Hace ya 42 años que Aurelio García Cantalapiedra leía estas líneas en la inolvidable Sala de Arte Espí de Torrelavega con motivo de una exposición de Agustín Celis.
REVELACIÓN DE MOZARTH
Cuando los propietarios de la Sala Espí me pidieron que presentara la carpeta Revelación de Mozarth, con el poema de Gerardo Diego que lleva este título y diez aguafuertes de Agustín Celis, traté de negarme, si bien es cierto que con poca fuerza, porque la petición partía de ellos además, se trataba de Gerardo y de Agustín. Sin embargo, pienso que aquel débil intento de rechazo estaba obedeciendo a un consejo del subconsciente.
Yo conocía el poema que se reproduce en la carpeta, pero no había visto la interpretación plástica del pintor. El poema, por sí solo, ya entraña dificultad para los no conocedores a fondo de la vida del músico y hasta que leí un articulo de Carlos Murciano publicado en 1976, comentándole, no pude dejar suficientemente claras las veladas alusiones mozarthianas que contiene. Mi subconsciente insistía advirtiéndome del peligro. La sensibilidad de Celis habría rizado el rizo de su arte ante tema tan subyugante; ¿sabría yo ponerme a la altura que las circunstancias iban a requerir?
Se me ofrecía una golosina: como puno de partida el mundo de Mozarth llevado al pentagrama poético por Gerardo Diego, a lo que tenía que añadir mi recuerdo de la visión reciente -en el otoño último-, de una exposición de Celis en Santander a la que el artista llevó “Paisajes de la imaginación”.
La duda me volvía a asaltar: ¿Debería yo meter mi palabra entre la del poeta-maestro y la del maestro-pintor? Me impuse como condición no entorpecer su presencia; que mis palabras fueran apenas susurro acompañante, suave eco de violines mozarthianos para el verso
Pocos días después pude contemplar una carpeta y el asombro presentido se confirmó. No podía añadir nada a lo que estaba ante mis ojos, ni interponer mis comentarios entre esta realización espléndida y el espectador. Recordé el verso de Juan Ramón, “No lo toques más, que así es la rosa”. La realidad escapaba a las palabras. El primer verso del poema parecía escrito para esta edición: “Todo es divina superficie…” Mis largos años metido en la vida de las ediciones colaboraban en la admiración. Hermosos espacios blancos, de un blanco purísimo, daban realce al contenido gráfico; la impresión, pulcra; la tirada de los aguafuertes, impecable; el estuche, un acierto, digno del contenido. Estaba ante una joya bibliográfica.
Yo había preparado unas notas sobre la obra gráfica en general: que en 1789 se había creado la Calcografía Nacional; que en España no se había prestado la debida atención al grabado, del que no han estado ausentes los grandes de la pintura; que ahí está Goya y sus Caprichos, y sus Desastres, y sus Disparates; que Miró viene estampando obra gráfica desde 1930; que Picasso, que Ricardo Baroja, que Solana, que Chillida… Tenía anotado también que en 1975 el profesor Lafuente Ferrari se quejaba del poco favor que la gente concedía a este arte, y decía que hay que “lograr dar vida -son sus palabras-, a ediciones selectas ilustradas por grabadores originales.”
Al llegar a mis manos esta carpeta que hoy os presento, me di cuenta de que era preciso tirar todas aquellas notas, porque no se podía enfriar este acto con una información más o menos erudita. Además, aquí estaba la contestación de Agustín Celis al profesor Lafuente; aquí estaba la edición selecta, ilustrada por un grabador original.
Me dejé llevar, ir de vuelo, como escribió San Juan de la Cruz y repite Gerardo Diego en su hermoso poema. Gocé de los versos del poeta y de la interpretación plástica del artista; añadí la música de Mozarth, escuchado el disco gramofónico que se ofrece en la carpeta.
“Todo es divina superficie, todo
humanidad profunda. Mozarth vivo,
pintura vegetal, hoja aplicada
a una pared, él y el misterio
del vacío infinito…”
Os he leído los versos con que comienza el poema, en los que hallaréis el arranque de los aguafuertes y hasta de algunas de las pinturas que hoy nos rodean: divina superficie, hoja aplicada a una pared, vacío infinito… Después de vista la exposición y, sobre todo, pasando entre vuestras manos estos aguafuertes, os sonarán -como a mi me ocurrió-, a delicada música interpretada. Gerardo, el pintor y Agustín, el poeta, me dije. Si leéis el poema y contempláis las estampas que le ilustran y completan, comprenderéis por qué digo esto.
Celis ha pasado de aquel intento de síntesis de un mundo tecnificado que representaba su obra de hace bien pocos años, obra, por otra parte, siempre cercana a los problemas del hombre, a los “Paisajes de la imaginación” en estos aguafuertes de la carpeta, en los que el espacio es su centro; el espacio con su atracción y su misterio, con toda su poesía, sin abandonar la humana realidad, a la que ahora se acerca por vía de lo místico.
¿Qué le ha llevado al pintor a este abandono -por lo menos ocasional-, de lo terrestre, para refugiarse en el “vacío infinito”? Todo artista, cuando lo es de verdad, vive refugiado en sus hondas meditaciones, que a veces no son tan suyas, pues se lo dan por añadidura y obedece a la llamada de su arte que le ordena y manda. No sé cual será el próximo paso de Agustín en el campo artístico; posiblemente ni él mismo lo sepa en estos momentos, ni le preocupe, pues no en balde se hace camino al pintar, pero lo que si sé es que, por cualquier senda que se oriente triunfará, como hasta ahora, porque le acompañan imaginación, sabiduría plástica y sensibilidad artística.
El mes pasado expuso Celis en la Galería Kreisler Dos, de Madrid; un crítico pudo hablar entonces, ante la presencia de su obra, de “sucumbir ante los encantos de la pintura-pintura” Dejémonos nosotros también sucumbir ante esta exposición, ante estos aguafuertes, pues nuestro espíritu nos lo agradecerá. Entreguémonos a este aire nuevo, fresco, limpio, que a manos llenas nos ofrece su autor en esta primera muestra individual en Torrelavega, que tanto tenemos que agradecer a él y a la Sala Espí.
Leído en la Sala Espí de Torrelavega.
30 de abril de 1979