La pintura de Esteban de la Foz
Esteban de la Foz expuso por primera vez en Torrelavega -y creo que única hasta esta de la Sala Espí-, en mayo de 1954. Han transcurrido pues, veintiséis años que para él significan haber doblado su edad de entonces, con toda la importancia que es preciso dar a un período tan largo para la obra de un artista. Era aquélla una exposición de dibujos a la encáustica y si no la primera de su vida, fue una de las primeras. Antes sólo había mostrado dos óleos en una colectiva de Santander, de los que uno le adquirió el Museo Municipal de Pinturas en un alarde de inteligencia y de oportunidad, y la misma exposición de Torrelavega la había exhibido en la Sala Sur en fecha inmediatamente anterior.
Recuerdo los problemas de calidades que se planteaba el pintor: unos rojos inquietantes, azules tenebrosos, verdes oscuros tratados con el nerviosismo que provoca la indagación. Ya entonces, el sagaz crítico de arte que es Leopoldo Rodríguez Alcalde, percibía en las obras de Esteban lo que de misterioso v poético llevaban consigo. Al contemplarlas ahora podemos comprobar que el mundo intuido por Rodríguez Alcalde se ha confirmado: que el mundo en el que se ha debatido la sensibilidad del artista a lo largo de cinco lustros es ese mismo, lo que nos demuestra palpablemente que estos cuadros de hoy no son fruto ni de la espontaneidad, ni del hallazgo fortuito, ni mucho menos del capricho. Son el resultado de muchos días de investigación en la misma línea: de muchas horas ante el lienzo depurando conceptos, buscando la belleza limpia.
Una colectiva
Al año siguiente, 1955, cuelga sus obras en una colectiva de pintores de Santander, organizada por la Sala Dintel en Comillas. Allí se dieron cita algunos de los grandes de la pintura montañesa actual: Enrique Gran, Ángel Medina, Eduardo Sanz, Agustín Celis, Julio de Pablo... Entre la exposición de Torrelavega y la de Dintel en Comillas, viajó por Francia, de donde se trajo una serie de dibujos a la cera que expuso en la Galería Altamira, de Madrid.
Esto no es más que la prehistoria del pintor. Sería largo enumerar lo que sucedió después: exposiciones, viajes por el extranjero... Las pinturas negras de Esteban de la Foz han paseado ya por el mundo su categoría; están colgadas en importantes museos; son codiciadas por los más exigentes coleccionistas. He dicho pinturas negras. Puede ser que negra sea la primera palabra que superficialmente salta a nuestra mente, provocada por una retina inicialmente engañada si por negro entendemos la negación del color. Pero dejémonos subyugar por estos cuadros, olvidemos lo que es la obra bien hecha a juicio del buen burgués. Será entonces el momento en que empezaremos a comprender el valor cromático que se encierra detrás de esa aparente uniformidad plástica; será la ocasión en que empezaremos a gozar de su tersura, de la calidad del color, de las formas ocultas tras ello. Nuestra visión de primer requerimiento empezará a sentir una intranquilidad que no sabemos cómo nos llevará sin esfuerzo y con placer infinito hacia el más alto concepto de la belleza. Ya no podremos desprendernos fácilmente de su atractivo, porque la sensibilidad de cada uno se sentirá drogada y un nirvana tendido entre el mundo de la realidad y el del ensueño se habrá adueñado de nosotros.
Misterio
Las pinturas aparentemente negras de Esteban de la Foz, aparentemente negadoras del color, habrán cobrado todo su esplendor colorístico, sobrio pero subyugante, misterioso pero realista a la vez, con ese realismo que quisiéramos que inundara el mundo para ver si saltaba para siempre, hecha pedazos, la mediocridad circundante. Porque el mundo cada día está más necesitado de estas dosis de misterio que nos rediman de la banalidad. Estos cuadros están llenos de misterio tras esos negros que no son negros para ojos que saben ver, porque allí el negro adquiere una dimensión que jamás tuvo desde la obra gloriosa del genial Goya y de la del no menos genial Riancho.
¡Qué gran labor en este camino la de la pintura de Esteban! Ante cada cuadro todos podemos permitirnos la libertad de mostrar sin pudor; la parcela de sentimentalismo que llevamos dentro; llenar cada lienzo con nuestras propias nostalgias, con nuestros ensueños. La visita a esta exposición es un paseo por el bosque encantado, que ya habíamos perdido la esperanza de hallar y que ahora se nos ofrece próximo. Salen a nuestro encuentro fantasías que inmediatamente son realidad; encantados paisajes que sólo habíamos visto en la duermevela y que en las horas de vigilia se nos habían negado.
El programa que tuvimos a nuestro alcance fue sugestivo: descubrir la obra, sentimos protagonistas en este mundo del misterio que está encerrado en las pinturas de Esteban de la Foz.
Publicado en:
El periódico quincenal Cántabro, el 15 de enero de 1977
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