A partir de 1850 la villa de Torrelavega inició su despegue urbanístico y social, de tal manera que se puede decir que es en esos años de mediados del siglo XIX cuando se sientan las bases de su evolución hacia la modernidad. Evolución que había tenido unos esperanzadores principios en los años finales del siglo anterior, que se vieron frustrados por las consecuencias de la invasión de las fuerzas francesas. En los años a caballo de 1850 empezó con una tímida prosperidad económica y un modesto pero firme desarrollo urbanístico, sobre los cuales se iba a asentar en el último tercio del siglo, una nueva vida cultural y espiritual de sus vecinos.
Como ha ocurrido en todas las ocasiones a lo largo de la corta historia de Torrelavega, la situación geográfica fue la causa principal de este nuevo intento de despegue, situación que dio lugar al hecho trascendental para la vida económica de la villa, de que el trazado del llamado ferrocarril de Isabel II cruzara nuestro valle, pasando el primer tren por la estación de Torrelavega, el 23 de octubre de 1858. Un siglo antes, en 1753, entró en servicio el primer camino (muy rudimentario), de Santander a Reinosa. con el que empezaron a abrirse para Cantabria en general y para Torrelavega muy en particular, las puertas de un incipiente desarrollo lleno de posibilidades. Hasta ese momento, nuestra provincia carecía de comunicaciones adecuadas con el resto de la Península, con la que no se tenía más medio de relación eficaz que el que permitía la vía marítima.
Esta ruta de penetración en Castilla fue acondicionada para el tránsito rodado en 1788, momento en el que el tráfico del trigo castellano hacia los puertos de nuestra costa sufre un fuerte incremento y es alrededor de esa fecha cuando se implanta la importante industria harinera en la cuenca del Besaya, con unas consecuencias económicas de las que Torrelavega se iba a beneficiar de manera principal, por su situación privilegiada sobre este camino y por su proximidad a los puertos de embarque.
En el año 1850 que se ha tomado como referencia recorrió la provincia de Santander un cronista, que recogió sus impresiones en la publicación titulada “Semanario Pintoresco español”, destacando en sus notas que “lo que más realce daba a Torrelavega es la campiña extensa que llaman la Mies… en ella hay una cascada artificial... próxima está también otra fábrica, del señor Duque del Infantado; en otro tiempo trabajó en tejidos; ahora está parada e inutilizada desde la guerra de la Independencia, en la que sufrió estragos...”. El cronista acusa la falta de una iglesia parroquial, “puesto que la que sirve para celebrar la misa y demás solemnidades es una capilla del Palacio del Duque del Infantado que, aparte de ser un poco decente, está amenazando desmoronarse en un día de tormenta”, añadiendo que es notable la falta de una casa Ayuntamiento, al tiempo que pone algunas pegas a los guijarros de que estaba formado el suelo de la Plaza Mayor.
La vida de la villa en estos años centrales del siglo XIX es eminentemente rural, a pesar de contar con esa industria harinera que he citado y algún curtido. Todo discurría alrededor de los mercados semanales, que venían celebrándose desde el 4 de julio de 1799. En el “Diccionario Geográfico e Histórico” de Pascual Madoz, publicado en 1843, puede leerse que Torrelavega tiene entonces nueve almacenes de tiendas de telas, dos de géneros catalanes, cuatro de quincalla, siete de comestibles, ocho de tabernas, dos sombrererías y tres confiterías, y añade “todos los jueves se celebra mercado de granos en la Plaza de la Iglesia; de ganado de cerda en la Quebrantada y de toda clase de artículos de necesidad y lujo en la Plaza Mayor; el de ganado vacuno tiene lugar cada quince días, junto al campo Santo”.
La villa que vieron don Pascual Madoz y el cronista del "Semanario Pintoresco Español» quedó reflejada gráficamente en el plano que de ella levantó en 1852 don Hilarión Ruiz Amado, de quien todavía se conserva en una casa del Cótero una placa de mármol, en la que Ruiz Amado dejó constancia de su orgullo profesional. Había sido construida por él, el año 1833. (¿Se ha pensado en conservar esta placa?).
Los ríos, tanto el Saja como el Besaya, como sus afluentes locales, constituían una buena fuente de riqueza, pues proporcionaban salmones, truchas y anguilas. Pero si por un lado estos ríos aportaban tan estimables contribución a la economía de la comarca, también causaban en ocasiones graves perjuicios, como consecuencia de las inundaciones provocadas por sus «arriadas», como llamaban los vecinos entonces a las crecidas anormales. El 2 de junio de 1844, en pleno verano, se desbordó «el río de la cárcel" , el Sorravides, causando grandes daños en las casas y calles de esta zona, próxima a la casa del Infantado. En otra «arriada», ésta de 1846, el Besaya se llevó el puente de Torres, a pesar de que a finales de 1842 había realizado don Antonio de Hornedo importantes obras de defensa en su proximidad. En estas obras encontramos el nombre que se da actualmente a los campos de deportes, pues se las conoció con el nombre de «obras del malecón», ya que se trataba de la construcción de un malecón defensivo en aquella zona. La de 1844 que he citado más arriba, fue de tal magnitud y consecuencias, que dio lugar a que tuvieran que trasladarse a Torrelavega el jefe político de la provincia, con el fin de estudiar la situación provocada. La visita fue aprovechada por las autoridades locales para plantearle algunas de las necesidades más apremiantes que tenía la villa, lo que nos permite conocer su situación en algunos aspectos en la fecha a que me vengo refiriendo. Por ejemplo, se trató de la necesidad de reforzar y arreglar los puentes sobre el río Sorravides; del «encañamiento» de las aguas potables; allanamiento, y rebaje de las plazas del mercado y sus calles próximas; nuevo edificio para el Ayuntamiento; reedificación de la iglesia; construcción de un nuevo cementerio; hacer más transitable el camino llamado de La Montaña, hasta enlazar con la carretera general de La Rioja, que pasaba por Vargas…
En estos mismos años de mediados del siglo, se realizan trabajos de nivelación y total reforma de la Plaza Mayor; acondicionamiento de las calles Ancha, Mártires y Consolación, con su alcantarillado; consolidación de los muros de la iglesia parroquial y restauración de su interior; se proyecta el camino a la estación del ferrocarril de Isabel II, hoy calle Julián Ceballos; fueron reformadas las fuentes de la Ribera y la del Rey y hasta se designaron y enumeraron las plazas, calles y casas de la villa. Es curioso observar cómo en 1858 se encontraba todavía en condición de habitabilidad una parte del Palacio de los Duques del Infantado y de Osuna, referencia que nos es confirmada por el hecho de que el 12 de junio de este año fue ofrecido al gobernador provincial para que pudiera establecer en ellas un destacamento penal, pues cuenta -le dicen- “con tres espaciosos cuerpos, cuadras, patios y huertos de tapias que los rodean”. En cuanto a la construcción del nuevo cementerio, se llevó a efecto en 1855 y fue acondicionado de manera urgente y provisional como consecuencia de la epidemia de cólera que afectó a la población ese año y el anterior. Este nuevo cementerio fue emplazado junto al terreno ocupado por el primitivo, separado de él por una tapia, del que puede verse todavía su puerta de acceso, cegada, próxima a la entrada actual. El cementerio primero había sido construido en 1809, en el lugar en que hoy se encuentra el edificio dedicado a depósito de cadáveres y nichos más antiguos.
Otros datos de interés se podrían consignar para estos años centrales del siglo XIX relativos a estos aspectos de Torrelavega, como la iniciación de los trabajos por la Real Compañía Asturiana de Minas, en 1853, pero creo que es suficiente lo que antecede para poner en evidencia el interés que reúnen esos años en cuanto al despegue urbanístico y social de Torrelavega.
Publicado en La Hoja del Lunes, el 27 de diciembre de 1982