NOTAS DE APROXIACIÓN A
CASIMIRO SAINZ Y AMANUEL SALCES
Vuestro
Alcalde ha tenido la gentileza de invitarme a ocupar esta tribuna, en los
momentos de las fiestas patronales de la ciudad y yo no he vacilado en aceptar,
preparando un trabajo que pienso que pueda resultar grato a los oídos de los
habitantes de Reinosa. Se trata de unas notas de aproximación a Casimiro Sainz
y a Manuel Salces y están concebidas como homenaje de admiración hacia el
pintor Ramón Muñoz Serra, cuya magnífica exposición acabamos de inaugurar.
No
he vacilado en aceptar, como os decía, en primer lugar porque creo que nadie
debemos negarnos a una llamada que tenga carácter cultural y en segundo
termino, porque la invitación partía de Rodríguez-Cantón y esto para mi implicaba
ya una obligación ineludible a la que era preciso hacer frente. Hace años que
conozco a Cantón y se de su dedicación entusiasta y de su preocupación por todo
aquello que esté relacionado con la cultura de Reinosa. He estado al corriente
de su labor en este sentido, que tendría también la proyección siempre
fatigante, y en ocasiones ingrata, de hacer una revista periódica. Son méritos
que yo se que se reconocen en él, pero me creo en el deber de resaltarlos
porque es justo y a veces necesario. Les aseguro que este esfuerzo de Reinosa
en las últimas décadas, ha trascendido más allá de vuestras hermosas montañas;
el Ebro y el Besaya no solo han bajado agua por sus cuencas: con ella ha bajado
también el eco de este quehacer espiritual y en la brecha de tan encomiable
actividad, siempre se ha reconocido la mano del que hoy es vuestro Alcalde.
Ese
entusiasmo que le desborda, ha sido, sin duda, el que le ha llevado a invitarme
a hablar en esta Casa de Cultura, sin meditar debidamente el que pueda haber
algún mérito por mi parte para hacerlo en tan señalada ocasión. Pienso, en mi
descargo, que todos y cada uno de nosotros podemos, recíprocamente, enseñarnos
algo, aun cuando venir a hablar aquí de Casimiro Sainz y de Manuel Salces
resulte un poco como aquello de llevar hierro a Bilbao. Yo les ruego que tomen
mis palabras como el deseo
ferviente de provocar el que Vds. y yo dediquemos un tiempo de estas fiestas a
recordar a los dos maestros del paisaje. De todas las maneras, vayan sobre las
anchas espaldas de Rodríguez-Cantón los minutos más o menos pesados que les voy
a proporcionar.
* * *
Cuando
desde las tierras bajas de la provincia, de las que vengo, se sube en el otoño
en busca de la meseta y se acerca uno a Campoo, hay un momento en que el
paisaje cambia totalmente, no solo en cuanto a color, sino también cuanto a los
elementos que le componen. Se dora la luz y la naturaleza se torna en amarillo;
una mano misteriosa limpia el aire y todo resulta estremecedoramente
transparente. Entramos de pronto, en el reino del paisaje, de la claridad
sorprendente; los árboles son arboles y las veredas, veredas. Canta el sol con
fuerza y el gris desaparece. El horizonte se alarga, surgen los álamos y unas
montañas lejanas, azules, cierran el contorno. Por esto, la retina de los hombres
de Campoo aprende, desde que se abre al mundo, que aquí la luz es luz en todo
su esplendor y en toda su belleza. Lamentamos que nuestra opinión en este sentido
difiera de la de nuestro buen amigo José Simón Cabarga, quien en el meritorio
libro que dedicó hace unos años a Manuel Salces, decía que la retina
campurriana está habituada a la luz gris. Aun cuando lleváramos nuestro
comentario al invierno, sería preciso reconocer la fuerza luminosa de lo blanco
resplandeciente que envuelve, también en esa época, a estas tierras.
Si
pensamos que esto es así, si pensamos en la singularidad de vuestros campos,
¿qué de extraño tiene que consideremos al campurriano como un ser consustancial
con su paisaje? Los hombres somos esclavos de la geografía. El mar, dicen que
hace marinos; ascetas, la meseta; la montana, soñadores; el gris de las
nieblas, hombres melancólicos. Allí donde la luz es reina, nacen los hombres
del paisaje. Campoo es paisaje y sus hombres obedecen a esta regla que les
modela. Ved, sino, una página escrita por un campurriano de pro, por uno de los
vuestros, en el que el paisaje ha pesado hondamente; Miguel Ángel García Guinea,
a quien me refiero, escribió un día estas líneas: “El fervor, casi la locura,
que yo he tenido y tengo por las montañas, por los montes cargados de robles,
por los hayedos que yo descubría en tardes inenarrables, se debe, casi en su
totalidad, al contacto íntimo, continuo, directo y hasta enervante con este
mundo natural…” Y más adelante: “… los ríos, este río Hijar que oiría
despeñarse desde su misma cuna, el fervor de lo limpio, de lo salvaje y lo
puro; los hayedos solitarios y húmedos, por donde el sol entra apenas tamizado
de luces, la tranquilidad suficiente para pensar en el misterio del mundo…”
Estas
palabras son solo una muestra, pero distinguida, de cómo un hombre de Campoo siente
el paisaje; una demostración de lo consustancial que es la devoción por él en
los habitantes de estas tierras. Podríamos, incluso, llegar a decir que de tal
manera se vive aquí el paisaje, que sus habitantes se sienten parte de él; que el
hombre de Campoo es paisaje en su paisaje.
Después de escritas estas notas, ha
llegado a mis manos el magnífico programa de fiestas que ha editado el
Ayuntamiento de Reinosa y he podido ver, con satisfacción, la confirmación de
estas palabra en algunos de los trabajos que se publican en el mismo. Saturnino
Diez, por ejemplo dice… (leerlo)
Habéis
escuchado antes que leíamos esta frase “por donde el sol entra apenas tamizado
de luces”; con ella hemos añadido un nuevo elemento en este andar forzosamente
apresurado que nos hemos propuesto. ¿No quiere decir esto impresionismo? Cuando
el maestro Ortega define el impresionismo, dice que el mundo con él se
convierte en una superficie de valores luminosos. “Las cosas que empiezan aquí
-leemos a Ortega- y acaban allá, son fundidas en un portentoso crisol y
comienzan a fluir las unas por dentro de los poros de las otras.” Joaquín de la
Puente, uno de los más concienzudos historiadores que tenemos hoy del arte, escribió
que el impresionismo capta la luminosidad atmosférica en vibrantes materias
pictóricas y sus seguidores pintan, por encima de todo, paisaje.
Con
las palabras que anteceden, tenemos ya ante nosotros el paisaje y la forma
impresionista del paisaje. Pero antes de seguir adelante, hagámonos una nueva
consideración, de pasada, como tantas cosas que hemos de tocar hoy sin poder
extendernos en ellas. ¿Por qué en nuestro tiempo, con tanta insistencia, el
paisaje en la pintura? ¿Por qué no aparece claramente, cómo tema único del
cuadro, hasta hace poco más de un siglo? Cuando
el hombre sensible empezó a notarse acosado por la máquina y sus consecuencias,
no le quedó más opciones que retornar a la naturaleza. Si hoy volvemos la
mirada alrededor, a las proximidades nuestras, comprenderemos mejor la necesidad del paisaje. Cuando todo lo que
nos rodea es asfalto y cemento, se hace más necesario el aire libre. “Pintar,
sentir, contemplar y vivir paisajes, es realidad muy de nuestro siglo”. He
recurrido nuevamente a Joaquín de la Puente con esta cita para testimoniar mis
palabras. Tan poco es preciso entrar en
la historia de la pintura para
confirmarlo; el paisaje esta ahí desde hace un siglo y poco más. Su comienzo
está al alcance de la mano.
* * *
A
fuerza de resumir en exceso, pienso que haya podido quedar un tanto confuso lo
comentado hasta el momento. El tema es amplio y no es posible otra cosa en el
tiempo que nos hemos fijado, por lo que me van a permitir que vuelva sobre ello
con un pequeño esquema en el que apoyarnos para seguir adelante con más
comodidad.
Primero:
Hemos hablado de Campoo,
calificándolo de reinado del paisaje.
Segundo:
Nos hemos referido al
hombre de Campoo, de quien hemos dicho que era
consustancial con su
paisaje.
Tercero:
Hemos dicho también que la luz
hace el paisaje de Campoo y que la luz en el paisaje hace de este una realidad
impresionista.
Pues
bien, en la conjunción de estas tres coordenadas tenemos situados a nuestros
dos pintores, Casimiro Sainz y Manuel Salces, que nacen y se alimentan de
ellas; Podemos decir en este momento que les tenemos fijados en el espacio.
Para completarlo, vamos a situarlos ahora en el tiempo.
1.853:
Nace Casimiro Sainz
1.857:
Carlos de Haes se hace
cargo de su cátedra de la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, de Madrid
1.861:
Nace Manuel Salces.
Entre
el nacimiento del uno y del otro pintor, se nos ha colado, como de rondón, una
fecha (1857) y un nombre (Carlos de Haes). Este año y este nombre habrían de
ser el punto de arranque para la pintura española del paisaje. “La pintura
montañesa -dice José Hierro- inicia su despegue y afirma su personalidad,
después del magisterio de Carlos de Haes.” Todos habéis oído hablar de él. Había
nacido en Bruselas y muy joven le trasladaron a Málaga; era, pues, un bruselés
recriado en Andalucía, con portentosas dotes de pintor y sobre todo, de
maestro. Unos años de estudio en el extranjero le permitieron traer a España un
nuevo concepto del paisaje, triunfante entonces en Inglaterra y en Francia. El
paisaje académico -piensen en pórticos y columnatas, en musas y deidades-, había
prescrito en Europa ante el empuje de Turner, interprete apasionado del
natural. Haes nos trajo este paisaje nuevo y sus alumnos bebieron en sus fuentes.
Descubridor del paisaje español, fue el primero que con sus discípulos y su
caja de colores, se adentró por los Picos de Europa. Entre estos alumnos
sobresalió Casimiro Sainz, quien siguiendo el camino aprendió de él, realiza sus
obras al aire libre, convirtiéndose en un impresionista verdadero, aunque sin
las exaltaciones cromáticas del impresionismo francés, pero siempre dentro de
un sensible lirismo y amor y respeto por la naturaleza.
En la Historia de la Pintura
Española, de Lafuente Ferrari, podemos leer que Casimiro fue uno de los pocos
discípulos de Haes de quien podemos decir que superó al maestro.
Si
exceptuamos a José de Madrazo, montañés nacido en Santander en 1781, podemos decir
con toda exactitud, que Casimiro es el iniciador de la pintura montañesa del
paisaje y a José de Madrazo podemos dejarle al margen con toda tranquilidad,
visto desde este ángulo, porque fue un pintor de corte y cortesanos; eso si, un
gran pintor. Retratista de príncipes y personales de su época y aún cuando en
esto es maestro, e incluso digno continuador de la gran escuela española del
retrato, su vinculación a esos temas y a la herencia de los pintores españoles
que le precedieron, le excluye de la particular montañesa del paisaje.
Pero
aquí nos salta otra pregunta: ¿Se puede hablar de una escuela montañesa de
pintura en el amplio sentido que ello arrastra? El profesor Lafuente Ferrari dice
que en puridad no, pero añade: “de lo que no tengo duda es de que los pintores
montañeses tienen entre si rasgos comunes que permiten su agrupación y dan
valor a la consideración del conjunto.” Y a continuación nos habla de como se
dan en ellos ciertas notas de fantasía y auténtica originalidad, que llegan a
veces al rango de genial. “Lo que me parece que puede ligar a estos hombres
-escribe Lafuente- es más que una tradición escolástica inexistente, la insobornable
personalidad, su brava independencia -cántabros, al fin-, su escasa voluntad de
conformismo.” Citemos nuevamente a José
Hierro, quien al definir el arte montañés como el resultado de someter la
realidad a depuración, dice textualmente: “Todo ellos (los artistas), quedan
agrupados en dos grandes zonas, en una entrarán los que como Casimiro Sainz, conciben
la pintura como un menester en el que interviene, sobre todo, la retina y en la
otra podemos incluir a cuantos piensan que la pintura es ante todo, cosa mental.”
A
nuestro Casimiro Sainz podemos encajarle perfectamente dentro de la línea que
fija el profesor Lafuente Ferrari; ya hemos visto como le cita José Hierro como
ejemplo de una de los dos vertientes en que el considera orientada nuestra
pintura. Nosotros creemos que para este encasillamiento de Casimiro, han de
tenerse en cuenta no solamente los cuadros que nos dejó, sino los atisbos, la
anticipación a una pintura que no se hacía entonces y que el presentía. Es este
un punto que no se suele tocar cuando se valora la pintura del de Matamorosa.
Aun cuando parece que no es lícito hacer elucubraciones y sacar rotundas
conclusiones sobre lo que hubiera podido ocurrir si su vida hubiera alcanzado
una edad normal, creo que es oportuno dejar aquí constancia de ello, Ya Elías
Ortiz de la Torre aludió a esto cuando escribió su importante trabajo sobre Agustín
Riancho. Tengan en cuenta que el pintor de Entrambasmestas no fue el genial
Riancho hasta los últimos decenios de su larga vida. No me resisto a la
tentación de establecer una breve relación temporal entre los dos pintores,
porque puede resumir y equiparar en justicia su obra.
Riancho
nació el año 1841 y murió en 1929; vivió, pues, 88 años. Sus paisajes, verdaderamente
revolucionarios desde el punto de vista pictórico, no empezaron a salir de su
paleta hasta 1888, cuando tenía ya 47 años; es la fecha en que regresa a su
pueblo natal, desengañado del mundo. Casimiro, que hemos visto nació el año
1853, muere en 1898, de 45 años de edad; a estos 45 años de vida hemos de
restarle por lo menos un decenio, en que su mente quedó anulada por la locura;
es decir, su lucidez, alcanza solamente 35 años de existencia. Es más, Riancho
no llega a ser el paisajista que hoy valoramos hasta los 60 años de edad,
cuando consigue superar el realismos que le amarraba; antes de estos años, la
notación detallada de sus obras no exenta de ciertas delicadezas, no va más
allá de lo que había conseguido Casimiro Sainz con su dulce lirismo en casi la
mitad de tiempo vital. Si se admitieran así las comparaciones, nos quedaría un
salto grande de años a favor de Casimiro, que fue una de las más exquisitas
sensibilidades pictóricas que se dieron en nuestra pintura del siglo XIX. Cuando
Ortiz de la Torre se refiere a este aspecto en los dos pintores, escribió: “No
creemos justo el paralelo que se ha hecho algunas veces entre Riancho y
Casimiro Sainz, con desventaja para este último, sin tener en cuenta que el
primero fue un hombre vigoroso y longevo, en tanto que el segundo vivió lleno
de achaques y murió a los 45 años de edad. Para proceder con justicia, habría
que comparar los cuadros de Casimiro con los que pinto Riancho en su juventud y
de este juicio comparativo no saldría ciertamente victorioso el pintor de
Entrambasmestas.”
Mientras
que Casimiro murió siendo un pintor del siglo XIX, Riancho saltó dentro del XX,
con todas las consecuencias que ello implica en los dos casos.
El
hombre Casimiro Sainz, fue un poseso, un tocado por lo demoniaco en el sentido
transcendente de la expresión: “El demonio -escribe Stlfan Zweig-, empuja al
ser hacia lo peligroso, hacia el exceso, al éxtasis, a la renunciación y basta
la anulación de si mismo.” Las sucesivas enfermedades que jalonan la vida de
Casimiro desde el ataque de cólera a los dos años de edad, hasta la locura
definitiva, van fijando su mente y dando forma a un espíritu que se agudiza
hasta extremos inverosímiles, que lindan, al final, con la anulación del yo.
Nuestro pintor puso el arte por encima de su vida y la poesía de su arte por
encima de la realidad. “Solo lo raro -dice Zweig- ensancha nuestros sentidos,
solo ante el sacudimiento crece nuestra sensibilidad. Por eso lo extraordinario
es siempre la medida de toda grandeza.”
Casimiro
es el gran sensible. Las horas de inmovilidad forzosa a los quince años, cuando
padece la dolencia de una pierna que le dejaría cojo, señalaron su futuro:
contemplativo, reconcentrado, lector asiduo de la Biblia, se salvó por su espíritu
ansioso de belleza y arte. En 1872, a los 20 años de edad, sufre el primer
ataque de locura del que logra reponerse aparentemente, y a ello sigue un
decenio de enfebrecido trabajo; concurre a las exposiciones nacionales, consigue
algún premio y pinta, pinta con fiebre de tiempo que se le acaba.
No
son suficientes, normalmente, treinta y cinco años para hacerse un pintor. Ya lo
hemos visto. Riancho precisa llegar a los cincuenta para empezar a encontrar su
personalidad; hasta los 69 años no pinta el famoso cuadro “La Cagigona”.
Casimiro el de “El nacimiento del Ebro” cuando todavía no ha cumplido los 35.
En ambos cuadros queda resumida la obra de cada uno en su aspecto comparativo.
A Riancho, como hemos comentado, le permitió la vida trabajar cerca de veinte
años más.
El
final de Casimiro Sainz lo sabéis todos. El sanatorio del Dr. Ezquerdo, en Madrid,
fue residencia para sus sueños enajenados y algunos pequeños brotes de lucidez.
Otro hombre de los vuestros, Demetrio Duque y Merino, escribió en 1890, cuando
el pintor arrastraba su locura en Chamartín: “Allí está satisfecho y alegre, sin
recordar siquiera su profesión de artista.” Vean en esta frase la gran tragedia
en todo su alcance. El genio que se había adueñado de su espíritu, le había
hecho al final la gran jugada, abandonándole. Estaba “satisfecho y alegre”, sin
recordar que era un artista. ¿Queréis mayor tragedia?
* * *
El
tiempo se nos va sin dejarnos apenas sitio para ocuparnos de Manuel Salces.
También me voy a permitir aquí establecer un cierto paralelismo, esta vez entre
Casimiro y Salces, que nos pueda llevar a resaltar las diferencias y afinidades
entre uno y otro.
Mientras
que Casimiro, como hemos dicho, es un exaltado, un poseso, en el que la vida,
al parecer por una circunstancia fortuita, se orienta decididamente hacia el
arte, sin concesión de ninguna clase, en la trayectoria vital de Salces podemos
encontrar un constante refrenarse frente a tentadores desmanes. Simplificando
la expresión podemos decir, para entendernos mejor, que Casimiro fue un
romántico y Salces un clásico; pero no tomen esta definición en su forma
absoluta, porque en el fondo en los dos latía un espíritu romántico. Me estoy
refiriendo a la forma en que ambos enfrentaron los problemas externos encontrados
a su paso. Casimiro, si es preciso, los salta; Salces, se detiene y se resigna.
La
vida de Manuel Salces, en principio, es la de un campesino de su tiempo. Como a
Casimiro, le sugestiona la naturaleza, pero su espíritu más equilibrado que el
de su paisano -de aquí lo de clásico-, le permite dominarla. Salces nació en
Suano en 1861; es pues, 8 años más joven que Casimiro. Cumple el servicio
militar, es labrador, cantero y carpintero. Se casa, tiene hijos. De carácter
tímido, refugia sus ilusiones y sus sueños en las pequeñas tablas que va
pintando y en los dibujos que llenan sus horas de descanso de las jornadas de
panllevar. Pero no podemos olvidar que es un espíritu sensible, que envuelto en
la rudeza de una vida de trabajo, enfajada en un orden establecido por una
familia que ha constituido y que respeta, precisa, sin embargo, desahogarse. Surge
la dualidad. En la biografía de Salces que escribió Simón Cabarga, podemos
encontrar numerosos comentarios documentados, que dibujan con claridad esta
manera de ser del pintor. En una de sus páginas leemos: “Nada puede afirmarse con
certeza sobre el origen y el curso del hondo proceso espiritual; mas parece natural
admitir como una de sus causas principales, sino única, del hecho, el poder de
la sugestión de la naturaleza que le rodeaba cayendo como una gran claridad
sobre su espíritu elegido.” Observemos cómo enlaza esta opinión del autor
citado con nuestros comentarios iniciales. La naturaleza, con toda su fuerza,
operando sobre el espíritu, modelando el alma; en este caso, actuando, sin
duda, sobre un hombre hipersensibilizado, potenciándole. Pero Salces es un
reprimido, ya lo hemos dicho; su biografía es una lucha dolorosa entre el deber
cercano, acuciante, y el sueño. Los hallazgos que su paleta va descubriendo en
el lienzo con sobria y sabia maestría, le dicen que hay algo más allá que la
prosa que le rodea, pero renuncia. Gracias a los amigos que le empujan, se decide
a exponer en Madrid en la nacional de 1897 y después en las de l899 y 1901, que
le proporcionan menciones y comentarios muy favorables. Estas salidas también
le procuran una clientela que le permite ver la vida con más tranquilidad. Es
posiblemente su época más serena y placida. No necesita más. Casimiro sin duda
hubiera roto con estos lazos invisibles y cómodos y hubiera pedido más y más a
su demonio; no sabemos si refugiándose en la soledad de su pintura, como
Riancho, o luchando abiertamente en el mundo del arte. Salces se conforma. Vive
en la capital de la Montaña, asiste a tertulias, se siente admirado y escuchado
en el circulo provinciano. En 1914 expone nuevamente en Madrid y repite la
suerte en 1919. Es el momento en que se produce el hecho transcendental en su
vida, de abandonar Campoo, la provincia, para asentarse en Madrid. No me atrevo
a aventurar razones para esta decisión tan fuerte, pero me supongo que tuvo que
haberlas muy sólidas.
En
el verano, Salces vuelve siempre a su Campoo natal, donde hace acopio de
apuntes que desarrollará más tarde en el sosiego del estudio madrileño. Y pinta
al aire libre, en las afueras de la capital. La luz de Madrid es también luz de
meseta y el aire es limpio como el de su tierra. Casimiro y Salces se debieron
de sentir muy a gusto pintando allí, pasando al lienzo paisajes que les
recordarían, en cierta manera, los campurrianos. El día uno de diciembre de
1932 murió con la misma serenidad con que había vivido.
Hombre
de fina sensibilidad, nos dejó reflejada en sus cuadros la naturaleza con
minuciosidad y primor. Si volvemos a ese paralelismo vital del que hemos
abusado un poco, intentando situar a Riancho, Casimiro y Salces en las tablas
de la pintura, podemos resumir diciendo que entre Riancho y Casimiro se nos
interponen los cortos años de vida de este último para establecer una
comparación correcta, pero no deja de observarse en Casimiro signos de
genialidad y fuerza que permiten apreciar una ruta imaginaria posiblemente muy
cercana a la del maestro de Emtrambasmestas. Salces, con una vida larga,
mantiene en sus obras una dignidad constante, sin sobresaltos, sin que se
produzca en ella la evolución que se aprecia en la de Riancho, lo que le deja
un poco fuera de lugar en la historia de la pintura de este inquietante siglo
XX que estamos viviendo. Lafuente dijo de él que: “incorporó a su obra
conquistas del impresionismo, sin servil discipulado, para seguir cantando la
tierra natal o los aledaños de Madrid en cuadros de intimidad delicada y efusiva,
de suaves verdes y finos grises.”
Me
resisto a creer que Salces no conoció la pintura de Casimiro, como se viene
afirmando con frecuencia. El pintor de Matamorosa fue figura sobresaliente en
la vida de Reinosa y no faltaría gente enterada que pusiera ante los ojos de Salces
algunos de los cuadros que aquél pintó.
No
debo cerrar estas notas de aproximación a los dos artistas campurrianos, sin resaltar
que con estos dos excelsos pintores no se ha agotado la serie de intérpretes de
nuestro paisaje. La escuela paisajística montañesa no se ha perdido, a pesar de
que las corrientes modernistas en el arte parecen alejarse por otros caminos.
Yo creo que, en realidad, este alejamiento ha sido más aparente que real. La no
figuración o la figuración subjetiva, lo que han hecho es aportar nuevas
calidades y nuevas maneras de representación del paisaje, cosa que siempre es
sana. Recordemos cómo hace unos minutos hablábamos de la revolución que impuso Turber
en el hacer europeo del paisaje. Hemos hablado del Riancho de la primera y de
la última época y de la distancia que media entre los dos desde el punto de
vista plástico. En el arte, como en las demás actividades del espíritu, el
hombre precisa seguir adelante; y seguir adelante no es continuar siempre por
el mismo camino. Antonio Machado nos dijo: “se hace camino al andar”. Aún
cuando suene a sacrilegio artístico, digamos que la perfección repetida, la
perfección constante, no solamente hastía, sino que los años la hacen perder
categoría de tal. En cada época de la historia se produce una conjunción de
circunstancias que la modelan y la hacen distinta a la anterior; ni mejor ni
peor; ni más bella ni menos; simplemente distinta. Y ay de aquél que no sea
capaz de comprenderlo.
La
escuela paisajista montañesa continua y se ha adaptado a la sensibilidad del
hombre de hoy, que es complejo, desasosegado, acostumbrado a vivir en un
planeta en el que la sorpresa surge cada día. Al compararle con el de los años
de Casimiro y Salces, saltará inmediatamente la diferencia que los condiciona.
Julio de Pablo, por citar un ejemplo de paisajistas montañeses actuales, se ha
planteado el problema desde esta orilla; los bellos paisajes marinos de Muñoz
Serra, cuya exposición acabamos de inaugurar, también están dentro de la
concepción de hoy, responde a la sensibilidad del hombre actual. Por otra parte
y concretándonos a Campoo, podemos decir que cada ve que un hombre de estas tierras se ha visto impulsado por el
demonio del arte a coger los pinceles en la mano, se ha podido comprobar como
la constante hombre-paisaje persiste. Me estoy acordando ahora, especialmente,
de una exposición que tuvo lugar en Torrelavega el año 1949. Eran tres
campurrianos los que ofrecían al publico casi las primicias de su arte; Enrique
García Guinea, Manolo Ortiz y Balbino Pascual, y recuerdo perfectamente cómo
cantaba la luz en sus cuadros. En una nota impresa en el catálogo de 1a
exposición, escrita por Luis Landinez, se leía: “Pues Campoo y, concretamente,
Reinosa, tiene ya tradición pictórica. Paisajes. Presidida, iniciada, por
Casimiro Sainz.” De los tres, solamente hemos visto después cómo se ha ido
desarrollando la obra de Balbino Pascual, en una línea ascendente de dominador
del paisaje. ¡Cuántas veces hemos comentado con él la ausencia del mundo artístico
de los otros compañeros!
Leído en la Casa de
Cultura “Sánchez Díaz” de Reinosa
19 de septiembre de 1974