domingo, 29 de enero de 2023

El Castro de Coaña

 

El castro de Coaña en Navia (Asturias)

 


         El estudio de cualquier yacimiento arqueológico presenta normalmente una serie de problemas que en muchas ocasiones se quedan en interrogantes sin contestación concreta. A pesar de los progresos que se han realizado en las últimas décadas, en las que se ha conseguido fijar con profundo rigor científico una serie importante de los problemas con que se enfrenta el arqueólogo, quedan aún muchos por dilucidar. Quizá sea éste uno de los encantos de la arqueología y el que origina que vaya en aumento el número de estudiantes que se dedican a tan atrayente especialidad.

 

         La mayor seguridad con que pisamos cada día en el mundo, en el que todo va adquiriendo la frialdad de los números exactos, de los parámetros rigurosos, de las máquinas sin error y sin duda, posiblemente precise de esa incertidumbre con que en ocasiones se enfrentan los arqueólogos en sus investigaciones. El universo se está convirtiendo poco a poco en algo muy aburrido; dentro de pocos años no va a quedar nada por descubrir, ni nada tampoco sobre lo que dudar. Al hombre se le está agotando el misterio, y por eso vuelve su cabeza hacia atrás, hacia los años pretéritos, que con la ayuda de la arqueología está tratando de saber cómo fueron.

 


         En este otear el pasado desde nuestra realidad de hoy, traemos a estas páginas, para nuestros lectores, el comentario sobre un interesantísimo poblado antiguo, cuya situación es de relevante actualidad para los que componemos la familia Sniace. Nos referimos al Castro de Coaña, ubicado en una zona muy próxima a la ocupada por la fábrica de celulosa que ha montado Ceasa en Navia. Parte del personal de Sniace que se ha desplazado a aquélla fábrica con motivo de la puesta en marcha ya ha visitado los restos que se conservan del poblado. Uno de ellos, don Eusebio Gutiérrez, nos ha facilitado las fotografías que reproducimos y que hablan elocuentemente de la importancia e interés de este poblado.

 

         El Castro de Coaña, o «El Castrillón», como le llaman los nativos, es uno de los muy numerosos poblados de este tipo que se extendieron por la región asturgalaica en la segunda mitad del primer milenio antes de Cristo, en una época que, para la zona geográfica citada, los estudios designan con el nombre de Cultura de los Castros. Con este nombre se pretende identificar un tipo de vida con unas características propias, en las que es actor un pueblo primitivo, descendiente posiblemente del hombre de Neanderthal, asentado desde tiempo inmemorial en el noroeste de la Península, y otro pueblo que se superpone a éste, que entró en España procedente de alguna región de Europa, a los que se ha dado el nombre de celtas.

 


         Cuando estos invasores llegan a lo que es hoy Asturias y Galicia, llevan ya siglos de un lento peregrinar desde sus oscuros orígenes, en el que han ido dejando atrás generaciones y generaciones de hombres de su raza y han ido adquiriendo costumbres y enriqueciendo su «civilización», al mismo tiempo que han intercambiado sus formas de vida con los otros pueblos que encontraron a su paso.

 

         Si queremos, ya podemos empezar a plantearnos las primeras interrogantes a que aludíamos al principio: ¿cuál es el origen de este pueblo celta que es combatido primero por los naturales de la región, se le respeta después y más tarde se le acepta? Como dice un autor especializado en el tema, dejémoslo en el aire y sigamos, porque a ésta tendremos que añadir más.

 


         Parece que cuando los invasores llegaron al noroeste de España se encontraron con un pueblo de civilización inferior a la suya, muy rudimentaria, que vivían en chozas construidas con ramajes, que buscaban en la caza su única forma de alimento y que ya conocían el fuego. Los celtas imponen sus costumbres, que, aun cuando no distaban mucho de las de los aborígenes, fueron suficientes para variarlas en ciertos aspectos. El éxodo durante tantos siglos les ha hecho aglutinarse en grandes familias o colectividades, que al pasar a una vida sedentaria se traduce en la construcción de importantes aglomeraciones urbanas. Sin embargo, estas ruinas que ahora podemos contemplar en «El Castrillón» parece que no proceden de entonces. Los celtas no han tenido dificultades mayores para sojuzgar al pueblo primitivo y no precisan de grandes ni fuertes edificaciones para defenderse. Quizá el origen de estas murallas, de estos edificios circulares de piedra, tengamos que buscarlo en épocas de enfrentamiento, y entonces encontremos la explicación de su origen en la invasión romana y en su cruenta lucha con los cántabros y astures a finales de la era anterior a Cristo (años 29-19 a. de C.).

 

         La defensa del territorio contra un enemigo fuerte y bien pertrechado requiere unos medios adecuados. ¿Está aquí el nacimiento de las murallas cuyos restos podemos hoy contemplar? Nueva pregunta sin respuesta autorizada. Sea cual fuere el origen de este castro, ahí están sus restos para hablarnos de un mundo antiguo en el que también se vivía, se amaba y se moría; en el que unos hombres semejantes a nosotros construyeron la base sobre la que está asentada nuestra civilización en sus primeros escalones.

 


         Nos abstenemos de describir este poblado porque no tenemos espacio para ello y porque el curioso visitante encontrará en él un guarda-cicerone que se lo explicará. Allí, sobre el terreno, le irán asaltando más preguntas sin contestación concluyente: ¿qué objeto tenía lo que hoy se llama, para entenderse, «casa matriarcal»? Y el «recinto sacro», ¿para qué servía? Las piedras con agujeros de cierta profundidad y diámetro, ¿eran molinos para triturar las bellotas de que se alimentaban abundantemente. urnas cinerarias o altares domésticos? ¿Fueron realmente celtas sus habitantes?

 

         Dejemos estas preguntas a los arqueólogos y dediquémonos a visitar el poblado, dejando que cada uno de nosotros arranque el eco poético de lo misterioso.

 


Publicado en:

La revista “Sniace. Nuestra vida social” Nº 140

Enero-Febrero 1974

 

domingo, 22 de enero de 2023

Julio Maruri en 1983

 

La resurrección de un artista

 


 

            Solo hay dos fechas frente al público en la vida santanderina de Julio Maruri como pintor. La primera, octubre de 1948, cuando sorprendió a los habituales lectores de su poesía con la exposición de 21 dibujos en el saloncillo de ALERTA; la segunda, febrero .de1958, con la espléndida realidad plástica de la colección de ceras y gouaches que mostró en la Galería Sur. En medio, una brevísima aparición en la colectiva de dibujos organizada por «Proel» en julio de 1951. Después, Julio Maruri marchó de Santander. Nos llegaron noticias de la presencia de su pintura en la sala de la Librería Fernando Fe, de Madrid, y en el Salón de Arte Contemporáneo, de Barcelona.

 

            A esto siguió un largo silencio para sus amigos, consumido por él en Bilbao y más tarde en Bélgica y Francia. Alguna carta esporádica, cuando menos podía esperarse, nos le iba situando por la geografía europea: a Bélgica y Francia se añadió Italia. Por fin, otra fecha de encuentro personal: verano de 1970. Maruri había sido invitado para asistir a las reuniones que sobre museística tuvieron lugar en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo.

 

            La exposición del saloncillo de ALERTA, como digo más arriba, fue una auténtica sorpresa para la mayor parte de la intelectualidad santanderina de aquellos años. Algunos, muy pocos, sabíamos de sus juegos con la tinta china y el pincel. El empujón necesario corrió por cuenta de Pancho Cossío. A la obra de Maruri la había precedido en el saloncillo una colección de 12 acuarelas del pintor alemán Mathias Goeritz, creador de la Escuela de Altamira, bellísimas de línea y color, que yo creo que colaboraron también a que la sensibilidad artística de Julio Maruri se disparase.

 

            Los dibujos de nuestro pintor parecían encontrarse en el polo opuesto de la obra del alemán. Y digo parecían porque a pesar de que la representación de niños y payasos, que era el mundo que Maruri reflejaba en sus dibujos, daba la impresión superficial de estar alejado de la pintura de Goeritz; sin embargo, en la gracia y agilidad de los trazos de Julio se podía rastrear un enfrentamiento común con el arte. Pancho Cossío, padrino de esta primera salida del poeta al mundo plástico, escribió un breve texto para el catálogo. Al vaticinio entusiasmado que un día había hecho Ricardo Gullón sobre la poesía de Julio Maruri, se unía ahora el de Pancho Cossío relacionado con su capacidad como pintor. «Un imperio les está esperando», decía Cossío en su texto. La ironía empleada por el pintor cabuérnigo en el comentario no fue entendida por el público espeso y municipal, que tuvo que esperar diez años, hasta la exposición en la Galería Sur, para rendirse ante la evidencia de que nos encontrábamos ante un pintor de singulares condiciones.

 

            En el momento de escribir estas líneas yo no puedo saber si la pintura de Maruri se puede filiar en lo que se conoce como la Escuela Española de París, porque los cuadros que envía para la exposición de la Fundación Santillana no han llegado todavía de Francia. Además, ¿por qué la necesidad de adscribirle a una escuela determinada? Julio Maruri es un pintor con el que se cuenta ya en los medios artísticos de la capital francesa y esto nos basta.

 

            Celebremos ahora su resurrección artística en la Cantabria natal. La Fundación Santillana, en colaboración con la Consejería de Cultura del Gobierno de Cantabria, nos proporciona el goce estético de hacer un recorrido por su obra pictórica, desde aquellos primeros dibujos expuestos en el saloncillo de ALERTA en 1948 hasta su más reciente producción. A esta fiesta del arte se va a unir la presencia del artista, con lo que la resurrección se consumará en el más alto grado, con la esperanza, para sus amigos, de que pueda representar la recuperación para Cantabria de uno de sus artistas de la diáspora.

¡Bienvenido a tu tierra, Julio Maruri!

 

 


 

Publicado en:

El diario Alerta, el 22 de enero de 1983

 


 

domingo, 15 de enero de 2023

Esteban de la Foz

 

La pintura de Esteban de la Foz

 


 

            Esteban de la Foz expuso por primera vez en Torrelavega -y creo que única hasta esta de la Sala Espí-, en mayo de 1954. Han transcurrido pues, veintiséis años que para él significan haber doblado su edad de entonces, con toda la importancia que es preciso dar a un período tan largo para la obra de un artista. Era aquélla una exposición de dibujos a la encáustica y si no la primera de su vida, fue una de las primeras. Antes sólo había mostrado dos óleos en una colectiva de Santander, de los que uno le adquirió el Museo Municipal de Pinturas en un alarde de inteligencia y de oportunidad, y la misma exposición de Torrelavega la había exhibido en la Sala Sur en fecha inmediatamente anterior.

 

            Recuerdo los problemas de calidades que se planteaba el pintor: unos rojos inquietantes, azules tenebrosos, verdes oscuros tratados con el nerviosismo que provoca la indagación. Ya entonces, el sagaz crítico de arte que es Leopoldo Rodríguez Alcalde, percibía en las obras de Esteban lo que de misterioso v poético llevaban consigo. Al contemplarlas ahora podemos comprobar que el mundo intuido por Rodríguez Alcalde se ha confirmado: que el mundo en el que se ha debatido la sensibilidad del artista a lo largo de cinco lustros es ese mismo, lo que nos demuestra palpablemente que estos cuadros de hoy no son fruto ni de la espontaneidad, ni del hallazgo fortuito, ni mucho menos del capricho. Son el resultado de muchos días de investigación en la misma línea: de muchas horas ante el lienzo depurando conceptos, buscando la belleza limpia.

 

Una colectiva

 

            Al año siguiente, 1955, cuelga sus obras en una colectiva de pintores de Santander, organizada por la Sala Dintel en Comillas. Allí se dieron cita algunos de los grandes de la pintura montañesa actual: Enrique Gran, Ángel Medina, Eduardo Sanz, Agustín Celis, Julio de Pablo... Entre la exposición de Torrelavega y la de Dintel en Comillas, viajó por Francia, de donde se trajo una serie de dibujos a la cera que expuso en la Galería Altamira, de Madrid.

 

            Esto no es más que la prehistoria del pintor. Sería largo enumerar lo que sucedió después: exposiciones, viajes por el extranjero... Las pinturas negras de Esteban de la Foz han paseado ya por el mundo su categoría; están colgadas en importantes museos; son codiciadas por los más exigentes coleccionistas. He dicho pinturas negras. Puede ser que negra sea la primera palabra que superficialmente salta a nuestra mente, provocada por una retina inicialmente engañada si por negro entendemos la negación del color. Pero dejémonos subyugar por estos cuadros, olvidemos lo que es la obra bien hecha a juicio del buen burgués. Será entonces el momento en que empezaremos a comprender el valor cromático que se encierra detrás de esa aparente uniformidad plástica; será la ocasión en que empezaremos a gozar de su tersura, de la calidad del color, de las formas ocultas tras ello. Nuestra visión de primer requerimiento empezará a sentir una intranquilidad que no sabemos cómo nos llevará sin esfuerzo y con placer infinito hacia el más alto concepto de la belleza. Ya no podremos desprendernos fácilmente de su atractivo, porque la sensibilidad de cada uno se sentirá drogada y un nirvana tendido entre el mundo de la realidad y el del ensueño se habrá adueñado de nosotros.

 

Misterio

 

            Las pinturas aparentemente negras de Esteban de la Foz, aparentemente negadoras del color, habrán cobrado todo su esplendor colorístico, sobrio pero subyugante, misterioso pero realista a la vez, con ese realismo que quisiéramos que inundara el mundo para ver si saltaba para siempre, hecha pedazos, la mediocridad circundante. Porque el mundo cada día está más necesitado de estas dosis de misterio que nos rediman de la banalidad. Estos cuadros están llenos de misterio tras esos negros que no son negros para ojos que saben ver, porque allí el negro adquiere una dimensión que jamás tuvo desde la obra gloriosa del genial Goya y de la del no menos genial Riancho.

 

            ¡Qué gran labor en este camino la de la pintura de Esteban! Ante cada cuadro todos podemos permitirnos la libertad de mostrar sin pudor; la parcela de sentimentalismo que llevamos dentro; llenar cada lienzo con nuestras propias nostalgias, con nuestros ensueños. La visita a esta exposición es un paseo por el bosque encantado, que ya habíamos perdido la esperanza de hallar y que ahora se nos ofrece próximo. Salen a nuestro encuentro fantasías que inmediatamente son realidad; encantados paisajes que sólo habíamos visto en la duermevela y que en las horas de vigilia se nos habían negado.

 

            El programa que tuvimos a nuestro alcance fue sugestivo: descubrir la obra, sentimos protagonistas en este mundo del misterio que está encerrado en las pinturas de Esteban de la Foz.

 

 


 

Publicado en:

El periódico quincenal Cántabro, el 15 de enero de 1977

 


 

 

sábado, 14 de enero de 2023

DE AMIGO A AMIGO. Recuerdo de una amistad.

 Hoy 13 años de fallecimiento de Aureli García Cantalapiedra

De amigo a amigo

 

 


 

            Presentar al lector esta selección de textos que fueron saliendo de la pluma de Manuel Teira, conlleva, para el que esto escribe, una dificultad añadida a la normal que semejante acto implica. Porque yo fui amigo suyo desde los años de la niñez hasta las amargas horas finales de su vida y esto condiciona lo que pueda decir, por mucho esfuerzo que me impong buscando la objetividad que requiere el separar ambas cosas. Pero, ¿por qué separarlas?, ¿por qué ocultar al lector la intervención de la mano de la amistad?. Esta mano que recogió la suya en últimos instantes de su existencia; mano en la que quedó grabada de manera imperecedera la despedida final, sin grandes elocuencias, de corazón a corazón, como siempre.

 

            No ha resultado fácil la selección porque, además, todos los temas relacionados con la vida cultural eran propicios para el comentario de Manuel Teira, en los que podemos destacar los que tenían relación con Torrelavega. Precisamente esta inclinación excesiva hacia todo lo que concernía al pueblo natal, limitó el discernimiento intelectual de sus escritos. En el amor que puso en ello y en la humildad con que lo trató radicaba su grandeza.

 

            Era un amor que tenia sus raíces en los años finales del siglo pasado; que había ido creciendo en la admiración que sentía por aquellos hombres que en el último tercio del siglo XIX dieron, con su ejemplo, a los que vinimos después, lecciones admirables ante los problemas que se les presentaban en la convivencia ciudadana.

 

            Manolo Teira fue esto y más para la vida local. Le podíamos ver con una mueca entristecida cuando acababa de atender a un paciente ya en trance de muerte; sonreír en un gesto de dominada euforia ante noticias que le llegaban y le complacian, cuidando de que no trascendiera su alborozo por si esto pudiera molestar a otros; aceptar con neutral postura acciones que a cualquiera harían torcer el gesto; recibir con abierta sonrisa al situado enfrente. "Grandeza de corazón", escribió un día refiriéndose al párroco don Ceferino Calderón; grandeza de un amigo podemos afirmar nosotros, orgullosos de haberlo sido y a quien no tuvimos necesidad nunca de intentar halagarle con la declaración personal de esta admiración. Ser amigo era para él eso, nada menos que eso: ser amigo.

 

            La formación intelectual, que le había llegado por linea paterna, cayó en terreno propicio, como puede comprobar el lector con estos textos, en los que a veces juega con las palabras en un intento de rebajar la altura intelectual que contienen.

 

            ¿Para qué seguir por este camino?. Ahí están algunos escritos suyos, de cuyo conocimiento sacará el lector la misma valoración alta que se les concedió cuando iban llegando en su momento al público.

 

 


 

Prólogo al libro postumo de Manuel Teira TORRELAVEGA Perfiles de una Ciudad publicado en Ediciones Las Hojas del Quercus. 1.998.

Publicado en

El Diario Montañés. Suplemento Vecinos. Noviembre 1998. Primera Quincena