domingo, 21 de mayo de 2023

RETRATO DE INFANCIA

 

Retrato de infancia

Desde la última vuelta del camino

 


            Regresar a los años de la infancia desde la última vuelta del camino, cuando la edad nos esta recordando implacable la lejanía en que se encuentran; buscar en el poso de esos recuerdos aquellas vivencias que el paso del tiempo ha dorado... Creo que una de las actitudes mas arriesgadas que puede tener un hombre es volver la cabeza hacia su pasado para hablar o escribir de él. Aun cuando pongamos todos nuestros sentidos para separar el mundo real que nos toco vivir del que soñamos haber  vivido, no resulta fácil conseguirlo. Además, el paso del tiempo ha acumulado la nostalgia sobre ellos provocando así mayor confusión. No es fácil, no, tener la seguridad de si rememoramos son las vivencias auténticas o las realidades soñadas.

 

            Mis años de entonces están centrados en Torrelavega, interrumpidos por estancias veraniegas en Suances. Eran los días en que, ensimismado en la playa, mi alma infantil se sentía prisionera de la inmensa soledad del mar; las noches en las que una estrella era siempre algo tan lejano que podía llamarse Dios o luz misteriosa; las horas de juego en la arena donde los pies dejaban huellas que el mar robaba para esconderlas en el fondo, donde los peces nadaban sin saber para qué, igual que nuestras almas, puras todavía, volaban en el aire transparente de la tarde.

 

            Aquellas impresiones, dominadas por la fuerza atrayente del mar, me ayudarían algún tiempo después a comprender toda la belleza del poema «Pureza del mar», de Juan Ramón Jiménez.

 

            Pero no fue solo el mar quien quedó marcado en mi recuerdo de esos años. ¡Cuántas veces he recordado la impresión de la primera visita a la sala de pinturas de la cueva de Altamira! El silencioso galopar de tan nutrido grupo de animales, guiado por la mano mágica de Simón «el de las cuevas», provocó en la inocencia, del niño que yo era una inolvidable emoción. Todavía ahora, al pensar en aquella primera visita, vuelven a la memoria los momentos en que Simón, con su juego de candil y manos, hacía trotar por el techo a los animales allí encerrados. La mano del guía, proyectada por la luz, iba acariciando los bisontes amorosamente, como si de rebaño propio se tratara, para explicar la delicadeza del trazado y el relieve provocado por la mancha de color sobre la roca abultada.

 

            Es un recuerdo que aparece en mi memoria  mezclado con e de los elegantes caballitos del carrusel que venía todos los años al pueblo por las fiestas de la Patrona. Estos también andaban al galope, pero aquí entre deslumbrantes luces acompañadas por los giros de las graciosas figuras que animaban con sus movimientos el artilugio. El juego de las manos de Simón con su rebaño se une en la mente a este de los caballitos que también me maravillaba. En uno, con la oscuridad profunda que se producía cuando Simón apagaba el candil para entrar en la noche eterna en que vivían los animales; en el otro, ante aquella luz cegadora de verbena que aumentaba el hechizo en que vivía yo subido a los caballitos de cartón, que me hacía volar fuera de la realidad.

 

            De la vida cotidiana de esos años ha quedado, asimismo, grabado en mi recuerdo, el paso de la vieja escuela a la que había acudido hasta entonces, a la que inauguramos con el nombre de Colegio del Oeste. Era una nueva escuela, limpia, alegre, con grandes ventanales, por los que entraba el sol y desde los que se veían las nubes y hasta volar a los vencejos. Yo venía de unas sórdidas aulas en las que don Jorge, don Francisco, don José..., habían derrochado paciencia y sabiduría con nosotros. Venía de una escuela en la que las ventanas no solo eran angostas, sino que, además, estaban cerradas con rejas de hierro, como las del edificio de la cárcel, próximo a ella.

 

            Mis años jóvenes no eran suficientes, como hubo ocasión de que ocurriera después, para permitirme relacionar unas ventanas con las otras. Al volver ahora la memoria para tratar de recuperar estos recuerdos, me doy cuenta de que la impresión más nítida y real quedó adherida a mí entonces, quizás sea esta de los ventanales, que en el nuevo colegio iluminaban unos amplios pasillos, por los que podíamos correr y hasta oír las carreras que en los del piso de encima provocaban las niñas de mi misma edad, lo que, indudablemente, estaría añadiendo emoción al cambio.

 

            Pocos años después, en el quicio de la infancia y la adolescencia, la vida para los muchachos de mi generación iba a radicalizarse, pero esto ya se sale de los años infantiles que me han marcado para estas notas.


Publicado en:

El Diario Montañés, el 23 de mayo de 1993


 

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