De este escrito he encontrado tres versiones. Dos de ellas las inserto en esta página del blog. La tercera se puede encontrar en el libro Encuentro de José Hierro con Torrelavega, editado por el Ayuntamiento de Torrelavega en 2003.
Encuentro de Torrelavega con José Hierro
Al recorrer con la mirada y la nostalgia la magnifica exposición que con el título «Encuentros con José Hierro» se muestra estos días en la Fundación Botín, instalada por la eficacia inteligente de Pablo Beltrán de Heredia, ha venido a mi memoria la antigua relación del poeta con Torrelavega. Fueron años que pertenecen casi a la prehistoria de su vida. Pero cuando una persona alcanza los niveles que rebasan el listón que marca al común, no hay nada que sobre para componer su biografía. Fueron vivencias que pueden parecer mínimas para extraños, pero que resultaron entrañables para quienes las compartieron.
Cuando en otra ocasión tuve que referirme a aquellos años, los llamé años de vino y rosas; años de vino y camelias me rectificó días más tarde ese buen periodista que es Mauro Muriedas junior. Enseguida volveré sobre este cambio de las rosas por camelias porque forma parte de las horas de Hierro en Torrelavega.
Era (fue en) el año 1947 cuando el poeta se incorporó a la vida del pueblo y lo hizo inicialmente a la vida local laboral. Residía en Valencia, con José Luis Hidalgo, y al morir éste regresó a su casa de Santander, sin poder encontrar otro trabajo aquí que el de «listero» en la empresa que estaba construyendo las fabricas de Sniace (en Torrelavega).
Fue el comienzo de su relación personal con (con el ambiente de) Torrelavega. Empezaron entonces sus encuentros con diversas personas del pueblo, en reuniones amistosas que tenían lugar en mi casa de la calle Alonso Astúlez y en cafés y bares de esta localidad. Suponía para él, en algunos casos, el reencuentro con viejos amigos, como el acuarelista Manuel Liaño, a quien había conocido en los años de cárcel que sufrieron los dos; con Jesús Cancio y Luis Corona, que en los meses estivales venían desde Madrid a su residencia veraniega de Polanco y el acercamiento a nuevas amistades que se produjo entonces.
Entre estas, la de José Raba, a cuya casa de Barreda acudíamos con relativa frecuencia y en la que nos sentíamos alucinados ante su bien surtida biblioteca, escuchábamos música en un viejo tocadiscos (la «Kovanchina», ¿te acuerdas, Pepe?), y tomábamos copas y comíamos pastas a la hora de la merienda, solícitamente atendidos por Cipriana, la mujer de Raba y por sus hijas,. Hacíamos el viaje en tren cuando las disponibilidades económicas lo permitían, pero las más de las veces andando. A veces acompañados por otros amigos. A una de estas visitas se refirió Enrique Sordo en un escrito que publicó en el diario ABC, de Madrid, en el que destacaba la presencia de un incunable en la biblioteca de Raba. Y era verdad; en aquella casa había hasta incunables y una amplia colección de ediciones del Quijote, y libros traídos de Paris, con estupendos grabados, como el dedicado a Gavarnie, que nos dejaban boquiabiertos. Pronto se nos murió Pepe Raba en un estúpido accidente, cuando circulaba por la recta de Casar de Periedo en una mota Guzzi que utilizaba en sus desplazamientos y en la que resultaba increíble que pudiera transportar los libros que iba recopilando.
Al hablar de bibliotecas y de casas de amigos, que pronto lo fueron comunes para los dos, no puedo dejar de referirme a la de don Gabino Teira. Yo llevé a Hierro a aquella casa con la admiración y el respeto que me imponía su dueño y la colección de libros que tenía. Se puede decir que entre Hierro y Teira existía antes de conocerse el lazo de unión que representaba la relación que había existido entre los dos con José Luis Hidalgo. De esta relación de Hidalgo con don Gabino tenía conocimiento Pepe y su encuentro con quien había sido maestro desde muchos puntos de vista del amigo muerto, hizo más afectiva la amistad. En la familia se gozaba con la poesía del nuevo amigo; el ejemplo paterno no había caído en el vacío y los versos de tierra sin nosotros eran bien conocidos en la casa. Entre los primeros cardiogramas que hizo el entonces recién medico, Manolo Teira, uno lo fue al poeta. Es una pena que no guarde el doctor esta «joya cardiaca» entre sus papeles. Lo recuerdo muy bien; habíamos acudido a su consulta en tropel un grupo de amigos, después de una alegre comida. Y digo bien, en tropel, porque el recuerdo que guardo me suena a una invasión de la clínica, capitaneados por otro médico, el doctor don Bernardo Velarde, de quien hablaré enseguida y en cuya expedición también formaba parte Manuel Fernández Galán, el andaluz universal que estuvo siempre muy unido a nuestro grupo de santas juergas literarias.
Otra de las buenas relaciones que unían a Hierro con Torrelavega era la amistad que se creó entre él y el citado doctor Velarde. En un escrito que publicó el poeta en aquellas fechas decía: «Es el doctor Velarde, de cejas y bigotes castelarios, estampa del hidalgo montañés de otros tiempos, archivo de recuerdos prendidos al de sus amigos. Su sentido del humor sabe alternar la anécdota con la exhibición de una pajarita de papel hecha por don Miguel de Unamuno o la lectura de algún poema inédito de famoso u olvidado autor». Precisamente con la lectura de unos poemas había comenzado la amistad entre los dos. Ocurrió en una de las interminables cenas que nos convocaban de vez en cuando, en los altos del café España, en el Riojano o en el bar Español. Esta vez en los altos del café España. Se encontraban también entre nosotros Julio Maruri y otros amigos. En la sobremesa se sacó don Bernardo del bolsillo el libro «Hampa», de José del Río Sainz, y nos leyó, socarrón y divertido, los enternecedores versos verdes que Pick dedicaba en su libro a la vieja Claudia. Las sobremesas eran largas y a veces tenían varios escenarios, como la de aquella noche, pues continuó en mi casa, adonde nos desplazamos animados por la anunciada degustación de una botella de coñac «Centenario». A altas horas se le ocurrió al doctor invitarnos con el mismo fin a la suya, donde alternábamos la bebida con comentarios a cartas que conservaba de su correspondencia con don Miguel de Unamuno. Pero la noche parecía no tener fin y una nueva invitación nos llevó a altas horas de la madrugada a su casa de campo en Tanos, donde nos dieron las del alba. Y aquí viene lo de las rosas y las camelias de que hablé al principio, porque ese día era precisamente el señalado para la petición oficial de la mana de la novia, que lo anunció sobresaltado y con la preocupación de la posibilidad de perder el tren que le permitiera llegar a tiempo a Santander a tan importante ceremonia. Don Bernardo, «hidalgo montañés de otros tiempos», no quiso que Hierro se marchara de la finca sin unas camelias que había de entregar en su nombre a la prometida. El cortarlas ceremoniosamente y el camino hasta la estación llevó su tiempo y a punto estuvo el futuro contrayente de no poder cumplir su compromiso de aquel día.
(He citado a Pepe Raba, a Gabino Teira y su familia, a don Bernardo Velarde; tendría que traer a este recuerdo de hoy otros nombres de amigos de entonces y hechos que se sucedieron en una deliciosa bohemia, que haría excesivamente largo el relato. Pero no puede faltar referencia a Mauro Muriedas. ¡Cuánto se podría decir de la amistad de Hierro con él! En su acercamiento a la sana humanidad de Mauro estaba presente las dos vertientes: la humana y la artística. Creo que ante la obra del escultor nunca pudo el crítico separar el arte de su creador. ¿Dónde se escondía en aquella obra la primacía? Mauro, desde su retraimiento, desde su timidez que ocultaba siempre la entrega cordial y generosa a los amigos, correspondía con turbación a la amistad de Pepe cuando se traducía al elogio a sus esculturas que el crítico repetía incansable ante cada obra que iba conociendo de Mauro. En un artículo que publicó Hierro en abril de 1949, escribió en homenaje a Muriedas: “Son muchos años de tarea artística; muchos años haciendo decir a la madera lo que él quiere que diga. No pienso que lo que él hace puede ser actividad exquisita y misteriosa del cerebro, sino obra del sentimiento, manifestación de habilidad manual. Pero lo otro –el arte-, sin él saberlo, se la da por añadidura”.
Cuantas horas robamos entonces a la obra artística de Mauro Muriedas, al incorporarle, en ocasiones, a nuestros encuentros en los que se sentía feliz, pero de los que escapaba cuando menos lo esperábamos, como atendiendo a una llamada misteriosa de la gubia y la maza.
Después, cuando se nos murió el amigo, un día me encontré José Hierro, me preguntó: ¿Cómo fue lo de Mauro?. Al relatarle lo penoso que había sido el tránsito hacia la hora última, su gesto dolorido, sin palabras, fue muy elocuente.
No quiero terminar este escrito sin antes referirme a un artículo publicado por Hierro con motivo de la I Exposición de Arte Montañés que se organizó en Torrelavega. Después de dedicar un elogio a nuestro alcalde de entonces, Manolo Barquín, que también compartió mesa y mantel con nosotros en ocasiones, decía: “Esto que parece un milagro (aludía a la exposición), no lo es tanto si consideramos que es en Torrelavega donde se realiza. Existe allí un envidiable ambiente artístico”.
El afecto personal a manos llenas es lo que acogió en nuestro pueblo a Pepe Hierro. Su cordialidad, su dinamismo en ebullición constante, dejaron profunda huella.
Publicado enEl Diario Montañés, el 6 de agosto de 1991
NOTA: Los escritos en cursiva no fueron publicados en la prensa. No sé la razón, quizás era demasiado largo o fue un añadido posterior.
ENCUENTRO DE JOSE HIERRO CON TORRELAVEGA
Ha pasado algo mas de medio siglo desde la fecha en que José Hierro tomo contacto, por primera vez, con nuestro pueblo y lo hizo, inicialmente, incorporándose a la vida laboral local.
En febrero de 1947 había muerto José Luis Hidalgo con quien Hierro había convivido en Valencia, en una existencia que transcurría con dificultades económicas. Las de Hidalgo, mitigadas en gran medida por los recursos en pesetas que le llegaban de su tío y protector don Casimiro Iglesias; las de Hierro por los recursos que le proporcionaban ocasionales y no bien remuneradas actividades.
Las inquietudes que había despertado en doña Esperanza, madre de Hierro, la enfermedad de José Luis Hidalgo quien se encontraba en cama desde principios del año 1946, habían dado lugar a que iniciáramos unas gestiones en Santander para encontrar un puesto de trabajo para José Hierro. Yo le escribí por encargo de ella en julio de 1946, ofreciéndole la posibilidad de una colocación que me habían ofrecido para el, pero sus reticencias para dejar Valencia fueron grandes y lógicas. Me contesto inmediatamente diciendo la alegría que le proporcionaba regresar a Santander, y me pedía explicaciones sobre si era seguro el empleo, cuanto iba a durar la obra en que intervendría y sueldo.
Respondí a esta carta con medias verdades y tuvimos la suerte de que cuando llego a Santander, fuera admitido en la plantilla de la empresa Monobra que construía entonces los edificios del complejo industrial de SNIACE en nuestra ciudad. En uno de los barracones de la obra escribió entonces Hierro una novela que envió al concurso del Premio Nadal y algunos de los buenos poemas que compuso entonces.
Empezó desde aquel momento para el un ida y vuelta en tren desde Santander a Torrelavega, hasta el otoño de aquel mismo año en que las gestiones de un familiar le proporcionaron una nueva ocupación, esta vez en Maliaño, que hacían mas cómodos los desplazamientos.
En esta vida laboral en Torrelavega, se produjo enseguida el reencuentro con viejas amistades, como la que tuvo lugar con el acuarelista Manuel Liaño, a quien había conocido en años de vida carcelaria de los dos. Encuentros que se ampliaron enseguida a otros, estos nuevos, del mundo cultural local, iniciándose unos “días de vino y rosas”, como les llegamos a llamar pretendiendo definir con esta expresión la felicidad con que transcurrían en horas que la vida laboral lo permitían.
Recuerdo, a la hora de redactar estas líneas que les estoy leyendo, las visitas que hicimos a la casa de José Raba, en Barreda, a donde acudíamos con relativa frecuencia, donde pudimos admirar la escogida colección de libros reunida por su propietario, entre los cuales, para nuestro asombro, había hasta un incunable.
Otra biblioteca, esta ya en nuestra ciudad, la de don Gabino Teira, también fue lugar de ocasionales reuniones, disfrutando con la ilustrada conversación de su dueño, en la que eran frecuentes las referencias a la vida y la obra de José Luis Hidalgo, de quien tanto Teira como Hierro eran buenos conocedores.
Al referirnos al encuentro de José Hierro con Torrelavega, se hace preciso destacar la parte que tuvo en el el doctor don Bernardo Velarde, quien reunía para nosotros, a sus cualidades personales, tan singulares, la relación que le había unido con don Miguel de Unamuno. Todo empezó en una sobremesa nocturna, cuando al hablar de un tema poético el doctor Velarde leyó, socarrón y divertido, los versos que José del Río Sainz había dedicado a la vieja Claudia en su libro Hampa, del que Velarde llevaba un ejemplar en el bolsillo. Aquella noche, como muchas de entonces, fue larga y tuvo varios escenarios. Desde el local donde habíamos cenado fuimos a mi casa y desde esta a la de don Bernardo, donde se alterno la bebida con la lectura comentada de las cartas que conservaba el doctor recibidas de Unamuno.
En un articulo publicado por José Hierro el 18 de junio de 1949, describía humorísticamente a don Bernardo Velarde, diciendo: “Es el doctor Velarde, de cejas y bigote castelarinos, estampa del hidalgo montañés de otros tiempos, archivo de recuerdos prendidos al de sus amigos”, aludiendo con esto ultimo a su relación amistosa con Unamuno.
Pero esa noche, mas bien madrugada del día siguiente, respondiendo a una nueva invitación de don Bernardo, nos trasladamos a la casa de campo que este tenia en Tanos, a la que don Miguel de Unamuno, en un poema de su libro Cancionero, llamo “pasto de los ojos”. Allí nos dieron las del alba, de donde nos saco una justificada alarma que hizo sonar José Hierro al anunciar que ese día, en el que ya nos encontrábamos, era el señalado para pedir oficialmente la mano de su novia Angelines Torre. A punto estuvo de no poder cumplir el compromiso familiar concertado, porque el parsimonioso ceremonial con que don Bernardo corto unas camelias para que el poeta las llevara en su nombre a la prometida y el traslado hasta la estación donde tenia que coger el tren, alargo el tiempo en exceso.
En aquellos días de vino y rosas, que ahora podíamos llamar de vino y camelias, era frecuente la presencia en el grupo del escultor Mauro Muriedas que cuando menos lo esperábamos desaparecía de nuestro lado como atendiendo a una misteriosa llamada que atribuíamos a la maza y la gubia de su apasionado quehacer artístico.
Tendría que traer a estos recuerdos otros nombres de amigos y la descripción de hechos que se sucedieron en una deliciosa bohemia, pero iban a alargar en exceso mi tiempo de intervención en este acto. Sin embargo, no quiero terminar sin recordar una frase escrita por José Hierro, en el mismo articulo a que he hecho referencia sobre la I Exposición de Arte Montañés, que tuvo lugar en nuestra ciudad los días de las fiestas de la Patrona del año 1949.
Aludiendo a la coincidencia con la manifestación artística de los actos propios en fiestas de este tipo, escribió :
“Esto que parece un milagro, no lo es tanto si consideramos que es en Torrelavega donde se realiza. Existe allí un envidiable ambiente artístico”
La tercera versión la pueden encontrar en:
No hay comentarios:
Publicar un comentario