sábado, 29 de mayo de 2021

Carlos Mirapeix

 


    No resulta fácil escribir sobre la obra que nos deja el amigo muerto. Si de pintura se trata, como es el caso que nos fuerza hoya hacerlo, el comentario tendría que ser forzosamente subjetivo, pero ¿cómo puede guardarse la ecuanimidad a escasas semanas de la dolorosa partida definitiva? Cuando todavía nos está punzando en el corazón la triste noticia, ¿cómo se puede conseguir aislarse de la obra que estamos contemplando, que sabemos realizada por la mano yerta para siempre? Si en nuestro discurrir sobre cualquier obra artística hemos venido insistiendo en que no puede ser separada del hombre que la realizó, en circunstancias como la que hoy nos convoca es fácil comprender que su personalidad ha de gravitar más agudamente sobre nuestra mente y que el equilibrio y la serenidad se nieguen a acompañarnos.

 

         Las vivencias que nos han quedado de la proyección humana de Carlos Mirapeix han de envolver nuestras. reflexiones sobre su pintura, a pesar de nuestro afán subjetivo. No es posible aislar, como en ensayo de laboratorio, su obra pictórica.

 

         Yo recuerdo ahora la primera exposición suya que vi, colgada en la sala de la Biblioteca José María de Pereda, de Torrelavega, al alimón con Manuel Liaño. Mirapeix exponía dieciséis acuarelas. Más tarde volvería a la misma sala, ahora solo, con veinticuatro obras. Fueron años en que la vida resultaba más cómoda y el pintor se prodigaba con ese dibujo preciso que siempre dominó en sus cuadros, con esa preocupación por la acuarela limpia, en una exigencia que a veces enfriaba el resultado. Desde aquellas fechas mis relaciones con Carlos Mirapeix fueron frecuentes, y pude comprobar en numerosas ocasiones sus buenas condiciones. Hombre de una personalidad acusada, la llevaba en ocasiones hasta extremos que a quienes no le conocían bien les podrían parecer, a primera vista, de un yo desmesurado. Nada más lejos de su manera de ver y entender el mundo y a sus semejantes, como lo pueden atestiguar, entre otros, tantos y tantos de los obreros que estuvieron a sus órdenes. Esta misma generosidad la llevaba a su obra pictórica, en la que el color, rico y certero, dominaba sobre un dibujo rigurosamente ajustado. En sus paisajes no encontraréis problemas; todo en ellos resbala por la placidez del momento en que los situó en el papel o en el lienzo; son como una compensación de las jornadas laborales, a veces difíciles e ingratas, que encontraban su sosiego en las horas en que se sentaba ante el caballete.

 

         Una de sus mejores virtudes como artista era el seguro conocimiento que poseía del lugar que ocupaba en el «escalafón» de los pintores. Conocía sus limitaciones, que es una de las difíciles «técnicas» a alcanzar en este oficio y a veces se sobrepasaba en esta subestimación en perjuicio propio, lo que le hacía retraerse y esconder su obra del público. La última vez que colgó un cuadro en una exposición fue el otoño de 1975, en un homenaje colectivo de los pintores locales al subdirector del Museo del Prado, don Joaquín de la Puente, celebrado en el Museo Solana, de Queveda. Puedo asegurar, que con una sinceridad absoluta, cuando le pedí un cuadro para colgarle en esta exposición, intentó excluirse con argumentos casi infantiles y me costó cierto esfuerzo convencerle de que debía acudir. Esta fue la más hermosa condición de Carlos Mirapeix artista: la honestidad con que realizaba su obra pictórica y, sobre todo, la personalidad que se escondía agazapada tras ella, en una honrada posición de hombre que supo hacer del arte un complemento de la vida profesional y que si no llegó a ocupar un lugar más alto en el «escalafón» fue porque otras obligaciones, que desde su sentido humano de los problemas consideró siempre primordiales, le impidieron dedicar a la pintura las horas necesarias para ello, ya que condiciones para conseguirlo le sobraban.

 

 

Publicado en:

La revista “Sniace. Nuestra vida social”

Nº 154, mayo-junio 1976

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