martes, 3 de diciembre de 2019

Eduardo Pisano


--> Hoy, 3 diciembre, se inaugura en la Casa de Cultura Hermilio Alcalde del Río, una exposición del pupilo de éste, Eduardo Pisano. Desde este blog nos unimos al homenaje publicando las palabras que leyó su amigo Piti, en otro que se celebro el día 8 de julio de 1986 en los Salones de la Caja de Ahorros de Torrelavega.


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Eduardo Pisano



            Hablar aquí, en Torrelavega, de los valores humanos de Eduardo Pisano, creo que puede resultar ocioso, sobre todo ante la mayoría de las personas que han acudido hoy a este acto. Muchos de los aquí reunidos le conocisteis como nosotros dos, por lo que las palabras que vais a oír quizás os resulten nada más que una confirmación de lo que ya sabéis.

            Los organizadores de este acto conocían que esto iba a ser así y no lo desconocíamos nosotros al aceptar el participar en él. Pero, aceptamos el hacerlo porque si se iba a hablar de Pisano en su vertiente artística a lo largo de este mes de homenaje que le rinde Torrelavega, entendíamos que la efemérides quedaría coja, amputada en este caso de lo que puede ser la glosa de su costado humano. Sí, como en todos los artista, la pintura de nuestro común amigo está plasmando materialmente la expresión de su gran sensibilidad, no se puede olvidar, ni en esta caso ni en ningún otro similar, que detrás de aquella mano que ejecutó la obra, había un ser humano. En el resultado plástico que es el cuadro de un pintor, cuando las pinceladas son sinceras, se está reflejando la complejidad de un espíritu que, además de pintar, vive y convive. Meditación ésta que destaca como muy válida si nos referimos a Eduardo Pisano.

            Para situar de entrada esta manera de ser y estar en la vida del hombre, del artista a quien hoy recordamos, me voy a permitir recurrir a un texto publicado el 3 de abril de 1936, hace pues medio siglo, escrito por José María Cañas Palacios, quien, también como Eduardo, fue a morir fuera de España. Cañas era contertulio nuestro en la Biblioteca Popular y conoció muy bien al pintor. En un párrafo de aquel texto se lees “Del trato con Pisano sólo tenemos la agradable impresión que nos produce su carácter alegre y leal, libre de dobleces, limpio de hipocresías, encubridoras de lo malo o de lo servil. Y es que en él -continúa Cañas-, todo es emoción noble, tanto en el arte como en los múltiples aspectos de la vida.”

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            Creo recordar que conocí a Eduardo Pisano en el año 1933. Sí estoy seguro, de que en 1934 frecuentábamos los dos la Biblioteca Popular de Torrelavega, donde se afianzó nuestra amistad rodeados de libros por todas las partes, escuchando conferencias y admirando exposiciones de arte. Y, sobre todo, hablando de lo divino y lo humano; con preferencia de esto último.

            Si el hombre al nacer trae consigo ciertas posibilidades, estas necesitaran después un ambiente propicio para desarrollarse. Las de Pisano encontraron en la Biblioteca Popular el clima donde crecer y ennoblecerse.

            Desde finales del siglo anterior existía en Torrelavega un entusiasmo y ambición de progreso verdaderamente excepcional. Los hombres que regían los destinos locales o que podían influir en la vida del pueblo desde sus profesiones o cargos públicos, se vuelcan en este afán de engrandecimiento. Parece que todo estaba respondiendo a un reto al que los vecinos  de la villa estaban dispuestos a hacer frente. Los comerciantes se afanan por hacer crecer sus negocios; surgen industrias; los profesionales ponen su saber al nivel preciso para que pueda ser útil al resto de los vecinos. Como consecuencia, surgen centros de enseñanza, entidades culturales, agrupaciones musicales… Cuando Eduardo Pisano viene al mundo en 1912, la Escuela de Artes y Oficios que creara don Hermilio Alcalde del Río en 1892, llevaba ya veinte años de vida, proporcionando a una parte importante de la población, unos conocimientos y un grado de civilización que no son frecuentes en localidades similares.

            Y cuando Eduardo alcanza la edad en la que puede sacar partido de este clima cultural, se encuentra también con una entidad, la Biblioteca Popular, que iba a resultar fundamental para su formación, tanto artística como humana. Si en la escuela de Artes y Oficios fue muy significa para él, y para los demás alumnos, la presencia de don Hermilio con sus orientaciones pedagógicas, que me atrevo a asegurar estaban más cerca de los valores del ser humano que de los del arte, en los hombres que regían la marcha de la Biblioteca encontró una confirmación y apoyo valioso para desarrollar aquella orientación didáctica que se había iniciado de la mano de Alcalde del Río.

            Eduardo Pisano fue un alumno aventajado de ambas entidades. Tanto lo ético como lo estético, calaron profundamente en su alma y todos aquellos que tuvimos la suerte de convivir con él entonces y de conocer el ambiente cultural en que se formó, somos testigos de como aquellas posibilidades personales encontraron un campo fértil en donde desarrollarse.

            Pronto lo íbamos a ver, pues enseguida empezó a mostrar al público el resultado de su inquietud artística. Al principio, en exposiciones colectivas de artistas locales, organizadas por la citada Biblioteca, que tuvieron lugar en noviembre de 1929, enero de 1931 y enero de 1932. En el verano de este mismo año tomó parte en una también colectiva que se presentó en la Feria de Muestras de Santander bajo el nombre de Arte Regional. Su primera exposición individual tuvo lugar el 27 de enero de 1933, a base de una colección de dibujos a pluma, que mostró en el salón de la Biblioteca Popular, tomando parte este mismo año en otra colectiva local. La que se puede considerar como punto de partida en su carreta artística fue la exposición de marzo de 1936, en la misma Biblioteca, en la que destacaban una serie de retratos al oleo.

            Yo tenía entonces 14 años. Eduardo era hombre ya en edad militar y además, pintaba y había estudiado arte en Madrid y conocía el Museo del Prado. Todo esto daba lugar a que sintiera por él, aparte del afecto mutuo que se iba creando entre los dos, una gran admiración, tanto por el artista como por el hombre con el que compartía muchas horas del día. Por entonces me hizo un retrato, pintado al oleo sobre un tejido de arpillera, que por suerte todavía conservo. Por cierto que la pintura había quedado sin firmar y cincuenta años después quedó terminada, según escribió el artista sobre el lienzo en 1984 acompañado de su firma.

            En setiembre de 1934 habíamos visto en el salón de la Biblioteca Popular una espléndida exposición de la obra de José Gutiérrez Solana, que sin duda, fue el punto de partida del que hacer artístico de Pisano, marcado, a partir de entonces, por los negros solanescos que pasaron a ocupar un espacio importante en su paleta. Después vendría otra de Antonio Quirós y en más de una ocasión las que presentó en el mismo lugar Ricardo Bernardo, que a todos nos harían reflexionar sobre la importancia que el buen dibujo tiene para el pintor. Pisano sacó un buen provecho de estas exposiciones ante las que nos mostraba su entusiasmo de artista.

            Pero su dinamismo le llevó a más. Fue vocal de la Junta Directiva de la Biblioteca; gracias a él se organizó una sección de Amigos del Arte en la misma entidad; fue el principal promotor de las sucesivas exposiciones de arte infantil que tuvieron lugar en aquel centro. Recuerdo ahora un acto organizado por Pisano, en colaboración con Julio Mayora, que resultó uno de los más sobresalientes que tuvieron lugar entonces y con mayor aceptación del público: un homenaje a Gustavo Adolfo Bécquer en el centenario de su nacimiento. Y me alegro de haber recordado este acto no solo porque forma parte de la pequeña historia de la vida de Eduardo, sino porque me permite citar a Julio Mayora, uno de los buenos amigos de Pisano durante tantos años, que tendría que haber sido incorporado a estos actos.

            Eran aquellos años de vino y rosas que, como he escrito para el libro que se ha publicado con motivo de este homenaje al pintor y al amigo, siempre los he recordado con profunda nostalgia, nostalgia que compartíamos Eduardo y yo en cuantas charlas sosteníamos en las visitas que nos haría pasados los años con motivo de sus escapadas de París.

            En aquellos años treinta que vengo recordando, Eduardo vivía con su madre y hermanos en el Caserío del Alto de San Bartolomé, dedicados todos al quehacer de la floricultura. Allí tenía instalado su estudio y allí le vi pintar por primera vez. A las horas vespertinas de nuestros encuentros en el Caserío, seguían, en las primeras de la noche, las reuniones en la Biblioteca Popular. Desdichadamente, pocos de los contertulios de entonces podemos volver hoy sobre aquel recuerdo. Nuestros maestros en estas reuniones, a cuya sabiduría y calidad humana nos acogíamos, han precedido todos a Pisano en la hora de la muerte: Gabino Teira, Pedro Lorenzo, Alfredo Velarde… el más reciente, Fermín Cianca… ¡Qué de cosas aprendimos con ellos! Entre los discípulos distinguidos también hay muertos, como José Luis Hidalgo y José María Cañas Palacios.

            Leo párrafos de mi escrito que os he citado: “Eduardo alternaba en esos años el bello oficio de floricultor con la pintura” como escribiera Alfredo Velarde en enero de 1936 para el catálogo de una exposición de Hidalgo. En más de una ocasión vi entonces a Pisano con un hermoso ramo de tulipanes, escogidos entre los que más destacaban de los cultivos familiares, para obsequiar a la señora de alguno de los maestros con ocasión de señalada ceremonia. ¡Cuántos recuerdos ahora en la memoria! Las horas de la muerte llegan siempre coronadas con horas de la vida para hacer más dura la separación definitiva.

            Esta presencia nuestra ante Vds., en la tarde de hoy, nos ha obligado a Manolo y a mí a recordar y a evocar, un poco deshilvanadamente, aquellas circunstancias en torno a Eduardo Pisano, constatando cómo estos recuerdos se nos presentan siempre acompañados de momentos lúdicos, que tratan de enmascarar la realidad de su personalidad humana. Pero nada más que engañosamente, porque bajo una aparente superficialidad, animada de risas o dichos ocurrentes, quedaba escondido siempre un hondo y serio sentido de la existencia. Ya desde entonces, desde aquellas horas en el Caserío y en la Biblioteca, llenas de vivencias para los que quedamos, su charla incansable llevaba siempre consigo una oculta contradicción, que discurría entre él y el mundo que se le acercaba. Tenía la costumbre de ilustrar la conversación intercalando versos de poetas admirados, que evidenciaban esta contradicción. Estrofas de Antonio Machado, o de Alberti y Lorca, escapaban de sus labios con fluidez,  confesando situaciones ocultas de su alma. “Por qué me miras tan serio, carretero. Tienes cuatro mulas tordas, un caballo delantero, un carro con ruedas verdes y la carretera toda para ti, carretero ¿qué más quieres?” Le oí muchas veces estos versos de Alberti, que encerraban la referencia a una auténtica manera de ser y de estar. O, como me recordaba Manolo Teira estos días, las patéticas estrofas de El Cristo de Velázquez de Unamuno, que Eduardo llenaba de un profunda sentido trágico. Pero a veces se arrepentía de desnudar su alma y enseguida añadía, burlescamente, como para borrar la realidad despertada por los versos anteriores: “También don Francisco de Goya y Lucientes bebía vino”, muletilla con la que desvirtuaba la situación que se había creado, delatadora de una serena pero agónica felicidad.

            Enseguida vinieron los años de la guerra civil y con ellos la ausencia de Eduardo de Torrelavega. Cuando menos lo esperábamos aparecía en la tertulia de la Biblioteca Popular, en una escapada de los frentes de combate de Campoo, frecuentemente acompañado de Mauro Muriedas. Fueron aquellos momentos duros para todos. La espontanea y contagiosa alegría de Pisano parecía haber desparecido. Hablaba seriamente de lo que estaba ocurriendo y de lo que iba a poder ocurrir. El mismo fue una de las víctimas. Tuvo que abandonar su Caserío y los tulipanes. Marchó más tarde a Francia. Todo fue allí más duro. Ni las cuatro mulas tordas, ni el caballo delantero, ni el carro con ruedas verdes… Como los demás hombres del exilio y del llanto, tuvo que empezar a hacer camino al andar.

            Aquella felicidad que había quedado atrás, era ahora añorada desde un extraño París. Habrían de pasar unos años para unos años para que Pisano volviera a pintar; volviera a vivir, porque para el vivir era pintar.

            Regresó por primera vez a Torrelavega en 1953, con motivo de la muerte de su madre, a quien Eduardo adoraba. Hasta entonces poco supimos de su existencia en Francia. La visita a París de algún amigo común, o las noticias familiares, nos hacían saber que vivía, que pintaba. Uno de estos amigos me trajo un día un cartón pintado al óleo por Pisano. Era la cabeza de un torero gitano, en negros, rojos y amarillos. Ahora ya sabía, por lo menos, cual era su camino por el arte. Cada una de estas muestras que fui conociendo después se me antojaba como la confirmación de una lucha en su destierro, lucha que yo presentía. Los payasos de sus cuadros hacían llorar más que reír; los toreros nunca parecían destinados a alcanzar la gloria en su oficio; las empolvadas mujeres, de colores violentos en su maquillaje, también nos hablaban de una triste infelicidad. Pronto empezó Eduardo sus visitas a Torrelavega y lo hacía con la risa abierta, con pasión en la relación con los amigos, delatada por la alegría que provocaba el encuentro.

Aurelio García Cantalapiedra
Torrelavega, 8 de julio de 1986

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