domingo, 27 de agosto de 2023

TORRELAVEGA, DESDE UNA VIEJA GUÍA

 

TORRELAVEGA, DESDE UNA VIEJA GUÍA

 


            Hay diversas maneras de tomar parte en los acontecimientos en que nos encontramos envueltos, estos días con motivo de las fiestas patronales. La vuelta a los viejos papeles es una de ellas. Y entre estos papeles hemos desempolvado una Guía en la que se ofrece una visión panorámica, amplia, de como era Torrelavega a principios del siglo. Se trata de una guía en la que referencias, datos y nombres, nos llevan a un Torrelavega cercano en el tiempo pero lejano en las formas. Entiendo que nada mejor que la transcripción de alguno de los párrafos que contiene para adentrarnos en ella.

 

            "Esta ciudad se ha desarrollado, y llegó al estado de florecimiento en que hoy se halla, en muy pocos años. "Y en su argumentación el autor contradice muy sensatamente a Lasaga Larreta quien había asegurado que el movimiento ascendente partió desde el día en que arrancó a la villa de Cartes la administración de correos. "Nosotros creemos -sigue el articulista de la guía-, que este hecho no tuvo más que pequeña importancia para Torrelavega, y que su rápido crecimiento obedece a la implantación de los mercados semanales... y las ferias de ganado... y la construcción de las carreteras de Santander a Madrid y de Torrelavega a Oviedo... así como la línea férrea más tarde, de Alar a Santander... [que] convirtieron a esta ciudad en un importante centro comercial". Y en párrafo siguiente continua: "Casi la totalidad de los edificios han sido construidos desde el segundo tercio del siglo pasado hasta la fecha", puntualizando que "el sitio que hoy ocupa la Plaza Mayor era campo abierto, donde existía un antiguo mesón rodeado de árboles" [...]. "Hecha la plaza que se denominó Mayor, se derribaron algunos edificios viejos y de escaso valor que había en aquella parte de la población, levantándose, en los solares resultantes, los buenos edificios que hoy existen; extendiéndose rápidamente la urbanización por las calles Ancha, (hoy Felipe Quijano) y Consolación".

 

            El entusiasmo y "patriotismo local" del autor se desborda e insiste: "En la actualidad, es esta ciudad una de las más bonitas, alegres y bien urbanizadas de las que pudiéramos llamar de su categoría, atendiendo al número de sus habitantes", insistiendo en que "existen muchos y magníficos comercios en grande escala que nada tienen que envidiar y en algunos casos superan a los análogos de la capital de la provincia. Cuenta con importantes y lucrativas industrias montadas con todos los modernos adelantos de que dispone la ingeniería y la química".

 

            En cuanto al porvenir, aseguraba, "que con las condiciones naturales de este pueblo, sus numerosas y rápidas vías de comunicación, y teniendo en cuenta su envidiable situación topográfica, no es aventurado predecir que en cuanto se resuelvan los expedientes pendientes para la construcción de un mercado cerrado, el saneamiento del río Sorravides y la construcción del ferrocarril a Castañeda, y se ejecuten obras tan importantes, que será a no dudar en tiempo relativamente corto, Torrelavega será un pueblo rico y grande..."

 

            Hasta aquí, extractada, la visión que a los ojos de "F.C", firmante del comentario, presentaba la ciudad. Bajo estas iniciales se ocultaba el nombre de Florencio Ceruti, Barón de Peramola.

 

            Los comentarios que siguen son del recopilador de la Guía, Sebastián Hidalgo, quien nos va adentrando en temas puntuales. Así, en cuanto a urbanización nos informa que en el año 1888 contaba la población con unos 990 edificios habitables elevándose en la actualidad [1908] a 2.000 el número de estos, dato que entraña en sí el movimiento de vida desplegado por Torrelavega en tan corto lapso de tiempo.

 

            "Eseache", como firma Sebastián Hidalgo, va soltando su entusiasmo por la ciudad: "En este tiempo se ha podido apreciar día por día, cómo iban naciendo como por encanto, ricos comercios, poderosas industrias, grandes riquezas, soberbios edificios; cómo, en fin, el pueblo pobre y humilde se iba transformando en una urbe moderna, pintoresca y bella. [...] A la vez que se han levantado muchos y buenos edificios, se han construido en la ciudad magnificas avenidas y paseos. Las calles son anchas y espaciosas... provistas de arbolado, mejora esta última digna de todos los encomios" y se extiende en elogiar "la calle de J. Felipe Quijano (antes Ancha), espaciosa vía digna de una gran población" [...] "la Plaza Mayor, que con la reforma últimamente realizada en ella, puede servir de modelo para construcciones de su clase; el gran ferial de La Llama, acaso de los más extensos y deliciosos de la provincia; el Bulevard de L. Demetrio Herrero, elegante y artístico paseo, y la hermosa Avenida del Cantábrico, recientemente urbanizada, en el centro de la cual se ha instalado una artística fuente, obra del laureado escultor señor Marinas, rodeada de jardines".

 

            "Hay hermosos edificios públicos y bonitos hoteles..." de los que va destacando, "la nueva iglesia en cuya restauración se han invertido más de 500.000 pesetas"; el Circulo de Recreo, en la calle de Ruiz Tagle, el Teatro, recientemente construido; en las afueras de la ciudad, se eleva también gallardamente... el establecimiento de beneficencia denominado Casa-Asilo...; se halla funcionando la Traída de aguas... cuya importantísima obra costó 125.000 duros.

 

            La enseñanza estaba atendida por un colegio de 2ª enseñanza, incorporado al Instituto de Santander, con estudios de Bachillerato y Comercio; academia preparatoria para civiles y militares; Escuela de Artes y Oficios; Colegio de los Sagrados Corazones, dirigida por monjas francesas; la Sociedad Gimnástica, "que dispone de un hermoso local con grandes y bien instalados aparatos... cultivándose los spots de foot-ball, lanzamiento de disco y ciclismo".

 

            Termina su autor sus apasionadas referencias con esta expresión al aludir al movimiento demográfico: " A tal paso por extensa que sea la Vega, sobrará gente y faltará la tierra". (Cita, para justificarlo, cómo en el año 1907 los nacimientos habían superado a las defunciones en 230 ciudadanos).

 

            El entusiasmo del recopilador de la guía se mantiene a todo lo largo de ella hasta sube de tono cuando glosa la vida comercial local: "Si Torrelavega goza fama de ciudad populosa y bella, de saludable aspecto, de lindos alrededores que tanto la realzan y distinguen entre los demás pintorescos lugares de la Montaña, en cuanto a su florecimiento mercantil y tráfico comercial, es por demás conocida". Señala como "la base principal", las ferias quincenales de ganado vacuno ofreciendo como realidad de ello, el número oficial de transacciones habidas en los años 1901 a 1907, que cifra en una media de 15.000 por año.

 

            "Rico y floreciente es el comercio de esta plaza..." y cita los hermosos locales en los que están instalados "con elegancia y con gusto". Y en la sección de anuncios de sus páginas aparecen algunos de aquellos antepasados nuestros que retenemos en la memoria con agradecimiento por cuanto fueron y supusieron en el arranque de este siglo que estamos terminando. Son nombres de personas que con meritorio esfuerzo y conciencia de lo que podría representar su labor, estaban contribuyendo brillantemente a poner los cimientos de lo que ha sido Torrelavega en el siglo XX.

 

            El acompañamiento de una incipiente y prometedora industria se reseña ampliamente, dando particular cuenta de tres importantes curtidos, fabricas de zapatillas, cordelerías, jabones, etc. así como la "Azucarera española", que en 1907 llegó a moler 19.000 toneladas de remolacha y en capitulo aparte destaca la Real Compañía Asturiana y Solvay.

 

            Termina S. Hidalgo sus comentarios insistiendo: "Como se ve por esta pequeña idea o relación, la situación de Torrelavega es hoy más próspera que nunca, continuando con elementos de vida tan prósperos y seguros que para si los quisieran regiones y ciudades que de antiguo gozan de cierto renombre en el mundo comercial".

 

            Pongamos todo en sus justos términos; pero admitamos la idea general que movió a los autores en la visión que ofrecen resultado de un entusiasmo sin límites "por las cosas del pueblo", en lo que los acompañaron muchos de sus conciudadanos, para bien de Torrelavega.

 

 

Publicado en:

El Diario Montañés, 24 de Agosto de 1997


 

domingo, 20 de agosto de 2023

ENTRE ALIRA Y RAMAR. Libro de Rafael Colomer

 

ENTRE ALIRA Y RAMAR



            Hace un par de años me pidió Rafael Colomer que tomara parte en la presentación de su libro “Transido en el taller de la palabra”, y en un acto público, como este de hoy, nos ocupemos de él, aquí en Torrelavega, José Manuel González Herrán y yo. Recuerdo que entonces cargue la mano en el aspecto visual de la publicación, que me había llamado la atención, sin olvidar, claro está, el contenido de sus páginas que albergaban una poesía muy personal.

 

            El conjunto que se aprecia en “Transido en el taller de la palabra” me hizo comentar que algo estaba sucediendo en la lírica de hoy; que la rotura de moldes y el abandono de posturas y dogmas que nos habían parecido inamovibles, habían llegado a tocar el ala de la poesía. De una nota que conservo de aquella presentación entresaco la siguiente frase con la que aludía a la brecha que se estaba abriendo, en general, en los cánones sobre los que nos veníamos moviendo. "La poesía -decía yo-, en tanto que expresión humana del más elevado rango, no puede permanecer ajena a esta evolución, y en unos casos intenta resolver el problema echando vino nuevo en odres viejos y, en otros, creando contenedores nuevos para contenido también nuevo.” Este era el caso de aquel libro.

 

            “Entre Alira y Ramar” que hoy nos ofrece Colomer, es más ortodoxo en sus formas externas que el anterior, aun cuando no falte en él -no podía faltar-, experimento y creación, las dos corrientes en las que su autor vive como paz en el agua. Pero creo que en este nuevo libro el vino es viejo, viejo como el mundo, porque es un libro de amor y, por lo tanto, es un libro clásico. Hay en él los tres tiempos de la tragedia: hay exposición, hay nudo y hay desenlace; un desenlace que alcanza cotas que me atrevería a calificar de “novela rosa” si esta expresión no estuviera tan indebidamente desacreditada, y todas sus páginas están “transidas” -también hoy nos vale la palabra-, de una contenida serenidad. No existe el odio, y pudo haberlo; como pudo haber resentimiento o pudo aparecer el rencor. Nada de esto hay en el libro, porque si hubiera intentado aparecer por encima de las intenciones del poeta, el amor que aletea en él y que todo lo sublima sería suficiente para desvirtuarlo.

 

            Sí podrá detectar el lector dolor, pero un dolor casi subterráneo, como música de fondo, con el que el autor ha luchado a lo largo de sus página para impedir que aflore, para evitar que manche la felicidad última. Puede aparecer la ironía, pero nunca más allá del límite de lo necesario.

 

            Colomer se me ofreció para dar una lectura primera juntos al libro, con el buen propósito de facilitarme la labor de desentrañar su contenido, pero preferí encerrarme con el texto yo sólo,

pues siempre me ha parecido que la poesía es para la intimidad. En toda obra poética, cuando es sincera, hay una gran carga de confesión, que debe ir escuchando el lector a solas consigo mismo, lo que a veces parece hacer correr por ella como un relente propio.

 

            Entonces vi que el libro está estructurado en dos secuencias; en una se va desarrollando el poema en discursivos versos que van narrando esta historia de amor a lo largo de diez bien acotadas partes, en las que en algún momento parece que nos hallamos ante una escritura sonambúlica, que ha brotado incesante e imperiosamente, con felices hallazgos verbales. La otra secuencia está escrita en prosa y se ofrece paralela al texto poético, como clave que colabora en la debida interpretación del poema. Yo aconsejaría una lectura inicial prescindiendo de esta segunda secuencia; recomendaría sumergirse en el verso, dejarse empapar con los ecos que pueda provocar en nuestra sensibilidad, dejando las diez crónicas y el epílogo que las acompaña para una lectura posterior, complementaria. No se le debe restar misterio a la poesía. Después, cuando agotemos las posibilidades de comprensión, podremos ir a cotejar el resultado de las emociones personales que nos haya provocado, con las “respuestas” que se nos facilitan en las crónicas. Entonces será también el momento de detenernos en el aspecto visual, tan cuidado por el autor en esta  y en las demás publicaciones suyas.

 

            Pera esto es tema que debo pasar a Luis Salcines, ya que el libro de Rafael Colomer que tiene entre manos para hablarnos de él, entra de lleno en el campo de la poesía visual.

 

            Y nada más por mi parte; incluso creo que he dicho demasiado porque los libros entiendo que son para leerlos, no para que nos los cuenten los demás. Como dije en otra ocasión semejante a esta, si precisan de un bautizo, si breve mejor.

 


Leído en la presentación del libro de Rafael Colomer “Entre Alira y Ramar”

Salón de Actos de la Cámara de Comercio e Industria de Torrelavega

21 de agosto de 1980


 

domingo, 13 de agosto de 2023

El agua en Torrelavega: las fuentes del XIX

 

El agua en Torrelavega: las fuentes del XIX

            Una preocupación constante de las autoridades locales de nuestro pueblo ha sido el suministro de agua a la población en cantidad y calidad suficientes. Esta preocupación no es de hoy ni de ayer; es de nace mas de un siglo.

            Mientras la población se mantuvo en aquellos poco mas de 150 vecinos hasta mediado el siglo XIX, el problema parece que no era acuciante, pues estaba resuelto con las fuentes que existían repartidas a lo largo y ancho del pueblo. El plano de Hilarión Ruiz Amado del año 1852 nos informa de la existencia de tres, fuentes publicas: la de la Ribera, actual de Cuatro Caños; la del Zapatón, en el barrio de este nombre, donde hasta no hace mucho tiempo existía un lavadero público, y la del Piadejón, próxima a la hoy estación de FEVE.

            Otras dos fuentes, por lo menos, existían entonces, no señaladas por el autor del plano por quedar fuera de los limites que comprendía éste: la que llamaban de la Indiana, situada a la entrada del camino que por los escalerones subía al lugar de 1a ermita de San Bartolomé, en donde estuvo el deposito de la primera traída de aguas, y la de Quebrantada, cuyo agua procedía de la pradera de El Soto. Tengo referencia de otra fuente a la que en 1844 se la llamaba La Fuente del Rey, en el barrio de La Veguía.

La fuente de La Ribera 

            La fuente de La Ribera, que es la que atendía a mayor numero de población, se surtía de un manantial existente en el Prado del Molino, en zona muy próxima al lugar donde se instalaría, el año 1914, la Granja Poch. Desde allí era llevada el agua a un deposito construido a unos 100 metros del manantial y desde este marchaba por una cañería de barro hasta la fuente de La Ribera. Pronto esta tubería se sustituiría por otra de plomo.

            A partir de 1876 se sucedieron una serie de proyectos para mejorar estas instalaciones y tratar de captar un mayor caudal, que a todas luces resultaba ya insuficiente. De este año 1876 es un proyecto del ingeniero Aníbal Colongues, para hacer una conducción de agua a partir del río Zapatón, estableciendo fuentes públicas en la Plaza del Grano, en la de la Cerda, Plaza del Sol, Plaza Mayor, calle Ancha, Plaza de San Bartolomé y calle de los Mártires, dejando instalados, además, "cuatro grandes grifos" en los sitios que el Ayuntamiento designase, para atender posibles incendios y para el riego, de la vía pública. El presupuesto ascendía a 140.000 reales. El Ayuntamiento lo sometió al estudio del ingeniero de minas Pio Josué y Barreda, quien lo desestimó en parte, por lo que no llegó a realizarse la obra. Otro proyecto similar, presentado en el mismo año por el arquitecto provincial Camilo Gutiérrez, también fue rechazado.

Primer acuerdo positivo 

            Hasta 1878 no tomó la Corporación un acuerdo positivo sobre este tema. En sesión del 23 de diciembre de este año fue encargada la obra al ingeniero Eduardo de Miera, sobre un proyecto que pretendía, como los anteriores, renovar la conducción de agua desde "el deposito de la Ribera basta la fuente del mismo nombre, vulgarmente conocida por la de los Cuatro Caños, que solo arroja agua por tres de ellos y en tan escasa cantidad que en vez de chorro solo eran unas cuantas gotas lo que cada uno producía, habiendo cesado este diminuto contingente el 31 del pasado mes de octubre". De esta escasa aportación de agua se había venido surtiendo una parte importante del vecindario que, al cesar de manar, se vio obligado a acudir al río Zapatón.

            Para aumentar el caudal disponible, se proponía añadir a las aguas del deposito del Prado del Molino las del río Zapatón, sobre cuya calidad existía un informe firmado por el doctor José Escalante, en el que manifestaba que "estas aguas están comprendidas, según la clasificación de Seeligmann, en la primera clase de las potables." Se trataba del primer proyecto importante de abastecimiento de agua a la población, aun cuando todavía a base de fuentes públicas, prescindiendo de llevarla directamente a las viviendas, por el elevado coste que esto suponía.

Nueve fuentes

            Se contemplaba en este proyecto la instalación de nueve fuentes consideradas imprescindibles para un adecuado abastecimiento; las mismas siete previstas por Colongues, mantenidas también en el proyecto de Camilo Gutiérrez, más otra en la Plazuela de San José y la de La Ribera. La tubería general, procedente del prado del Molino, cruzaba lo que más tarde fue el Paseo de Fernández Vallejo, a la altura del puente sobre el río Sorravides, en la calle San José, y por esta calle se dirigía a la fuente de la Ribera después de pasar por la nueva de la Plazuela de San José.

            Para abaratar el coste total se proponía, limitar el número de fuentes a cuatro, que el autor del proyecto estimaba estrictamente necesarias: la de la Ribera, la de la Plazuela de San José, otra en la de San Bartolomé y una cuarta en la Plaza Mayor. "En la Plaza Mayor el emplazamiento hubiera sido mejor en el centro, pero ( ... ) hubiera sido necesario proponer una fuente monumental y esto sería salirse de los limites de una prudente economía". La conducción de las aguas sería a base de tubería de hierro, que sustituiría a la de plomo, instalada hacía 30 años.

            En 1881 se continuaba trabajando todavía en estas instalaciones: "Las obras para la colocación de fuentes en varios puntos de la villa prosiguen con actividad; estando ya surtido el vecindario del extremo norte con la elegante fuente recién puesta en la Plazuela de San Bartolomé. Además, se ha colocado la tubería para otras tres hermosas fuentes en la Plaza Mayor, en la calle Ancha y en la Plazuela del Sol" (El Cántabro, 1 de enero de 1881).

            La fuente de San Bartolomé fue inaugurada el 9 de enero del citado año, adornada con numerosas banderas, así como el lanzamiento de cohetes, y con música. A finales del mismo mes de enero ya estaban en servicio las cuatro fuentes, de "muy rica agua", como decían los periódicos de la época, aún cuando había surgido la duda de si esta no sería afectada por el material con que estaban hechos los grifones, que eran de bronce. Las obras de construcción de estas fuentes fueron dirigidas por Pablo Piqué.

            La fuente instalada en la Plazuela de San José dio lugar a numerosas críticas por la forma adoptada para su construcción. En el mismo articulo del periódico El Cántabro, a1 que he aludido anteriormente, se lee: "Pero es lástima que la fuente de hierro de la Plazuela de San José no tiene ninguno de los fines indicados (dar servido al público y hermosear la población). El mayor número de los pocos vecinos de aquel barrio se sirve en otra fuente que hay junto, a la bolera, y sepultada en un hoyo como está la de la Plazuela de San José, como si fuera un sepulcro preparado para el que por allí pase distraído, ni es objeto de ornato ni es más que un grave peligro para los transeúntes, especialmente por las noches. Creemos que el Ayuntamiento debe hacerla desaparecer de allí y situarla en otro sitio mejor".

            Esta cuestión de la fuente instalada en la Plazuela de San José no ceso en mucho tiempo de provocar comentarios. El Cántabro insistía en ello con relativa frecuencia.

            En un largo artículo dedicado a esta cuestión, en el que la llamaban La enterrada, se hacia referencia, entre otras cosas, al coste que había supuesto, comparándole con el de las otras fuentes, y manifestaban que mientras las de piedra de la Plaza Mayor, calle Ancha, Plazuela del Sol y San Bartolomé "habían costado de 34 a 35 duros cada una, que son 700 reales, aproximadamente, y hacen 2.800 reales de vellón, o sea, 700 pesetas las cuatro, La enterrada, con fuente de hierro, costó 8.000 reales, o sea, 2.000 pesetas.

            Hasta el año 1907 no contó el pueblo con una traída de aguas que permitiera el adecuado abastecimiento directo a las viviendas. El agua procedía de un manantial de Cohicillos que era conducido a un deposito instalado en el alto de San Bartolomé, desde donde se distribuía a las casas de la villa.

Publicado en:

El diario Alerta, el 13 de agosto de 1988

 Incluido en el libro Torrelavega en el siglo XIX. Noticias de la vida local. Capítulo V págs. 112-115. Publicado por Ediciones Librería Estudio. Santander, 1989


 

 

 

 

domingo, 6 de agosto de 2023

Encuentro de Torrelavega con José Hierro

 

De este escrito he encontrado tres versiones. Dos de ellas las inserto en esta página del blog. La tercera se puede encontrar en el libro Encuentro de José Hierro con Torrelavega, editado por el Ayuntamiento de Torrelavega en 2003.

 

Encuentro de Torrelavega con José Hierro

 


            Al recorrer con la mirada y la nostalgia la magnifica exposición que con el título «Encuentros con José Hierro» se muestra estos días en la Fundación Botín, instalada por la eficacia inteligente de Pablo Beltrán de Heredia, ha venido a mi memoria la antigua relación del poeta con Torrelavega. Fueron años que pertenecen casi a la prehistoria de su vida. Pero cuando una persona alcanza los niveles que rebasan el listón que marca al común, no hay nada que sobre para componer su biografía. Fueron vivencias que pueden parecer mínimas para extraños, pero que resultaron entrañables para quienes las compartieron.

 

            Cuando en otra ocasión tuve que referirme a aquellos años, los llamé años de vino y rosas; años de vino y camelias me rectificó días más tarde ese buen periodista que es Mauro Muriedas junior. Enseguida volveré sobre este cambio de las rosas por camelias porque forma parte de las horas de Hierro en Torrelavega.

 

            Era (fue en) el año 1947 cuando el poeta se incorporó a la vida del pueblo y lo hizo inicialmente a la vida local laboral. Residía en Valencia, con José Luis Hidalgo, y al morir éste regresó a su casa de Santander, sin poder encontrar otro trabajo aquí que el de «listero» en la empresa que estaba construyendo las fabricas de Sniace (en Torrelavega).

 

            Fue el comienzo de su relación personal con (con el ambiente de) Torrelavega. Empezaron entonces sus encuentros con diversas personas del pueblo, en reuniones amistosas que tenían lugar en mi casa de la calle Alonso Astúlez y en cafés y bares de esta localidad. Suponía para él, en algunos casos, el reencuentro con viejos amigos, como el acuarelista Manuel Liaño, a quien había conocido en los años de cárcel que sufrieron los dos; con Jesús Cancio y Luis Corona, que en los meses estivales venían desde Madrid a su residencia veraniega de Polanco y el acercamiento a nuevas amistades que se produjo entonces.

 

            Entre estas, la de José Raba, a cuya casa de Barreda acudíamos con relativa frecuencia y en la que nos sentíamos alucinados ante su bien surtida biblioteca, escuchábamos música en un viejo tocadiscos (la «Kovanchina», ¿te acuerdas, Pepe?), y tomábamos copas y comíamos pastas a la hora de la merienda, solícitamente atendidos por Cipriana, la mujer de Raba y por sus hijas,. Hacíamos el viaje en tren cuando las disponibilidades económicas lo permitían, pero las más de las veces andando. A veces acompañados por otros amigos. A una de estas visitas se refirió Enrique Sordo en un escrito que publicó en el diario ABC, de Madrid, en el que destacaba la presencia de un incunable en la biblioteca de Raba. Y era verdad; en aquella casa había hasta incunables y una amplia colección de ediciones del Quijote, y libros traídos de Paris, con estupendos grabados, como el dedicado a Gavarnie, que nos dejaban boquiabiertos. Pronto se nos murió Pepe Raba en un estúpido accidente, cuando circulaba por la recta de Casar de Periedo en una mota Guzzi que utilizaba en sus desplazamientos y en la que resultaba increíble que pudiera transportar los libros que iba recopilando.

 

            Al hablar de bibliotecas y de casas de amigos, que pronto lo fueron comunes para los dos, no puedo dejar de referirme a la de don Gabino Teira. Yo llevé a Hierro a aquella casa con la admiración y el respeto que me imponía su dueño y la colección de libros que tenía. Se puede decir que entre Hierro y Teira existía antes de conocerse el lazo de unión que representaba la relación que había existido entre los dos con José Luis Hidalgo. De esta relación de Hidalgo con don Gabino tenía conocimiento Pepe y su encuentro con quien había sido maestro desde muchos puntos de vista del amigo muerto, hizo más afectiva la amistad. En la familia se gozaba con la poesía del nuevo amigo; el ejemplo paterno no había caído en el vacío y los versos de tierra sin nosotros eran bien conocidos en la casa. Entre los primeros cardiogramas que hizo el entonces recién medico, Manolo Teira, uno lo fue al poeta. Es una pena que no guarde el doctor esta «joya cardiaca» entre sus papeles. Lo recuerdo muy bien; habíamos acudido a su consulta en tropel un grupo de amigos, después de una alegre comida. Y digo bien, en tropel, porque el recuerdo que guardo me suena a una invasión de la clínica, capitaneados por otro médico, el doctor don Bernardo Velarde, de quien hablaré enseguida y en cuya expedición también formaba parte Manuel Fernández Galán, el andaluz universal que estuvo siempre muy unido a nuestro grupo de santas juergas literarias.

 

            Otra de las buenas relaciones que unían a Hierro con Torrelavega era la amistad que se creó entre él y el citado doctor Velarde. En un escrito que publicó el poeta en aquellas fechas decía: «Es el doctor Velarde, de cejas y bigotes castelarios, estampa del hidalgo montañés de otros tiempos, archivo de recuerdos prendidos al de sus amigos. Su sentido del humor sabe alternar la anécdota con la exhibición de una pajarita de papel hecha por don Miguel de Unamuno o la lectura de algún poema inédito de famoso u olvidado autor». Precisamente con la lectura de unos poemas había comenzado la amistad entre los dos. Ocurrió en una de las interminables cenas que nos convocaban de vez en cuando, en los altos del café España, en el Riojano o en el bar Español. Esta vez en los altos del café España. Se encontraban también entre nosotros Julio Maruri y otros amigos. En la sobremesa se sacó don Bernardo del bolsillo el libro «Hampa», de José del Río Sainz, y nos leyó, socarrón y divertido, los enternecedores versos verdes que Pick dedicaba en su libro a la vieja Claudia. Las sobremesas eran largas y a veces tenían varios escenarios, como la de aquella noche, pues continuó en mi casa, adonde nos desplazamos animados por la anunciada degustación de una botella de coñac «Centenario». A altas horas se le ocurrió al doctor invitarnos con el mismo fin a la suya, donde alternábamos la bebida con comentarios a cartas que conservaba de su correspondencia con don Miguel de Unamuno. Pero la noche parecía no tener fin y una nueva invitación nos llevó a altas horas de la madrugada a su casa de campo en Tanos, donde nos dieron las del alba. Y aquí viene lo de las rosas y las camelias de que hablé al principio, porque ese día era precisamente el señalado para la petición oficial de la mana de la novia, que lo anunció sobresaltado y con la preocupación de la posibilidad de perder el tren que le permitiera llegar a tiempo a Santander a tan importante ceremonia. Don Bernardo, «hidalgo montañés de otros tiempos», no quiso que Hierro se marchara de la finca sin unas camelias que había de entregar en su nombre a la prometida. El cortarlas ceremoniosamente y el camino hasta la estación llevó su tiempo y a punto estuvo el futuro contrayente de no poder cumplir su compromiso de aquel día.

 

            (He citado a Pepe Raba, a Gabino Teira y su familia, a don Bernardo Velarde; tendría que traer a este recuerdo de hoy otros nombres de amigos de entonces y hechos que se sucedieron en una deliciosa bohemia, que haría excesivamente largo el relato. Pero no puede faltar referencia a Mauro Muriedas. ¡Cuánto se podría decir de la amistad de Hierro con él! En su acercamiento a la sana humanidad de Mauro estaba presente las dos vertientes: la humana y la artística. Creo que ante la obra del escultor nunca pudo el crítico separar el arte de su creador. ¿Dónde se escondía en aquella obra la primacía? Mauro, desde su retraimiento, desde su timidez que ocultaba siempre la entrega cordial y generosa a los amigos, correspondía con turbación a la amistad de Pepe cuando se traducía al elogio a sus esculturas que el crítico repetía incansable ante cada obra que iba conociendo de Mauro. En un artículo que publicó Hierro en abril de 1949, escribió en homenaje a Muriedas: “Son muchos años de tarea artística; muchos años haciendo decir a la madera lo que él quiere que diga. No pienso que lo que él hace puede ser actividad exquisita y misteriosa del cerebro, sino obra del sentimiento, manifestación de habilidad manual. Pero lo otro –el arte-, sin él saberlo, se la da por añadidura”.

 

Cuantas horas robamos entonces a la obra artística de Mauro Muriedas, al incorporarle, en ocasiones, a nuestros encuentros en los que se sentía feliz, pero de los que escapaba cuando menos lo esperábamos, como atendiendo a una llamada misteriosa de la gubia y la maza.

 

Después, cuando se nos murió el amigo, un día me encontré José Hierro, me preguntó: ¿Cómo fue lo de Mauro?. Al relatarle lo penoso que había sido el tránsito hacia la hora última, su gesto dolorido, sin palabras, fue muy elocuente.

 

No quiero terminar este escrito sin antes referirme a un artículo publicado por Hierro con motivo de la I Exposición de Arte Montañés que se organizó en Torrelavega. Después de dedicar un elogio a nuestro alcalde de entonces, Manolo Barquín, que también compartió mesa y mantel con nosotros en ocasiones, decía: “Esto que parece un milagro (aludía a la exposición), no lo es tanto si consideramos que es en Torrelavega donde se realiza. Existe allí un envidiable ambiente artístico”.

 

            El afecto personal a manos llenas es lo que acogió en nuestro pueblo a Pepe Hierro. Su cordialidad, su dinamismo en ebullición constante, dejaron profunda huella.

 
  Publicado en

El Diario Montañés, el 6 de agosto de 1991

 

NOTA: Los escritos en cursiva no fueron publicados en la prensa. No sé la razón, quizás era demasiado largo o fue un añadido posterior.

 


ENCUENTRO DE JOSE HIERRO CON TORRELAVEGA



            Ha pasado algo mas de medio siglo desde la fecha en que José Hierro  tomo contacto, por primera vez, con nuestro pueblo y lo hizo, inicialmente, incorporándose a la vida laboral local.

 

            En febrero de 1947 había muerto José Luis Hidalgo con quien Hierro había convivido en Valencia, en una existencia que transcurría con dificultades económicas. Las de Hidalgo, mitigadas en gran medida por los recursos en pesetas que le llegaban de su tío y protector don Casimiro Iglesias; las de Hierro por los recursos que le proporcionaban ocasionales y no bien remuneradas actividades.

 

            Las inquietudes que había despertado en doña Esperanza, madre de Hierro,  la enfermedad de José Luis Hidalgo quien se encontraba en cama desde principios del año 1946, habían dado lugar a que iniciáramos unas gestiones en Santander para encontrar un puesto de trabajo para José Hierro. Yo le escribí por encargo de ella en julio de 1946, ofreciéndole la posibilidad de una colocación que me habían ofrecido para el, pero sus reticencias para dejar Valencia fueron grandes y lógicas. Me contesto inmediatamente diciendo la alegría que le proporcionaba regresar a Santander, y me pedía explicaciones sobre si era seguro el empleo, cuanto iba a durar la obra en que intervendría y sueldo.

 

            Respondí a esta carta con medias verdades y tuvimos la suerte de que cuando llego a Santander, fuera admitido en la plantilla  de la empresa Monobra que construía entonces los edificios del complejo industrial de SNIACE en nuestra ciudad. En uno de los barracones de la obra escribió entonces Hierro una novela que envió al concurso del Premio Nadal y algunos de los buenos poemas que compuso entonces.

 

            Empezó desde aquel momento para el un ida y vuelta en tren desde Santander a Torrelavega, hasta el otoño de aquel mismo año en que las gestiones de un familiar le proporcionaron una nueva ocupación, esta vez en Maliaño, que hacían mas cómodos los desplazamientos.

 

            En esta vida laboral en Torrelavega, se produjo enseguida el reencuentro con viejas amistades, como la que tuvo lugar con el acuarelista Manuel Liaño, a quien había conocido en años de vida carcelaria de los dos. Encuentros que se ampliaron enseguida a otros, estos nuevos, del mundo cultural local, iniciándose unos “días de vino y rosas”, como les llegamos a llamar pretendiendo definir con esta expresión la felicidad con que transcurrían en horas que la vida laboral lo permitían.

 

            Recuerdo, a la hora de redactar estas líneas que les estoy leyendo, las visitas que hicimos a la casa de José Raba, en Barreda, a donde acudíamos con relativa frecuencia, donde pudimos admirar la  escogida colección de libros reunida por su propietario, entre los cuales, para nuestro asombro, había hasta un incunable.

 

            Otra biblioteca, esta ya en nuestra ciudad, la de don Gabino Teira,  también fue lugar de ocasionales reuniones, disfrutando con la ilustrada conversación de su dueño, en la que eran frecuentes las referencias a la vida y la obra de José Luis Hidalgo, de quien tanto Teira como Hierro eran buenos conocedores.

 

            Al referirnos al encuentro de José Hierro con Torrelavega, se hace preciso destacar la parte que tuvo en el el doctor don Bernardo Velarde, quien reunía para nosotros, a sus cualidades personales, tan singulares, la relación que le había unido con don Miguel de Unamuno. Todo empezó en una sobremesa nocturna, cuando al hablar de un tema poético el doctor Velarde leyó, socarrón y divertido, los versos que José del Río Sainz había dedicado a la vieja Claudia en su libro Hampa, del que Velarde llevaba un ejemplar en el bolsillo. Aquella noche, como muchas de entonces, fue larga y tuvo varios escenarios. Desde el local donde habíamos cenado fuimos a mi casa y desde esta a la de don Bernardo, donde se alterno la bebida con la lectura comentada de las cartas que conservaba el doctor  recibidas de Unamuno.

 

            En un articulo publicado por José Hierro el 18 de junio de 1949, describía humorísticamente a don Bernardo Velarde, diciendo: “Es el doctor Velarde, de cejas y bigote castelarinos, estampa del hidalgo montañés de otros tiempos, archivo de recuerdos prendidos al de sus amigos”, aludiendo con esto ultimo a su relación amistosa con Unamuno.

 

            Pero esa noche, mas bien madrugada del día siguiente, respondiendo a una nueva invitación de don Bernardo, nos trasladamos a la casa de campo que este tenia en Tanos, a la que don Miguel de Unamuno, en un poema de su libro Cancionero, llamo “pasto de los ojos”. Allí nos dieron las del alba, de donde nos saco una justificada alarma que hizo sonar José Hierro al anunciar que ese día, en el que ya nos encontrábamos, era el señalado para pedir oficialmente la mano de su novia Angelines Torre. A punto estuvo de no poder cumplir el compromiso familiar concertado, porque el parsimonioso ceremonial con que don Bernardo corto unas camelias para que el poeta las llevara en su nombre a la prometida y el traslado hasta la estación donde tenia que coger el tren, alargo el tiempo en exceso.

 

            En aquellos días de vino y rosas, que ahora podíamos llamar de vino y camelias, era frecuente la presencia en el grupo del escultor Mauro Muriedas que cuando menos lo esperábamos desaparecía de nuestro lado como atendiendo a una misteriosa llamada que atribuíamos a la maza y la gubia de su apasionado quehacer  artístico.

 

            Tendría que traer a estos recuerdos otros nombres de amigos y la descripción de hechos que se sucedieron en una deliciosa bohemia, pero iban a alargar en exceso mi tiempo de intervención en este acto. Sin embargo, no quiero terminar sin recordar una frase escrita por José Hierro, en el mismo articulo a que he hecho referencia sobre la I Exposición de Arte Montañés, que tuvo lugar en nuestra ciudad los días de las fiestas de la Patrona del año 1949.

 

            Aludiendo a la coincidencia con la manifestación artística de los actos propios en fiestas de este tipo, escribió :

 

            Esto que parece un milagro, no lo es tanto si consideramos que es en Torrelavega donde se realiza. Existe allí un envidiable ambiente artístico

La tercera versión la pueden encontrar en: