una, dentro de lo que vengo llamando la melancolía que
imponen las nieblas septentrionales. Es su época anterior a la estancia en
Madrid, porque el pintor, cuando llega a la capital de España habría de
enfrentarse radicalmente con algo que ya había percibido en su Campóo natal, en
momentos en que el sol canta con fuerza y las claridades no dejan lugar a
ensoñaciones. Antes había quedado plasmado en sus lienzos el reino de las
nieblas, donde los grises aparecen en una gama infinita, a veces inconcebible
para los ojos profanos, circunstancia que también podemos rastrear en Agustín
Riancho. Cuando el pintor de Ontaneda plantaba su caballete ante la naturaleza,
entre los bosques y praderas de su valle de origen, se veía obligado a resolver
el problema de la pátina que cubría el mundo que se abría ante sus ojos.
Pero volvamos a los primeros años de la posguerra.
Pronto encontraríamos a otro acuarelista, Gutiérrez de la Concha; éste más
realista en sus apreciaciones que Liaño. Mientras que Manuel Liaño soñaba
nieblas y desvelaba misterios escondidos tras etéreas pinceladas alternadas con
blancos del papel tan sugestivos como las manchas de color, Gutiérrez de la
Concha se apoyaba más en la línea, en el dibujo. Son dos maneras de entender la
pintura a la acuarela.
José Luis Hidalgo no fue ajeno en estos mismos años a
este tipo de pintura y quizás podamos ver en su obra, mejor que en la de ningún
otro, esa presencia de lo poético en la acuarela montañesa, por reunirse en su
autor la doble condición de poeta y pintor. (y Joaquín de la Puente, que
desdichadamente ha abandonado la pintura después de habernos dejado ver los
primeros pasos de una obra con amplio horizonte por delante, en la que se
podían encontrar estupendas acuarelas).
Tras de ellos vendrían José María Bárcena, del que ya
se habían visto algunos tímidos ensayos
juveniles antes de la guerra; Ramón Muñoz Serra, Que ha incorporado con
destreza a sus obras aspectos más concretos, como barcos y figuras humanad
resueltos con una perfección y delicadeza extraordinarios; Julio Sanz Saiz,
luchador infatigable, siempre en busca de perfecciones; Pérez Dann, valiente en
sus realizaciones, en las que se enfrenta con grandes espacios; Beristain,
Gutiérrez de la Concha, hijo, etc., cada uno con su librillo, con una visión
personal de lo que es la acuarela y de lo que ofrece nuestro paisaje y siempre
dentro de esa línea de íntima sensibilidad que exige esta técnica, incorporando
la imprescindible veladura con que habitualmente se ofrece a los ojos artistas
el paisaje montañés.
Pienso ahora, al terminar, si José Cataluña no habrá
tenido razón al meterme en este lío, pues, por lo menos, nos ha obligado, a
ustedes y a mí, a dedicar unos minutos a este tema de la acuarela tan poco
cultivado, no solo por los artistas, sino también por los críticos e
historiadores de la pintura. Me hago la ilusión de que con ello, ustedes y yo,
y la Sala, hemos dado un pequeño empujón colectivo a la acuarela intentando
acercarla al puesto de honor que debe de ocupar.
Leído en la Galería Artis 2
Santander,15 de octubre de 1977