domingo, 23 de abril de 2023

PANORAMA DE LA CULTURA SANTANDERINA EN LA DÉCADA DE LOS 40. Las Letras

 

PANORAMA DE LA CULTURA SANTANDERINA

EN LA DÉCADA DE LOS 40



II - Las letras

 

            Si al hablar ayer de las artes plásticas en la vida cultural santanderina de los años cuarenta, tuve que reducir mis comentarios hasta casi un esquema, como consecuencia de lo amplio del tema, la crónica en torno las letras ha de ser también forzosamente apretada, pues el mundo literario de aquellos años no fue menos intense que el de las artes. Baste citar a este fin, que en la década de los cuarenta se iniciaron, o se iniciaron y murieron, revistas y colecciones de libros tan importantes como “El Viento Sur”, “Proel”, la “Antología de Escritores y Artistas Montañeses” y “La Isla de los Ratones” y que en ese mismo tiempo se reanudó la publicación del Boletín la Biblioteca Menéndez Pelayo, después de la interrupción impuesta por la guerra civil… Que en el transcurso de los diez años, volvió el Ateneo a sus labores, que coincidieron con las del Saloncillo de Alerta y las de la Casa de Proel. Añádase a esto la creación en 1945 de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, cuyas actividades se iniciaron en 1947, con la proyección que esto representó en la vida cultural de la ciudad, así como la profusión de artículos literarios o de crítica literaria que ofrecieron a sus lectores los periódicos locales, en los que eran frecuentes las firmas de Gerardo Diego, Ricardo Gullón, José Hierro, José Luis Hidalgo, Leopoldo Rodríguez Alcalde, Marcelo Arroita-Jauregui, Enrique Sordo y las de otros proelistas.

 

            Esta enumeración a vuela pluma, aparte de poner en evidencia la necesidad de proyectarlo en una crónica resumida, es suficiente para conceder la calificación de excepcional al desarrollo cultural de nuestros años cuarenta, sobre todo si unimos ello mis comentarios de ayer referidos a las artes plásticas.

 

* * *

 

            Antes de seguir adelante, creo preciso insistir en dos aspectos, con los que fijé ayer mis propósitos. En primer lugar, que en estas conferencias trato nada más que de ofrecer una crónica de los hechos sucedidos, sin entrar en razones de por qué ocurrieron, tema que considero muy sugestivo y necesitado de sereno estudio como exige la época de que se habla. Por otra parte, también comenté en mi intervención anterior, que no pretendo una deificación nostálgica de aquellos años de que estoy hablando.

 

            La vida literaria santanderina, particularmente fecunda en la primera mitad del siglo XX, fue motivo, sin duda, para que nuestro amigo José Simón Cabarga comenzara su Historia del Ateneo de Santander, con la frase “La Montaña a sido un país de literatos y poetas.” Si llevamos esta afirmación a la década de los cuarenta, vamos a ver por las notas que siguen a continuación, que adquiere una validez absoluta.

 

* * *

 

            Empecemos hoy también por las actividades de este Ateneo, pues así podremos proporcionar a mis comentarios un orden cronológico, ya que a principios del año l939 eligió esta casa su primera Junta directiva después de la guerra civil; con ella se pusieron en marchas las labores culturales de la ciudad. Los primeros años, lógicamente, estuvieron muy mediatizadas por la política imperante y así se pudieron escuchar patrióticos recitales poéticos de tono guerrero, una interpretación partidista, y por lo tanto errónea, del pensamiento de Menéndez Pelayo, veladas en memoria de políticos, etc., actos que ayer califique de parientes pobres y lejanos de la cultura.

 

            Fue presiden de en la primera directiva el escritor Francisco Cubría, quien también asumió la de la sección de literatura. De los años que siguieron bajo esta presidencia y de la de Ignacio Aguilera, podemos destacar, en el orden literario, la presencia, entre otros, como conferenciantes o lectores de su propia obra, de Vicente de Pereda, Adriano del Valle, Rafael Calleja, Ignacio Romero Raizábal, José Luis Hidalgo, Miguel Siguan, Carmen Conde, Antonio Oliver, Gerardo Diego, Luis Landinez, Leopoldo Rodríguez Alcalde, Pablo Beltrán de Heredia, Ricardo Gullón; así como los homenajes al periodista y poeta Alejandro Nieto, en el aniversario de su muerte y a Gerardo Diego y José Mª de Cossío por su ingreso en la Real Academia Española, la velada necrológica en honor de Miguel Artigas.

 

            Si antes he hablado de la excesiva influencia de las ideas victoriosas en la guerra sobre los actos que se celebraban en el Ateneo, Justo es reconocer también que, a medida que iban pasando los años, las actividades fueron adquiriendo une cierta neutralidad, apartándose de consignas que nada tenían que ver con el fenómeno cultural. Ejemplo concluyente de esto es el curso organizado por la sección de literatura en marzo de 1949, bajo la dirección de Ignacio Aguilera, en el que se habló de Rafael Alberti, de Luis Cernuda, dos poetas malditos entonces.

 

            No se debe cerrar este brevísimo repaso a las labores literarias del Ateneo en los años cuarenta, sin hacer mención del ciclo sobre escritores montañeses, organizado también por el presidente de la sección de literatura, en el que Gerardo Diego disertó sobre Enrique Menéndez Pelayo; José del Río Sainz, sobre Eusebio Sierra; Ignacio Romero Raizabal, sobre Emilio Cortiguera; Ricardo Gullón, sobre Ramón de Solano y Leopoldo Rodríguez Alcalde, sobre José de Ciria. Aquellos de ustedes que conozcan la Antología de Escritores y Artistas Montañeses, verán que con estos nombres nos estamos moviendo dentro del índice de la misma a cuya colección volveré en su momento, con el fin de no apartarme ahora del orden que me he propuesto, para el que me atendré, en lo posible, a las fechas de iniciación de cada actividad, criterio que nos lleva ahora a Proel: su revista, su colección de libros y sus actos literarios en la Casa del barracón.

 

* * *

 

            Como muchos de ustedes recordarán, el primer número de la revista apareció el 29 de marzo de 1944, pero antes de entrar en su comentario, hagamos mención de la prehistoria en breves flash, pues fue base en cierto modo da la labor posterior.

 

            Los mismos nombres que iban a aparecer como fundadores o colaboradores de Proel, ya habían confeccionado otra revista en 1942 con el título de Novus; se trataba de una tirada de artesanía, con cinco o seis copias realizadas en una maquina de escribir portátil. De ese grupo inicial pronto se separarían Enrique Sordo y Guillermo Ortiz, quienes por su cuenta hicieron un nuevo intento minieditorial y crearon la que llamaron El timbre del despertador, editada por el mismo procedimiento que la otra. A estas actividades se hace preciso añadir las colaboraciones en la prensa local de algunos de los componentes del grupo; sobre todo de Arroita-Jauregui y de Enrique Sordo, y principalmente de Guillermo Ortiz, precoz colaborador en 1942 en El Diario Montañés,  con artículos más o menos poéticos, en general de tema religioso, que firmaba con las iniciales capicúa de GOG. Ortiz pronto se pasaría a Alerta por recomendación de José Pérez Palacios, el periodista que firmaba como “J. Chirri”, que estuvo siempre muy cerca de más hombres de Proel. En Alerta era relativamente frecuente la parición de breves columnas de Enrique Sordo, que iban sin firmar, en las que se recogían las consignas políticas del momento. En aquellos primeros años, las bien nutridas bibliotecas de Leopoldo Rodríguez Alcalde y de Ignacio Romero Raizabal, fueron la base de lectura de los futuros proelistas.

 

            Los fundadores de la revista Proel fueron Carlos Nieto, Carlos Salomón, Enrique Sordo, Luis-Jesús Reina Huerta, Marino Sánchez y Guillermo Ortiz. Así por lo menos se lee en la segunda edición del primer número, sin que aparecieran en esta cita de la revista Rodríguez Alcalde, Arroita-Jaurogui y Eduardo Rincón, que tan vinculados estuvieron a las actividades literarias de la prehistoria.

 

            Este grupo de amigos que iban a constituir la base humana de partida, se agrupaban inicialmente en sectores separados entre si; Sordo y Arroita se relacionaban los locales del Frente de Juventudes; Ortiz estaba más próximo en la amistad a Eduardo Rincón; en el Ateneo se encontraban casi a diario, Reina y Marino Sánchez; Carlos Salomón, siempre con una salud precaria, reunía en su Casa a Carlos Nieto y a Rodríguez Alcalde; este último señaló en el número ocho de  Peña Labra una fecha primera de estos contactos: el día de difuntos de 1940.

 

            El bautismo de Proel ya ha sido comentado en diversas ocasiones. Guillermo Ortiz lo contó con detalle en un artículo publicado en La Estafeta Literaria, de Madrid, del 10 de septiembre de 1944, en el que daba cuenta de la presencia de Pancho Cossío, Domingo Bedia, Danobeitia, Pedro Gómez Cantolla, Enrique Sordo y otros, en el acto de busca y captura de nombre apropiado. Estos dos últimos, Cantolla y Sordo, serían los encargados de llevar la idea a Joaquín Reguera Sevilla, quien desde el primer momento la apoyó con entusiasmo, designando como director a Pedro Gómez Cantolla, que fue el promotor de la publicación.

 

            Antes de salir el primer número se produjo una escaramuza, como consecuencia de que Polibio, el cronista local que escribía en El Diario Montañés, había tenido acceso a su contenido y blandió su espada contra el “ultraísmo”, como se llamaba desde los medios conservadores a toda poesía que se saliera de los cauces blandengues y ripiosos; pero, como era de esperar, la sangre no llegó al río.

 

            Del número uno salió dos ediciones; una primera, en pequeño formato, sin ilustración alguna, que ya llevaba en su interior el lema tomado de Góngora, “con manos de cristal, nudos de hierro”, adaptado por los proelistas. Era un cuadernillo de doce páginas, del que ocupaba la primera un breve texto de Joaquín Reguera Sevilla, en el que proclamaba que la revista no pretendía “dogmatizar en materia poética”, o, como escribió algunos años más tarde el propio Reguera, en el número ocho de Peña Labra, “no quisimos que fuese poesía sometida a consignas, en cuanto que la literatura comprometida mata la fuente de inspiración.” Después aparecería una segunda edición de este primer número, para adaptarle al formato mayor con que salieron el dos y siguientes de la primera época.

 

            Como muy bien observó José Manuel Pérez Carrera en su trabajo de tesis de Licenciatura, los pasos iniciales estaban llenos de vacilaciones, sorpresas y contradicciones, proporcionado por sus noveles colaboradores. En las páginas de estos primeros números encontramos poemas originales de los que secundaron a Cantolla en la puesta en marcha literaria de la revista y de Ángel Laguillo, Alfredo González Ollero, Felipe Mazarrasa, Luis Antonio Lomba, José María Ayestarán, Romero Moliner, Mateo José Rodríguez y José María Cañas Palacios. El Santander literario acusó la presencia de la publicación y se dividió en dos bandos, situándose tras de Polibio los contradictores. La revista llevó como subtítulo, hasta el numero tres, el de “verso y prosa”; a partir del 4 apareció como “Cuaderno de Poesía”, que iba a ser el que ostentaría en los siguientes.

 

            Este número cuatro, correspondiente a julio de 1944, coincidió con la llegada a Santander de Julio Maruri, que regresaba de Madrid después de haber cumplido el servicio militar y traía bajo el brazo Sombra del Paraíso, recién publicado por Vicente Aleixandre, con cuyo autor había hecho una buena amistad, También llegó ese verano a Santander José Luis Hidalgo, que acababa de editar en Valencia su primer libro, Raíz. Ambos se incorporaron inmediatamente al grupo Proel, así como José Hierro, que salía entonces de la cárcel, en donde había estado recluido por motivos políticos. Hidalgo y Maruri colaboraron inmediatamente en la revista, pero Hierro no vio publicados su poemas en ella hasta el número 15/17, pues hasta entonces se había mantenido contra él una dura censura por sus antecedentes políticos. Esto parece contradecir mis comentarios sobre la apertura de Reguera Sevilla y de Cantolla, pero no existe tal contradicción. Me consta personalmente, y hasta poseo algún testimonio escrito, la lucha de Cantolla, desde el primer momento, para que se publicaran los poemas de Hierro, intento en el que se vio apoyado por Reguera, pero las presiones pero sobre éste fueron muy fuertes y de altura, y no lo consiguieron hasta el segundo año de la revista.

 

            Poco a poco se fueron incorporando a sus páginas nuevos nombres de poetas del parnaso local: María Teresa Huidobro, Bernardo Casanueva Mazo, Alejandro Nieto, Ignacio Romero Raizabal y Arcadio Pardo, así como de otras partes del país, como Rafael Morales, López Anglada, Vicente Gaos, Rafael Montesinos, Carlos Bousoño y Ricardo Blasco. En el número 13 apareció por vez primera un trabajo de Ricardo Gullón, persona que iba a tener tanta influencia en el desarrollo de los números sucesivos.

 

            El 18 dedicado a Quevedo en su tercer centenario, fue un intento de Proel y sus hombres de reivindicar al poeta barroco de ascendencia montañesa. Resultó extraordinario, tanto en su calidad material como en contenido; a los colaboradores habituales se unieron los nombres de Azorín, Eugenio d´Ors, Luis Rosales, Vicente Aleixandre, José María Pemán, Manuel Machado y Concha Espina. Ricardo Gullón y José Luis Hidalgo fueron figuras decisivas en la confección de este número y ellos mismos, principalmente Gullón, llevaron a la revista a su segunda época, con formato distinto y ambiciones mayores, que la transformaron en una revista de cultura general, abandonando su limitación poética, con el disgusto de algunos proelistas. El último número, el 6 de la segunda época, del verano de 1950, fue especial y estaba dedicado en su mayor parte al arte abstracto.

 

            Pero la labor de Proel, como ustedes recordaran, no quedó limitada a la publicación de la revista. La colección de libros que salieron bajo el mismo nombre fue de enorme interés. En ella vieron la luz por vez primera, Los Animales, de José Luis Hidalgo; las ediciones iniciales de Tierra sin nosotros y Con la piedras, con el viento, de José Hierro y de Las aves y los niños, de Julio Maruri; una espléndida Antología de la poesía francesa contemporánea, de Leopoldo Rodríguez Alcalde; La orilla, de Carlos Salomón; El hombre es triste, de Marcelo Arroita-Jauregui; La prometida tierra, de Enrique Sordo; Dolor de tierra verde, la novela que había dejado inédita Manuel Llano, que fue ilustrada con dibujos de Agustín Riancho; y el libro de Eugenio Frutos, El humanismo y la moral de Juan Pablo Sartre. Este último título me permite insistir en que la apertura intelectual de que vengo hablando por parte de los responsables de Proel, no es una invención mía, pues el libro de Eugenio Frutos arropaba en su interior el texto del autor francés “El existencialismo es un humanismo”, que, como ya es conocido, no estaba autorizada entonces su difusión en España. A este detalle podría añadir algún otro en confirmación de la postura de Reguera Sevilla y Pedro Cantolla ante la censura, como el intento de editar a Miguel Hernández y una antología de poetas soviéticos contemporáneos, que no pudieron cruzar el Rubicón político.

 

            Todavía en enero de 1953 Proel editó un folleto con el texto en francés de la conferencia pronunciada en el Museo de Arte Moderno de Madrid, por Paul Guinard, en la inauguración de la exposición de Pancho Cossío celebrada en aquellas fechas. Y fuera de colección, en ejemplar único, publicaron en 1950 el libro Canciones amorosas, que llevaba poemas de María Teresa Huidobro, Manuel Arce, Marcelo Arroita-Jauregui, Bernardo Casanueva, Gerardo Diego, Pedro Cantolla, José Hierro, Julio Maruri y Carlos Salomón, con prólogo de Joaquín Reguera Sevilla, dedicado por Proel a la hija del Jefe del Estado, con ocasión de su matrimonio, del que harían después una tirada de diez ejemplares para los colaboradores de la edición.

 

            He de mencionar también las actividades literarias que tuvieron lugar en la casa de Proel. El propósito de Reguera de “abrir rutas a los hallazgos del espíritu”, son palabras escritas por é1, se vio perfectamente completado con los actos del recordado barracón. Sería suficiente para

valorarlos, citar los nombres de las personalidades de la vida intelectual española que acudieron a la casa: allí estuvieron Gregorio Marañón, Eugenio d’Ors, Camilo José Cela, Gerardo Diego, Lafuente Ferrari, Pedro Caba, José Llorens Artigas, Federico Sopeña, Regino Sainz de la Maza, Eugenio Frutos, Enrique Luzuriaga, Pedro Laín Entralgo, Antonio Tovar, Pérez Villanueva, Eugenio de Nora, José María Valverde y un largo etcétera.

 

            Mientras Pancho Cossío exponía su obra en el Museo Municipal en Agosto de 1949, Leopoldo Rodríguez Alcalde ocupó la tribuna del barracón para hablar de “Compás de espera en la poesía del mundo” y Pedro Caba dictó tres lecciones con el título general de “Arte y Poesía”. Al año siguiente expuso su poética José Hierro, con una conferencia y recital de poemas propios. La labor de la Casa de Proel se prolonga hasta 1952, como hemos visto al hablar de las artes plásticas y en esos primeros años de la década de los cincuenta, tuvo lugar allí el homenaje a Carlos Salomón, que había sido galardonado con un accésit del Premio Adonais, así como la lectura de poemas propios de Eugenio de Nora y de José María Valverde, y una conferencia de Antonio Tovar, que fue el último en ocupar aquella tribuna.

 

* * *

 

            Recuerden cómo ayer, al Hablarles de las artes plásticas, hice alusión a la importancia que tuvo para los años siguientes a los cuarenta, el empuje cultural que representó la labor realizada en aquella década. Pues bien, la existencia de Proel fue decisiva en la vida literaria de la ciudad; para algunos, como ha confesado Manuel Arce hablando de si mismo, les marcó el camino a  seguir en el futuro; para la cultura en general, fue base y punto de referencia de numerosos actos y publicaciones que aparecieron en los años próximos siguientes, como la colección de libros “Hordino”, dirigida por Carlos Salomón, de la que salió el primer número en septiembre de 1951, con un texto de José García Nieto, al que siguieron obras de Camilo José Cela, Carlos Edmundo de Ory, Miguel Ángel de Argumosa, Vicente Carredano, Charles Davir Ley y Joaquín de Entrambasaguas…; o “El gato verde” que bajo la dirección de Alejandro Gago sacó un hermoso número de una revista con el mismo título y en la colección de libros, que se inició también en 1951, con el de su director titulado Prisionero del tiempo, y en la que muy espaciadamente han ido publicándose otros, prolongándose su existencia hasta nuestros días. Otra colección de entonces fue “Tito hombre”, de la que cuidamos José hierro, Víctor Corugedo y yo, desde 1951 hasta 1954, así como los libros que se editaron bajo el nombre de “Cantalapiedra” creada en 1954 por Pablo Beltrán de Heredia y por mi, y que vivió hasta 1959.

 

            Capitulo aparte merece en esta referencia a los libros publicados en los años cincuenta, los tres que salieron en edición de bibliófilo en 1953, 1957 y 1959, de José Hierro, Julio Maruri y Vicente Aleixander, respectivamente; de los dos primeros autores, sendas antologías ilustradas por Álvarez Ortega y Pacho Cossío y de Aleixander si libro Los Encuentros, enriquecido en la portada por una obra inédita de Joan Miró. En estos libros, que causaron el asombro de los más exigentes  entendidos en ediciones de este tipo, quedó de manifiesto el buen gusto y la innegable condición de pulcro editor de Pablo Beltrán de Heredia, que ha seguido siendo una cualidad suya. Justo es señalar que en ello tuvieron parte importante los impresores hermanos Bedia.

 

* * *

 

            Cuando en mi intervención de ayer hablé del Saloncillo de Alerta, dejé para hoy sus actividades literarias. Precisamente el saloncillo Había iniciado su labor el 5 de abril de 1945 con una lectura poética de Enrique Sordo. Se trataba de su libro inédito Semillas de ensueños, al que Ricardo Gullón apostillo con atinados comentarios al final de la lectura. Una selección de este libro aparecería en setiembre del mismo año, en el número 29 del semanario madrileño Fantasía, con el título de Semilla de la noche. El libro de Sordo era triste y nostálgico. La juventud de que estaba lleno no le salvaba de la preocupación por la muerte y acusaba amplias resonancias de Vicente A1eixandre.

 

            E1 25 de mayo le tocó el turno a Julio Maruri, que leyó los poemas de lo que sería más tarde su libro primero, Las aves y los niños. Nuevamente fue Ricardo Gullón quien se encargó de valorar con su opinión la obra de Maruri y la de los demás miembros del grupo Proel escribiendo en Alerta: “Hace poco más de un año jóvenes entusiastas y llenos de fe, iniciaron en las páginas de la revista Proel una ardorosa cruzada por la poesía. Dos o tres veces, desde entonces, señalé los éxitos evidentes, los innegables adelantos que día tras día percibimos en los cuadernos publicados por ellos.” Y, concretamente, al hablar de Maruri, aseguraba: “Nos hallamos ante un poeta con voz propia.”

 

            Los proelistas siguieron pasando por el saloncillo, en el que rendían cuenta de su obra. El 29 del mismo mes de mayo, lo hizo Marcelo Arroita-Jauregui, que leyó su Cancionero de Durango, y el 21 de setiembre Leopoldo Rodríguez Alcalde ofreció una selección de poemas propios. En noviembre, José Luis Hidalgo dio a conocer a sus amigos los poemas que constituirían más tarde el libro Los muertos. El saloncillo se convirtió así en una base de apoyo a los hombres de Proel, complementaria en cierto modo de la revista.

 

            Si unimos esta actividad literaria a la que representó la de las exposiciones, de que hice mención ayer, y la que no transcendió al público de las tertulias, pero que de alguna manera influyó en el ambiente cultural local, tendremos suficientes argumentos para entender el interés que tuvo para la cultura santanderina de aquellos años el saloncillo de Alerta, labor que hemos de apuntar, en parte importante, a Francisco de Cáceres, director del periódico y anfitrión de la sabatina.

 

* * *

 

            En marzo de 1948 se difundió una circular firmada por José Pérez Bustamante, Ignacio Aguilera, Nicolás Ceano-Vivas, Francisco de Cáceres y José Luis Maruri, en la que se daba cuanta de la próxima aparición del relato inédito de Ricardo Gullón, El destello, con dibujos de Serny, con el que se pretendía iniciar la colección de libro que llevaba el nombre de “El Viento Sur”, de cuya dirección se iba a encargar Pablo Beltrán de Heredia, con Antonio Zuñiga como editor. Se trataba de una tirada limitada a doscientos ejemplares, numerados, avalados con la firma del autor y del ilustrador, apoyada en una digna calidad de papel, y en la que pretendían incluir obras inéditas de los principales autores contemporáneos. Sus creadores tenían ya en cartera, o prometidos, libros de Pio Baroja, Luis Rosales, Jorge Campos, Gregorio Marañón, Julián Marías, Jesús Pabón, Enrique Lafuente, Gerardo Diego, Vicente Aleixandre y Juan Panero, y como ilustradores contaban con las firmas de Vázquez Díaz, Joaquín Vaquero, Juan Antonio Morales, José Escassi, Pedro de Matheu y Ricardo Zamorano.

 

            El primer volumen, el de Gullón, apareció en mayo de 1948, con el título de El destello, como había sido anunciado. Era la tercera novela de su autor, escrita en los últimos días de la guerra civil, basada en recuerdos personales. Le siguió en octubre del mismo año, la versión definitiva de Soria, el libro de poemas de Gerardo Diego, que había visto la luz primera en la colección de “Libro para amigos”, de José María de Cossío, en 1923. Después publicaron Ortega y la idea de la razón vital, de Julián Marías, en el que el entonces joven filósofo dio a conocer su interpretación de uno de los fundamentos del pensamiento del maestro. Y en el mismo mes de diciembre que se publicó el libro de Marías, aparece el de Jorge Campos titulado En nada de tiempo, con el número 4 de la colección, ilustrado por Ricardo Zamorano. Ignoro por qué razones nos quedamos sin el número cinco, para cuyo lugar había sido anunciado Desamor, de Vicente Aleixandre, que en el último libro aparecido de esta colección todavía se anunciaba como “en prensa” y que no se ha incorporado a la bibliografía de nuestro reciente Premio Nobel, por lo menos con este título.

 

            El seis fue un amplio y documentadísimo estudio de Jesús Pabón, Bolchevismo y Literatura, subtitulado “La novela soviética en sus creaciones típicas”, en el que las tres partes de que se compone, “Política y Arte”, “Proletarios e Intelectuales”, y “La colectividad y el hombre”, creo que dice suficiente del atractivo interés que puede ofrecer su contenido.

 

            En abril de 1950 publicaron la obra de Gregorio Marañón, Cajal, su tiempo y el nuestro, que era reedición del discurso de ingreso de su autor en la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. Y ya fuera del tiempo de este panorama, en febrero de 1951, una edición ampliamente comentada de Noches Lúgubres, de José Cadalso, con introducción y estudio de Edith Helman. En marzo siguiente, el libro “Homenaje al Marqués de Valdecilla”, en tirada de 150 ejemplares numerados y con el nombre impreso del suscriptor, en el que se recogía e1 texto del ensayo leído por Gregorio Marañón en la Universidad de Madrid, en noviembre de 1950, en la velada dedicada a la memoria del Marqués, cuyo texto iba acompañado de breve nota introductoria escrita por Pablo Beltrán de Heredia.

 

            “El Viento Sur” fue una colección de gran categoría, no solo por la autoridad de los colaboradores, sino también por la riqueza material de los libros. Esta y otras publicaciones santanderinas de aquellos años y de la década siguiente, son las que llevaron a comentar en un acto público al exrector de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, Francisco Ynduráin, que Santander, con Málaga, eran las dos capitales de España en lo tocante adiciones de libros bellos.

 

* * *

 

            Nos queda hablar de dos colecciones también importantes: La Isla de los tones, cuyo primer número salió en enero de 1949, al que precedió en mayo de 1948 la revista de poesía del mismo nombre, y la “Antología de Escritores y Artistas Montañeses”, a la que ya se aludió, de la que el volumen inicial vio la luz en agosto de ese mismo año 1949.

 

            La revista Isla de los Ratones, fundada, dirigida y costeada por Manuel Arce, vivió desde mayo de 1948 hasta el año 1955, con un total de 26 números. Si a principio fue exclusivamente poética, poco a poco se fue abriendo a otros aspectos de la cultura. En su iniciación intentaba ofrecer a los jóvenes poetas que venían detrás de la generación de Proel, un lugar al sol de la literatura, ya que la revista creada por Cantolla había dejado su carácter primero de cobijo poético para convertirse en una publicación de más amplia base cultural. En La Isla iba a tener cabida la obra de los jóvenes que empezaban a darse a conocer entonces: Alejandro Gago, José María López Vázquez y Jesús Pardo, entre otros, con una decidida apertura hacia los poetas del resto de España. Vicente Aleixandre, colaborador en el primer número, saludó su aparición escribiendo: “una revista en otro núcleo ardido. !Cuánto esfuerzo juvenil en aras de la poesía!”. Aquel primer número contó también con la colaboración de María Teresa Huidouro, Manuel Arce, José Hierro, Gabriel Celaya, Carlos Salomón, Juan Guerrero Zamora, Jesús Pardo y José María López Vázquez incluyendo un poema de José Luis Hidalgo; llevaba un único dibuja de Miguel Vázquez.

 

            Como curiosidad anotemos que, entre las dificultades más arduas de salvar, con que se enfrentó Arce a la hora de publicar su revista, fueron las de la censura, que exigía requisitos capaces de desanimar al más entusiasta. Se precisaba permiso especial si tenía aparición periódica, si contenía más de 32 páginas, si sus hojas estaban unidas al lomo... Su director lo soslayo en los primeros números editando la revista en hojas sueltas, unidas por un cordón de color y sin mencionar la periodicidad de su salida, con lo quela legislación sobre censura autorizaba a que esta se ejerciera en las delegaciones provinciales de información, lo que siempre ofrecía alguna facilidad, por lo menos en cuanto al tiempo de resolución de los trámites. Otra anécdota digna de ser anotada es que la revista nació al mismo tiempo que la imprenta de los Hermanos Bedia, de la que después han salido tantos libros de poesía y tantas y tantas bellas ediciones. Precisamente el primer impreso que hicieron los Bedia fue el boletín de suscripción de La Isla de los Ratones  y los dos primeros números fueron compuestos a mano por Gonzalo Bedia en la imprenta en que entonces trabajaba, y por la noche les imprimieron en una máquina que habían instalado los hermanos en la casa de su padre. Las dificultades eran grandes y las correcciones de erratas no podían llevarse en forma exigente, lo que dio lugar a que el poeta Carlos Salomón la rebautizara con el nombre de “Isla de los Erratones”.

 

            Hace pocos años, el profesor Julio Neira publicó un artículo sobre esta revista en el que se resumía el contenido de los 26 números diciendo: “Poesía de nuevos creadores santanderinos, poesía de ámbito nacional, traducciones de poetas extranjeros y el arte en su doble faceta de ilustración y estudio crítico o divulgador.” Y Manuel Arce lo recordaría con esta frase: “Éramos  unos locos más a añadir a la nómina de los ya más o menos conocidos.”

 

             En las páginas de La Isla aparecieron la firma de todos; y empleo esta palabra con toda la exactitud que encierra, de tal manera que resultaría larga impertinencia por mi parte dar la lista de los colaboradores, que abarcó desde Juan Ramón Jiménez hasta los más jóvenes poetas, pasando por los del 27 y por los del 36.

 

            Manuel Arce no limitó su labor a la revista; intentó una proyección viva hacia la ciudad, que continuaba indiferente, en su mayor parte, ante las formas culturales de que estaba rodeada. Así, organizó algunos actos públicos, como el que tuvo lugar en octubre de 1948, en la Sala Mesi, desarrollando un ciclo de conferencias sobre poesía montañesa, en el que tomaron parte Rodríguez Alcalde, José Hierro, Jesús Pardo, Manuel Arce, Carlos González Echegaray , Alejandro Gago,  Patrick Moore, que se encontraba en Santander haciendo su tesis sobre Amos de Escalante, y Jooffrey Fozard. La Sala Mesi era el altillo de un bar próximo a la Biblioteca Menéndez Pelayo y según se anunciaba en el programa de las conferencias, “estos actos, que ha sido organizados por La Isla de los Ratones con la colaboración de El pobre hombre, son el óbolo al obligado homenaje que los más jóvenes poetas y escritores montañeses quieren dedicar a quienes, con su pluma, tan alta supieron elevar en gloria la poesía de Septentrión.” El pobre hombre fue una revista intentada por Enrique Sordo, de la que no salió más que un numero.

 

            Obra de gran interés de Manuel Arce ha sido su colección de libros publicada bajo el mismo nombre que la revista. Se inició en enero de 1949, con Las cosas como son (Un decir), de Gabriel Celaya, como Cuaderno número uno; sin embargo, había tenido un intento de puesta en marcha en julio de 1948, fecha en la que Arce publicó sus Sonetos de vida y propia muerte, también identificados como Cuaderno numero 1 de La Isla de los Ratones. Esta colección de La Isla ha continuado saliendo desde entonces, anotándose hasta hoy en su catálogo cerca de setenta libros de poesía a los que hay que añadir los aparecidos en las series de narración y ensayo y en la de monografías de arte.

 

* * *

 

            Hagamos en este momento un breve alto en esta enumeración bibliográfica, para hacer referencia al homenaje que se le rindió a Cocha Espina en agosto de 1948. Tuvo lugar en su residencia de Mazcuerras, con motivo del cambio de nombre de esta localidad por el de Luzmela que ella había optado en su conocida novela. Allí acudieron el Ministro de Educación, varios directores generales, las autoridades provinciales, el rector de la Universidad Internacional, artistas, poetas y otros invitados, quienes después de la imposición a la escritora de la Gran Cruz de Alfonso el Sabio, inauguraron el monumento con el busto de Concha Espina realizado por José Villalobos. Los poetas Maruri y Hierro, galardonados el año anterior con el premio Adonais, leyeron sus versos en honor de la ilustre dama.

 

* * *

 

            En cuanto a la “Antología de Escritores y Artistas Montañeses”, fue creada como ya dije en algún momento anterior, por Ignacio Aguilera, quien apoyó materialmente su salida en una abundante cantidad de papel que existía en el edificio de San Rafael, que le fue cedida por Reguera Sevilla para su proyecto editorial. Aguilera encontró también una firme colaboración en la Librería Moderna, el viejo establecimiento, regentado por Benigno Díaz, que tanto representó en la vida literaria de la ciudad. Esta colección fue un ambicioso y acertado empeño de Aguilera.

 

            La Antología llegó a publicar un total de 54 volúmenes, aún cuando el último está designado con el número 55. A ellos hemos tenido que acercarnos todos los interesados en algún pormenor de la literatura y el arte de esta región. En los estudios que preceden a cada título, se encuentran recogidas las más destacadas características de la época a que perteneció el escritor o el artista comentado, con referencias de primera mano, así como agudos juicios literarios que hacen pensar en esta colección como la consecución material de aquel proyecto acariciado por Menéndez Pelayo de la Sociedad de Bibliófilos Cántabros. 

 

            El primer número apareció en agosto 1949, obra de Leopoldo Rodríguez Alcalde sobre Luis Barreda; El último, en septiembre de 1962, con un estudio de Gerardo Diego en torno a Concha Espina. Entre estos dos, como he dicho, 52 volúmenes más, a cargo de José del Río Sainz, José María de Cossío, Vicente de Pereda, Manuel González Hoyos, Ricardo Gullón, Ramón Otero Pedrayo, Francisco Nardiz, Ignacio Romero Raizabal, Felipe Dosal, María del Carmen Pellón y Marcial Solano, en lo que se refería a estudios literarios. En cuanto a los de personalidades artísticas, estuvieron a cargo, entre otros, de José Simón Cabarga, Juan José Cobo Barquera y Manuel Pereda de la Reguera.

 

*  *  *

 

            No se puede dar por concluido este repaso a la vida literaria de la ciudad en los años cuarenta, sin citar algunos libros publicados fuera de las colecciones que he comentado, pues también ellos participaron en el desarrollo cultural de la época. Así, las novelas de Francisco Cubría y sus libros recogiendo los apuntes sobre su personaje “Nardo”; las publicaciones del Centro Coordinador de Bibliotecas, entre las que destacaremos La pintura de Eduardo Vicente,  de Gerardo Diego, texto de una conferencia de este autor en la Biblioteca José María Pereda de Torrelavega; Algunos libros poéticos del muy recordado amigo Víctor Corugedo, fallecido repentinamente no hace muchos años en Madrid; de Matilde Zamanillo, del Padre Cue, de González Hoyos; las publicaciones del Centro de Estudios Montañeses, las ediciones de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo… Para los coleccionistas de piezas raras citaré la edición pirata del Romancero Gitano,  de García Lorca, realizada por Manuel Arce, el pliego de ocho páginas con el poema “En la cueva de Altamira” de don Miguel de Unamuno; y un relato de José Hierro, “Boceto para un cuento pesimista”, que apareció en 1949, en tirada de 10 ejemplares.

 

            Pienso que este variopinto y revuelto afán editorial a que me he referido esta noche, es prueba concluyente de la inquietud que se sentía en el mundo cultural santanderino en la época los cuarenta, que he querido acercar hoy, con mis comentarios, al recuerdo de los que tomaron parte en ello, y dar cuenta de su transcendental existencia, para quienes no lo conocieron.

 

            Mañana trataré de completar y de humanizar este panorama, hablando de algunos de los nombres que tomaron parte en su creación y desarrollo.

 


 

Ateneo de Santander, 23 de abril de 1980


 

No hay comentarios:

Publicar un comentario