domingo, 16 de abril de 2023

PANORAMA DE LA CULTURA SANTANDERINA EN LA DÉCADA DE LOS 40. Las artes plásticas

 

PANORAMA DE LA CULTURASANTANDERINA

EN LA DÉCADA DE LOS 40



I - Las artes plásticas ;

 

            Como ustedes han podido leer en la convocatoria de este breve ciclo sobre la cultura santanderina en los años cuarenta, mi propósito se reduce a trazar un panorama, o crónica, que pueda proporcionar a los que no vivieron una idea suficiente sobre lo que representó aquella difícil década en la cultura de esta ciudad. Para los que fueron testigos de estos aconteceres a que me voy a referir, no pretendo más que avivar el rescoldo de la nostalgia, pues muchos de ellos podrían ocupar hoy mi puesto con mayores méritos que yo.

 

            Buscando un cierto orden en mi exposición, he dividido en tres partes el panorama que voy a ofrecerles: en la primera, hoy, hablaré de las artes plásticas; en la segunda, de las letras y, como final, en la tercera, de los hombres que intervinieron en el desarrollo de las artes y las letras, repartido todo en tres días sucesivos. Pero aun desarrollando mi intervención a lo largo de tres días y consumiendo cada día el tiempo normal que se acostumbra en estos actos, me he visto obligado a prescindir de pormenores que confío no mermen en exceso esta información. Necesariamente, el panorama va a quedar incompleto, pues sería preciso hacer mención de otras actividades, como por ejemplo los importantes actos musicales que tuvieron lugar aquellos años, pero no queda otra opción que la de cortar por algún sitio para que pueda caber todo en un prudente lapso de tiempo.

 

            Una última observación: no pretendo una deificación nostálgica de la época de que voy a hablar. Insisto en que mi propósito es solo dejar constancia de unos hechos culturales tal como sucedieron, sin cuyo conocimiento no se podrían explicar los que vinieron a continuación. Leí recientemente que “la necesaria transformación de la cultura, en ningún caso debe surgir de la negatividad total de lo construido”, frase de completa aplicación al caso concreto de mi tema.

 

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            La década de los cuarenta, no sólo en Santander, sino también en otros lugares de la geografía nacional, está esperando un estudio serio sobre sus circunstancias desde un punto de vista socio-cultural; los años transcurridos, permitirán realizarlo con una perspectiva histórica suficiente para que tenga el rigor debido. Yo me voy a limitar a hablar de lo que ocurrió y, por lo tanto, van a quedar en el aire preguntas cómo ¿por qué ocurrió? ¿Por qué en ese momento en que, como dijo el poeta, media España había helado el corazón de la otra media, se produjo en Santander aquel resurgimiento cultural tan valioso? Permítanme únicamente, aventurar una hipótesis de trabajo, con la esperanza de que sirva de acercamiento a la cuestión.

 

            Creo que en Santander, por lo menos en los aspectos que yo conozco, este resurgimiento fue el resultado del encuentro de unos hombres y unas circunstancias, pero no en el sentido más o menos restrictivo que dio Ortega a este feliz hallazgo expresivo, sino entendiendo las circunstancias como creación humana. Valga un ejemplo que vivimos entonces para tratar de aclarar mis palabras: un hombre creó unos modos de impulsar la cultura, sin restricciones ni condicionamientos, es decir, sin partidismos. A este hombre le sucedió otro que decidió avivar el fuego de la calefacción con las publicaciones a que dio lugar la labor del anterior. Son maneras significativas de enfrentarse dos hombres ante un problema, el cultural, y, como consecuencia, de crear unas circunstancias. Dichosamente para Santander, como veremos más adelante, la eficaz obra de Joaquín Reguera Sevilla, primer hombre a quien me he querido referir con el ejemplo, saltó por encima de todas las barreras convencionales con que se pretendió desvirtuarla.

 

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            Mis comentarios de hoy sobre las artes plásticas, van a estar centrados en tres actividades: las desarrolladas en el Saloncillo de Alerta, las de la Casa de Proel y las de la Escuela de Altamira, hitos indiscutibles de esos años, manteniendo in mente, y en algún momento citándolas, otras manifestaciones que no deben olvidarse.

 

            Pero, en primer lugar, aun cuando no sea más que por un deber de cortesía con la casa que hoy nos alberga, me referiré a las actividades del Ateneo de Santander, con lo que, además, no hago otra cosa que reconocer una realidad.

 

            La sección de artes plásticas del Ateneo, que fue encomendada después de la guerra civil al recordado amigo Fernando Calderón, reanudo sus labores en la inmediata posguerra dentro de unas condiciones difíciles, contra las que sus hombres lucharon con entusiasmo, situando los resultados en unos límites relativamente decorosos. Cuenten entre estas dificultades las muy duras que produjo el incendio de febrero de 1941, que si bien no llegó a destruir por completo el domicilio social, le mutiló seriamente. -Más de uno de ustedes recordaran aquellas arriesgadas escaleras por las que, después del incendio, se ascendía al Ateneo de la calle San José-. Si unimos a esto la precaria situación de la ciudad en todos los ordenes, podremos valorar con más justicia los méritos de unos hombres que se aprestaron en este Ateneo, casi heroicamente, a reanudar la vida de la entidad.

 

            Entre las actividades iniciales de la sección de artes plásticas, me complace hacer mención de una exposición de arte infantil, con motivo de la cual llegó por primera vez al público el nombre de un artista precoz, Fernando Calderón, hijo, que se alzó con el primer premio de dibujo; después, vendrían también por primera vez, la presencia de las obras de los artistas montañeses Carlos Rincón, Agustín Pardo, el caricaturista Francisco, Miguel Vázquez, José Luis Hidalgo, Julio de Pablo… Y alternando con estos nombres, las exposiciones de dos grandes de nuestra pintura: en 1942, Agustín Riancho, y en 1947 José Gutiérrez Solana, los dos autentica sorpresa y novedad para la mayor parte de los que las visitaron. Mas tarde, dos clásicos locales, Flavio San Román y Cesar Abin, a los que siguieron el murciano Molina Sánchez y el burgalés Modesto Ciruelos. En 1950 expuso aquí Pancho Cossío su no muy afortunado retrato del ministro Peña Boeuf, que hoy se encuentra en el Museo de Bel1as Artes de esta ciudad.

 

            Sin pretender hacer una exhaustiva reseña, citaré también las exposiciones de María Mazarrasa, Luis Polo, Genaro Lahuerta, Aurelio Blanco, José Moreno, Ángeles Parra, Winkelhofer y Manuel Lledías, cerrándose la década, a finales del año1950, con una exposición antológica de Daniel Alegre, en homenaje a su autor, fallecido el año anterior.

 

            He de insistir en que para valorar lo que representó esta labor del Ateneo, es preciso no perder de vista las circunstancias que se estaban viviendo. A los miembros de la junta directiva de esos años iniciales debe Santander agradecimiento por lo que representó de puesta en marcha de las actividades después de la guerra civil, que cubrieron un vacío que pudo resultar peligroso para la cultura local, aun cuando tengamos que lamentar, y sin duda comprender, que muchos de los actos celebrados eran parientes pobres y lejanos de la cultura.

 

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            Además de aquel grupo que se movía en torno al Ateneo, existía otro que podemos centrar en el diario Alerta y su director Francisco de Cáceres, que les daba cobijo en la casa donde se editaba el periódico, de cuyo grupo algunos eran los mismos que dirigían las actividades del Ateneo. Me estoy refiriendo a lo que se llamaría más tarde el Saloncillo de Alerta. Se trataba de una pequeña dependencia del edificio, situada en la primera planta, nada más subir los escalones de acceso al viejo Chalet de la calle Santa Lucia. Todos los sábados se reunían allí un grupo de amigos, con una preocupación intelectual que reportaba un alto nivel a las conversaciones que se provocaban en la sabatina. No quiero decir con esto que todo lo que se hablara lo fuese en tono doctoral, porque los que hemos tenido la suerte de ser contertulios de Ricardo Gullón, que era asiduo a las reuniones, sabemos el buen humor y la gracia con que en ocasiones salpicaba los temas mas eruditos. Allí acudían entre otros, además de los citados Cáceres y Gullón, José Simón Cabarga, Pablo Beltrán de Heredia, Fernando Calderón, María Teresa de Huidobro, Pepe Uzcudun, Felipe Mazarrasa, Ramón Bárcena, Carlos Fernández Sanjurjo, Ignacio Aguilera, José Luis Maruri, los hermanos Jesús y Fernando Gómez Collantes…

 

            De estos encuentros surgió la idea de emplear aquella reducida habitación para algo más que tertulias, y así nació el “saloncillo”, cuya época activa se alarga desde 1945 hasta 1950. La inauguración tuvo lugar con actos literarios, a los que me referiré mañana de acuerdo con el orden que me he fijado. La primera exposición estuvo a cargo de José Luis Hidalgo, quien el 19 de noviembre de 1945 colgó una muestra de su más reciente obra, compuesta por nueva retratos a lápiz y cuatro acuarelas. El bautizo del saloncillo como lugar de exposiciones, reunió a destacadas personalidades del mundo intelectual santanderino. Ricardo Gullón publicó en las páginas de Alerta un comentario haciendo referencia en particular a los retratos, entre los que figuraba uno suyo, que por generoso obsequio del retratado cuelga hoy en una de las paredes de mi casa. Simón Cabarga, que también escribió sobre la exposición, destacó en su comentario la maestría que se revelaba en las acuarelas, añadiendo en su articulo: “El saloncillo de Alerta se ha estrenado noblemente con esta hospitalidad a uno de los más sinceros valores en plena formación estética de nuestra pintura.” Era la segunda y última exposición de Hidalgo en Santander; la primera tuvo lugar, como ya hemos visto, en el Ateneo; después vendría otra en la Casa de Proel, pero esta ya a título póstumo.

 

            Las exposiciones en el saloncillo quedaron suspendidas hasta 1948. En el verano de ese año se encontraba pasando una temporada en Santillana del Mar el pintor alemán Mathias Goeritz, utilizando un estudio que había preparado para el Gustavo Gili, en su palacio del Marqués de Santillana. Por la amistad que unía al pintor con Beltrán de Heredia y Gullón, decidió exponer su obra al público santanderino. Fueron doce acuarelas que dieron mucho que hablar, de un figurativismo ingenuo lindante con el de los artistas de la prehistoria. Un avisado comentarista anunció en su columna: “Antes de indignarse con las reproducciones de los cuadros que acompañan a estas líneas, sería de desear que el lector esperase a ver los originales.” Naturalmente, surgió la indignación en una parte importante de los visitantes. Yo me acordaba, cuando aquella exposición, de la polémica que había provocado la publicación de la “Oda a Platko”, de Rafael Alberti, en mayo de 1928 en El Diario Montañés, que alguno de ustedes recordará la encendida polémica periodística a que dio lugar, en la que llegó a calificarse al poema de Alberti de tomadura de pelo. La inauguración de la exposición de Goeritz tuvo lugar el 22 de setiembre, presidida por las autoridades provinciales y fue objeto de comentarios en artículos escritos por Gullón y José Hierro. Este último, que se iniciaba entonces como crítico de arte, proporcionó en su trabajo una acertada lección sobre la que hoy todavía se puede meditar: “Frente al académico -decía Hierro-, nos gusta Goeritz, por lo que a él no le gusta; por lo que tiene de revulsivo. Frente al hombre culto, al abierto a todo soplo de novedad, nos desagrada por aquello que a él le atrae: por ser arte en que lo humano ha sido ahogado.”

 

            A la exposición de Goeritz siguió una de Julio Maruri, a quien solo se conocía como poeta. Fue inaugurada el 9 de octubre y su obra parecía estar situada en el polo opuesto de la del alemán. Y digo parecía, porque a pesar de que la representación de niños y payasos, que era el mundo que Maruri reflejaba en sus dibujos, en una primera impresión semejaba estar alejada de la muestra anterior, sin embargo, ante la agilidad y gracia con que empleaba el pincel para sus trazos, se podía rastrear en ella un común enfrentamiento con el arte. Pancho Cossío fue padrino en esta primera salida plástica de Maruri y con tal ocasión escribió unas 1íneas para el catálogo, insistiendo en la fuerza de la obra del poeta. “Un imperio le está esperando”, decía Cossío; vaticinio que fue confirmado pasados unos años: primero, en la Galería Sur, en una exposición de ceras y gouaches que presentó al público en febrero de 1958 y, más tarde, en “La Galerie”, de París, en diciembre de 1975.

 

            En un enjundioso artículo publicado por Pancho con este motivo, resumía una curiosa teoría sobre la pintura, que concluía diciendo: “Corolario de la teoría: se empieza por la gracia; con la disciplina (se refería a la Academia), se pierde la gracia; a través de la disciplina se vuelve a encontrar la gracia.”

 

            Después de Julio Maruri expuso en el saloncillo Fernando Calderón y nuevamente fue Cossío quien con un artículo periodístico hizo valer su peso especifico en el elogio a la obra de este artista. Y una firma poco frecuente en los diarios de la época, la de Pablo Beltrán de Heredia, muy involucrado por otra parte en los medios culturales santanderinos, terció también en el tema de la exposición de Calderón.

 

            El 1 de diciembre le tocó el turno a Ricardo Zamorano. Este pintor valenciano había llegado a Santander un año antes, invitado por José Hierro y por mí. Zamorano fue acogido con generosa hospitalidad en los medios del grupo Proel y la vida en la ciudad le debió de resultar muy grata, pues aquí se quedó una larga temporada. Su pintura cuando llegó al saloncillo ya era conocida por el público local, pues en noviembre de 1947 había expuesto en la sala de la Subsecretaria de Educación Popular, otro lugar de difusión de las artes plásticas que ha sido poco recordado y en el que bajo la dirección de Julio Maruri tuvieron lugar algunas exposiciones notables.

 

            El 8 de enero de 1949 se vistió de gala el saloncillo para recibir la obra de Benjamín Palencia, que llegaba a Santander con un reconocido prestigio artístico. Ricardo Gullón, testigo excepcional de la cultura de la ciudad durante estos años, dedicó un artículo a Palencia, extendiéndose en consideraciones sobre el arte en esos momentos.

 

            A esta exposición, cuyo autor se nos había presentado de vuelta de tantas maneras de pintar, siguió la de un hombre que había caído sobre la acuarela con la intención de un niño y la “santidad” de Fray Angélico. Me refiero a Manuel Liaño, el pintor autodidacta que iba a asombrar al público desde el primer momento con la delicadeza de sus aguadas. Liaño había dado sus primeros pasos como pintor en la cárcel, donde estuvo recluido, como tantos españoles de su tiempo, por motivos políticos. A José Hierro, compañero de cautiverio, le debe Liaño muchas de sus primeras pinceladas. Y fue Hierro, precisamente, quien se encargó de poner prólogo al catálogo. “La obra de Manuel Liaño -decía el poeta- está limpia de ese pecado capital que se llama literatura”, frase definitiva y definidora para las maneras acuarelísticas de este pintor.

 

            Liaño ya era conocido de los interesados por la pintura, pues, lo mismo que Zamorano, había expuesto en la sala de la Subsecretaria de Educación Popular, dos años antes. Para aquella primera exposición había escrito Julio Maruri unas líneas que aparecieron en el catálogo que, a mi juicio, no han sido superados por la crítica que ha acompañado desde entonces a su obra: “Nadie sabrá nunca -comentaba Maruri-, por que este hombre de apariencia campesina, está tocado con la gracia de un arte exquisito, la refinada acuarela. Nadie sabría descubrir tampoco, la misteriosa razón de por que el alma de un lírico se ha venido a vivir a esa tostada corteza de pan moreno que es el cuerpo de Manuel Liaño.” Este pintor ha sido pasto de líricos, quizás porque su acuarela ha estado siempre en los límites de la poesía; recuerden lo que les leí hace un momento escrito por Hierro, lo de ahora de Maruri y añadan lo que más tarde iba a decir de él Manuel Arce, quien con motivo de una exposición en la casa de Proel le llamó “cazador de nieblas”.

 

            Después de una colectiva de artistas aragoneses en mayo de 1949, vino prácticamente la clausura del saloncillo, aun cuando para ser exactos hemos de hacer referencia todavía a la que presentó Antonio Riera en Octubre de 1950, con acuarelas humorísticas de temas deportivos.

 

* * *

 

            El saloncillo de Alerta pareció cerrar sus puertas para dar paso a la Casa de Proel, que las abrió el 25 de Junio de 1949, instalado en un barracón de los construidos por el Ayuntamiento para albergar provisionalmente a los comercios santanderinos afectados por el incendio de 1941. La ciudad ya había sido reconstruida y los establecimientos mercantiles se fueron alojando en locales definitivos, dejando vacíos los barracones. Uno de ellos, situado en La Plaza de José Antonio, con entrada por la calle General Mola, fue cedido a los proelistas. La casa contaba con una sala para exposiciones, que podía ser utilizada, y de hecho lo fue, para conferencias y conciertos, y dos habitaciones destinadas a despachos. En la sala había una acogedora chimenea diseñada por Pancho Cossío, con bancos de albañilería a los lados, “al amparo de la cual y presididos por alguna alta personalidad intelectual, discutíamos libremente de todo”, según escribió algunos años más tarde su director, Pedro Gómez Cantolla. La puesta en actividad fue un alarde artístico de primera magnitud; sus paredes se bautizaron con la obra de Daniel Vázquez Díaz y la exposición se inauguro con una conferencia del profesor Lafuente Ferrari. Julio Maruri, que iba a alternar en lo sucesivo con José Hierro las notas de los catálogos, escribió para el de Vázquez Díaz: “En la fiesta con que inauguramos esta sala, no podía faltar este andaluz universal -hermano y paisano de Juan Ramón-, a quien las gracias dieron manos de oro y abundancia de bienes.” Joaquín de la Puente comentó pasados los años, refiriéndose a esta exposición: “!Qué ocasión perdida por los inversionistas y coleccionistas sitos en el señorial Paseo de Pereda y otros distinguidos aledaños! Hoy ya saben cuánto cuesta un Vázquez Díaz.”

 

            La siguió la primera muestra de becarios de Santillana del Mar, otra labor plausible de Reguera Sevilla, entre las muchas que se le deben reconocer de aquellos años.

 

            La Casa de Proel permaneció abierta hasta 1952, en que fue derribado el barracón, y en ese intervalo pasaron por ella algunos de los mejores pintores españoles del momento. La Escuela de Madrid inició su presencia con Eduardo Vicente, uno de los más representativos. Después vino la sensacional de Pancho Cossío en el Museo Municipal de Pintura, pues la casa propia se quedó pequeña para poder albergar toda la obra. Fue inaugurada el 13 de agosto de 1949, con un catálogo de excepción, en el que además de una abundante reproducción de cuadros, iban dos bella fotografías hechas por Ángel de la Hoz, un breve trabajo en francés, reproducción del que había escrito su autor Paul Fierens, para presentar una exposición de Pancho en Perís en 1929 y la introducción de Julio Maruri, quien en su escrito llamó al pintor “águila real del arte de nuestro tiempo.” José Hierro terminaba un artículo suyo publicado en Alerta en estas palabras que, tristemente, no han sido desmentidas por los hechos: “Santander no poseerá jamás un puñado de estas admirables obras. De esto no se puede culpar a nadie.” Y añadía irónicamente: “El Ayuntamiento es pobre. El Museo es pobre. Los capitalistas son pobres. Y de esto no tiene nadie la culpa.” Esta ciudad pudo comprobar antes que la mayor parte de los entendidos del ámbito nacional, que nos hallábamos ante uno de los grandes de la pintura contemporánea.

 

            Aquí es el momento de recordar que en octubre de aquel año 1949 las artes locales perdieron un hombre importante con la muerte del escultor Daniel Alegre, maestro en muchos aspectos y amigos en todas las ocasiones. A su residencia en La Ciudad Jardín fuimos algunas veces; todas las disculpas eran buenas para charlar con él y admirar un cuadro de Nonell que colgaba en una pared del vestíbulo de la vivienda. Pero, volvamos a la Casa de Proel después de este paréntesis de homenaje al amigo.

 

            Ricardo Zamorano, a quien ya hemos recordado con motivo de sus exposiciones en la Subsecretaria de Educación Popular y en el saloncillo de Alerta, mostró en Proel su obra última; una colección de veinte oleos, que tuvo el honor de albergar entre ellos una conferencia-concierto de Gerardo Diego y otra actuación del pianista Enrique Luzuriaga. A Zamorano le siguieron Francisco Arias, después Martínez Novillo y más tarde Álvaro Delgado, con lo que Proel exhibió en Santander las obras de los artistas más destacados de la escuela madrileña de pintura, que se completaría en agosto con la presencia de Menchu Gal y Luis García-Ochoa.

 

            Pero la polémica surgió y en forma airada, con la muestra exhibida por la pintora italiana Carla Prina. Un título genérico agrupaba las quince obras expuestas: “Composiciones absolutas”, inaugurada el 25 de setiembre de 1950, aquello resultaba, para gran parte del público, más intolerable que las obras que había expuesto Mathias Goeritz en Alerta. Francisco Cubría, una de las plumas más leídas en los ambientes conservadores de la ciudad, no vaciló en calificar la exposición de “embustes absolutos”; menos mal que Eduardo Westerdhal, con el peso de su gran prestigio como crítico a nivel nacional, defendió desde la páginas de Alerta, el universo de Carla Prina, con lo que , por lo menos, se sembró la duda, cosa que para aquellos tiempos ya era bastante.

 

            Detrás vino el murciano Molina Sánchez, que como escribió Joaquín de la Puente “llenó de ángeles el bienaventurado barracón” tras la borrasca provocadas por la pintora italiana. Fernando Calderón y Manuel Liaño ocuparon con su obra la primera y segunda quincena de noviembre, con la que acabaron de tranquilizar el ambiente. Calderón, recién llegado de Italia, donde había estado pintando una temporada, confirmó su excelente dominio del dibujo. Liaño, que como hemos visto ya no era nuevo en la plaza, recibió en este caso la alternativa de manos de José Hierro y Manuel Arce, ocasión en que, como ya comenté, este último le llamó “cazador de nieblas”.

 

            Obedeciendo a los límites señalados en el enunciado de este ciclo, debiera terminar aquí mis comentarios a las exposiciones de la Casa de Proel, pues con la de Liaño se cerró el año 1950, pero me parece que no debo hacerlo sin dejar por lo menos constancia de la labor desarrollada hasta su clausura en 1952, ya que estas actividades, a pesar de la fecha, han de ser consideradas como propias de espíritu de la década de los cuarenta. En un resumen apretado de ellas, anotemos la presencia de la exposición-homenaje a José Luis Hidalgo, en febrero de 1951; la de Zuloaga “El Mozo”, en mayo; en abril los hermanos Gómez Raba; después María Mazarrasa. Capítulo aparte merece la colectiva de dibujos colgada en el mes de julio, en la que se exhibió una muestra procedente de cincuenta y nueve artistas, algunos de gran prestigio, como Picasso, José Caballero, Llorens Artigas, Pancho Cossío, Benjamín Palencia, Guinovart, Maruja Mallo, Capuleto, Jean Cocteau, Ángel Ferrant, Ramón Gaya, Cristino Mallo, Joan Miró, nuestro Riancho y José Gutiérrez Solana; Tapies, Tharrats, etc. Un total de 11 obras cuyo conjunto no resulta fácil de olvidar.

 

            A esta colectiva siguieron la de la tercera y última promoción de pensionados de Santillana; más tarde, Carlos Rincón, Cesar Abín, Luis García-Ochoa y Julio Antonio, clausurando la sala José Cataluña, en agosto de 1952, con una de las escasas muestras que hemos podido ver de este pintor y que José Hierro recibió en su nota al catálogo, con un alborozado y confiado saludo. Poco después fue derribado el barracón que había albergado una empresa cultural como no se había conocido en la ciudad, con un característico aire joven lleno de vientos nuevos. Creo que no es necesario insistir sobre la transcendencia que tuvo para el mundo cultural santanderino la Casa de Proel, en la que, además de las exposiciones a que he hecho referencia, tuvieron lugar una serie de actos que por su carácter literario, hablaré de ellos en mi conferencia de mañana. Cuando hace tres años escribió Manuel Arce una breve reseña sobre estas actividades, publicada en el catálogo editado con motivo de la exposición “Santander y la vanguardia”, ya hizo notar como con la Casa de Proel, Santander se integraba al renacimiento de la pintura española después de la guerra civil.

 

            Quiero repetir, para los que lo saben y para los que lo ignoran, y para los acaso empeñados en que se ignore, que la existencia de Proel gozó de la protección decidida y entusiasta de Joaquín Reguera Sevilla, gobernador civil de Santander entonces, hombre de fina sensibilidad e inteligencia, a quien Pedro Gómez Cantolla, subjefe provincial de Falange, secundo en este menester con muy notable acierto y tacto. De Cantolla partió la idea de la creación de la revista y el fue el auténtico patrón de la aventura emprendida.

 

            No se había cerrado aun el barracón de Proel, cuando la actividad artística de Santander trasladó su foco más importante a Santillana del Mar, proyectada desde la ciudad por Ricardo Gullón y Pablo Beltrán de Heredia. Me refiero a las dos Semanas de Arte organizadas por la Escuela de Altamira que, si bien no tuvieron su residencia en la capital, aquí encontraron apoyo y reflejo.

 

            La Escuela de Altamira fue una de las mas brillantes rea1izaciones culturales de los años cuarenta santanderinos, a pesar de su carácter elitista, y es precio apuntarla también al haber de Reguera Sevilla. Así fue reconocido públicamente por Ricardo Gullón en el acto de inauguración de la Primera Semana de Arte organizada por la Escuela. Sus palabras iniciales al dictar la lección con que se abrió la semana, fueron: “Estas reuniones no hubieran podido celebrarse sin el apoyo de don Joaquín Reguera Sevilla, persona en quien artes y letras encuentran siempre patrocinio desinteresado y generoso.”

 

            La Escuela se proponía “constituir el núcleo coordinador de los esfuerzos hasta ahora realizados al servicio y en beneficio del arte actual”, según se podía leer en uno de sus textos fundacionales, para lo que pretendían llevar a cabo una serie de reuniones de diversas personalidades mundiales del arte, que tendrían continuación en publicaciones, residencias para estudiantes, museos, etc., con base en Santillana del Mar. Pero como todos los propósitos humanos, terminó con los hombres que lo plantearon, con su dispersión y, sobre todo, con la marcha de Santander de Reguera Sevilla, al cesar como Gobernador Civil.

 

            Aun cuando el currículum de la Escuela pudiera parecer demasiado breve (que realmente lo fue si lo comparamos con los proyectos iniciales), se hace precise valorar debidamente la transcendencia de la obra que llegaron a realizar, que alcanzó especial resonancia, incluso a nivel internacional. En los encuentros de Santillana del Mar, en setiembre de 1.949 y en el mismo mes de 1950, tomaron parte también algunas figuras locales de las artes y las letras, que salieron de ellas enriquecidos culturalmente y en algunos casos particulares, proyectados hacia una continuación de lo allí tratado.

 

            La Escuela fue una idea del pintor alemán Mathias Goeritz, a quien ya hemos recordado con motivo de la exposición en el Saloncillo de Alerta. De las reuniones en su estudio con el pintor mejicano Alejandro Rangel, la historiadora Ida O´Gorman y Pablo Beltrán de Heredia, saldrían los primeros pasos de los que iba a ser la Escuela de Altamira. A estos se unieron muy pronto Ricardo Gullón y el escultor Ángel Ferrant. La idea y los proyectos se consolidaron y del 19 al 25 de septiembre de 1949 pudo celebrarse la Primera Semana de Arte, que estableció su cuartel general en el Parador de Gil Blas. Para estas fechas, su creador, Mathias Goeritz ya no estaba en Santillana, pues se había visto obligado a salir para Méjico el día 1 de setiembre, con el objeto de hacerse cargo de  una cátedra de historia del arte en aquel país, no sin antes haber realizado por encargo de Reguera Sevilla un cartel sobre el tema de las Cuevas de Altamira, que fue editado con texto en varios idiomas para emplearlo como propaganda. Su mujer, Mariana, hizo una serie de fotografías de las que algunas pasaron a ilustrar la admirable obra del profesor Lafuente, El Libro de Santillana.

 

            A primera semana asistieron el arquitecto e historiador del arte, Alberto Sartoris, el profesor Lafuente Ferari, los críticos Sebastián Gasch, Ricardo Gullón, Rafael Santos Torroella, Eduardo Westerdhal y Luis Felipe Vivanco; los artistas Pancho Cossío, Antony Stubbing, José Llorens Artigas, Ángel Ferrant, Eudaldo Serra, Ted Dyessen y Jesús Otero. No acudieron por causas ajenas a su deseo, Eugenio d'Ors (que en diciembre siguiente pronunciaría una conferencia en la Cámara de Comercio de Santander organizada por la Escuela), tampoco Joan Miro, Ben Nícholson, Bárbara Hepworth y Wili Baumeister, a quienes se Consideraba como miembros fundadores. Allí estuvieron también, como miembros activos, José Hierro y Julio Maruri y la figura imprescindible de Pablo Beltrán de Heredia, coordinador del desarrollo adecuado de los actos. La sesión inaugural tuvo lugar dentro de las cuevas de Altamira y después serían marco para las distintas ponencias, La biblioteca del Palacio de la Infanta Paz de Borbón, el estudio del palacio de la Archiduquesa Margarita de Austria y el Palacio del Marques de Santillana.

 

            La segunda semana, como ya he indicado, se celebró en setiembre de 1950 y a la lista de las personas que acudieron a la primera se unieron la pintora Carla Prina, esposa de Alberto Sartoris, Cícero Dias, pintor brasileño, el también pintor Willi Baumeister, el crítico de arte Joan Teixidor, y los pintores Tapies y Cuixart. Faltó en este segundo encuentro Pancho Cossío, que por motivos personales se separó de la Escuela. El programa resulto tan sugestivo como el de la primera reunión y fue preparado por Beltrán de Heredia con e1 mismo acierto y cuidado. La inauguración tuvo lugar en el Claustro de la Colegiata con una conferencia a cargo de Sartoris y para los actos que siguieron fueron utilizados los mismos lugares de reunión del año 1949. El jardín del Parador, donde se hospedaban los participantes, era lugar de conversaciones por las mañanas, don se discutían las ponencias presentadas el día anterior.

 

            Como índice del interés de estas reuniones, habida cuenta de la categoría personal de los asistentes, veamos algunos de los temas tratados: “Ideas sobre Altamira y el arte moderno”, “Clasicismo de Altamira”, “El arte no figurativo actual y sus antecedentes”, “Situación del arte abstracto”, “Sentido transcendental del arte contemporáneo”, “La crítica de arte y sus problemas”, “La génesis de la creación artística”,… títulos que creo que nos dicen bastante sobre el contenido de los encuentros.

 

            La labor de la Escuela se prolongó en sus publicaciones. En la serie “Monografías de la Escuela de Altamira”, aparecieron tres trabajos en 1951: uno sobre el ceramista Llorens Artigas, escrito por Sebastián Gasch; otro de Luis Felipe Vivanco sobre la arquitectura de Alberto Sartoris y un tercero, en torno a la obra escultórica de Ángel Ferrant, por Ricardo Gullón, en bellas ediciones impresas por los Hermanos Bedia bajo la dirección de Beltrán de Heredia. En la serie “Textos y Conferencias” solo vieron la luz dos títulos: “No hay tal prehistoria”, resumen de la conferencia de Eugenio d’Ors a que he hecho referencia y “La esencia humana de las formas”, de Ángel Ferrant. En dos volúmenes publicados en 1950 y 1951, fueron recogidos los textos de las ponencias y conversaciones de las dos semanas. Estas publicaciones y la del único número de la revista Bisonte, pretendido órgano informativo de la Escuela, que salió entre una y otra semana, constituyen hoy auténticas joyas bibliográficas de muy difícil adquisición.

 

            Entresaquemos algunos párrafos de las conclusiones de la Escuela a que llegaron los reunidos, para tener una idea aproximada de sus orientaciones:

 

-       La Escuela se acoge al signo de Altamira, por considerarle símbolo de arte vivo, de arte fuera del tiempo histórico, de arte por encima de todo nacionalismo.

-        La noción de abstracción va unida al concepto de necesidad artística. La obra de arte tiende a integrar en un orden de innumerables formas, la realidad estéticamente incompleta de la naturaleza.

-        La tentativa de vulgarizar el Arte y la Cultura es síntoma de crisis. Esta tentativa surge cada vez que el hombre se encuentra en una encrucijada histórica.

 

            Creo que son muestras suficientes para entender en qué terrenos teóricos se movían los miembros de la Escuela de Altamira; también nos sirven para comprender por que, aparte de los hombres de Santander ya situados en terrenos artísticos avanzados, el resto, a pesar de la amplia y puntual información de la prensa diaria, vivió de espaldas a estas actividades de Santillana del Mar.

 

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            Para los que se sentían inquietos y desasosegados con la vida artística local, tanto el saloncillo de Alerta, como la Casa de Proel y la Escuela de Altamira, fueron revulsivos importantes que les pusieron en un camino nuevo, cuyo resultado se refleja en el mundo del arte de la década siguiente, la de los cincuenta. Así, por ejemplo, en julio de 1952, Manuel Arce abrió su prestigiada galería SUR, que continua desde entonces manteniéndose en el mismo alto nivel artístico con que empezó; en junio de 1954, Fernando Baños y Ángel de la Hoz fundaron la sala DELTA instalada en El Sardinero, con un breve pero interesante itinerario de exposiciones a lo largo de cuatro temporadas veraniegas; y en 1955 y siguientes, Manuel Docal, con su galería DINTEL, aportaría el conocimiento pictórico de algunas de las mejores firmas del momento.

 

            Como les dije al principio, mi propósito no ha sido otro que exponer ante ustedes un apretado panorama del desarrollo que tuvieron las artes plásticas en la década santanderina de los años cuarenta, sin pretender profundizar en el por que, ni presentarles el ambiente social en que se produjo, pues, como hemos visto, el tiempo no daba para mas. Pienso que ha sido suficiente para que no ocurra, como me sucedió no hace muchos días, que un amigo, al enterarse de que iba a hablar de este tema, me dijo: ¿Pero es que en Santander hubo algún asomo de cultura en aquellos años?

 

            Mañana completaré el panorama hablando de lo que fueron las actividades en referente a la vida literaria.

 


Ateneo de Santander, 23 de abril de 1980


 

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