domingo, 25 de septiembre de 2022

Nuestra Señora de la Asunción de Torrelavega

 

Un nuevo templo parroquial



            Ya en los años anteriores a las fechas de mediados del siglo XIX, Torrelavega se había planteado el problema de la necesidad de una nueva iglesia. El estado en que se encontraban los muros y techumbre de la única iglesia parroquial existente era preocupante.

 

            Había sido construida por mandato de los señores de la Casa de la Vega en el siglo XIV, dentro del recinto de su residencia, para ser utilizada como capilla del palacio, al que estaba adosada. Posteriores modificaciones la dieron mayor amplitud y en el siglo XVII ya oían misa en ella los vecinos de la villa.

 

            El paso del tiempo y los escasos cuidados que se supone fueron dedicados a la conservación, erosionaron su solidez, que empezó a ser alarmante.

 

            En 1831 se hizo más perceptible el deterioro y se realizaron algunas obras orientadas a la consolidación del edificio, pero no fueron más que soluciones parciales. El 3 de enero de 1847 acordó el Ayuntamiento crear una comisión "para que adopte los medios necesarios a la mejora del templo existente o la construcción de otro nuevo en la villa", determinación esta ultima que no era del agrado de la Casa del Infantado que tenían la propiedad y los privilegios que esto suponía, pues con ello perderían la potestad y consiguiente influencia que les concedía el que los servicios religiosos dependieran de ellos.

 

            El 20 de diciembre del mismo año 1847 fue hecho un reconocimiento técnico del estado de conservación del templo, por orden del Jefe Político de la provincia, labor encomendada al arquitecto don José Moreno, quien fijo el presupuesto de las obras a realizar en 38.704 reales de vellón, cantidad que quedaba fuera de las posibilidades de las arcas municipales, por lo que no llegó a llevarse a efecto.

 

            El cronista Antolín Esperón escribió en aquellos años que el mismo arquitecto hizo entonces un plano para la construcción de un nuevo templo parroquial.

 

            El problema continuó demorándose y la inquietud de los vecinos y de las autoridades iba en aumento. En un documento firmado en la Casa Consistorial el 16 de febrero de 1853, por una comisión designada al efecto, se dice: " ... que hallándose ruinosa [...]  y siendo además insuficiente el local atendido el incremento de la población [...] se acordó la adopción de todos los medios que estuvieran a su alcance para la reparación del templo... ". Era un nuevo propósito de solución que, igual que los anteriores, no pasó de propósito. Si acaso, se tradujo en pequeñas reparaciones que no llevaban la tranquilidad a los vecinos que frecuentaban la iglesia, que lo hacían con el temor de verse un día enterrados en vida entre los escombros de un inminente derrumbe.

 

            Todavía el 10 de diciembre de 1881 llegó al Ayuntamiento un alarmante informe, en el que se daba cuenta de que "la torre se había desplazado por dos de sus lados, así como la bóveda del ángulo SO".

 

            Pero como hemos visto en renglones anteriores, no solo era preocupante el estado en que se encontraba el edificio. El aumento de población hacía también apremiante dar una respuesta definitiva al problema, con la construcción de una nueva iglesia, capaz de dar cabida digna al consiguiente incremento del número de fieles. La villa había pasado de setecientos habitantes en los años treinta a más de tres mil en 1880.

 

            La presencia de don Ceferino Calderón al frente de la parroquia en esta década de los años ochenta, fue decisiva para la resolución definitiva. Hombre dotado de un espíritu emprendedor excepcional, lo hizo frente con la energía y conocimientos que requería. Para ello se rodeo de un numeroso grupo de influyentes vecinos, con los que creo una "Junta para la construcción de la nueva iglesia".

 

            Las gestiones se iniciaron con la compra del terreno preciso, en el llamado Campo de la Mies de Pomar, no sin que en este y otros de los escollos con que se enfrentó el párroco de los que algunos salían a la luz en la prensa local, tuviera que emplearse don Ceferino con la decisión que le caracterizaba. Así, el 3 de octubre de 1891 se pudo leer en El Fomento un largo artículo, firmado con el seudónimo de "Un suscriptor" en el que se decía en uno de sus párrafos: "En los trabajos preparatorios para la construcción de la iglesia en proyecto, no veo claro, no veo luz, y alguna susceptibilidad pudiera creer que se hacían bajo la sombra del negro manto de una dueña”. En otro lugar del mismo artículo, refiriéndose a la Mies de Pomar, se leía: "... en principio, el sitio esta rechazado por todos".

 

            De El Impulsor del 1 de mayo de 1892 es este otro párrafo: "Cuando a fines del verano último empezose a hablar del pensamiento de construir un nuevo templo en esta villa, con la base de 10.000 duros que la heredera de don Pedro Ruiz Tagle había dona do al efecto, hicimos las objecciones que creíamos pertinentes al caso, defendiendo la conservación de la actual parroquia y los intereses creados con este nombre a sus inmediaciones, pero nunca nos opusimos a la construcción de una nueva, porque de no ensancharse la actual, incapaz en muchos días del año para contener el numero de fieles que a él acuden, la necesidad de otro era reconocida por todos... ".

 

            Son una breve muestra de los comentarios que se prodigaron entonces, a los que don Ceferino Calderón deja a un lado para perseverar en su objetivo final. Mediante escritura fechada el 10 de septiembre de 1891 compró a don Telesforo Ceballos Rumoroso una finca en el lugar citado de la Mies de Pomar de treinta y cuatro carros de superficie y otra colindante con la anterior, de diez carros propiedad de don Guillermo Gómez Ceballos. Sobre las dos fincas unidas se proyecto la construcción de la iglesia.

 

            En la escritura de compra quiso dejar muy claro don Ceferino que no le correspondía ningún derecho sobre estas dos parcelas, ni a él ni a sus herederos: "ni él personalmente, si cesare en el cargo de tal párroco de esta villa, ni sus herederos o causahabientes puedan invocar nunca derecho alguno sobre el expresado terreno, que se entendería adquirido en nombre y para la Iglesia Católica".

 

            Las obras iniciales dieron comienzo el 26 de junio de 1892, siguiendo los planos diseñados por el arquitecto bilbaíno don José María Basterra, en un acto presidido por el Obispo de la Diócesis. La colocación oficial de la primera piedra tuvo lugar el 25 de septiembre siguiente.

 

 

 

Publicado en el libro: La parroquia de Nuestra Señora de la Asunción de Torrelavega. Centenario de la colocación de la primera piedra el 25 de septiembre de 1892


 

 

domingo, 18 de septiembre de 2022

Epigrafía cántabra

 

“Epigrafía cántabra” 

el libro excepcional de un autor montañés

Un interesante trabajo sobre las estelas de Cantabria

Su autor, el profesor montañés D. José Manuel Gil

 


         A publicación reciente de un libro con este título, del que es autor el profesor José Manuel Iglesias Gil, editado muy brillantemente por la Institución Cultural de Cantabria, parece caer con toda la fuerza de su densa lectura y abundantísima documentación gráfica, sobre el lago revuelto de Cantabria, de «lo Cántabro» come expresión polémica, aun cuando, come podrá comprobar todo el interesado en el tema que se acerque a esta obra, su autor va mucho más allá de lo localista. Porque si la primera parte, que no ocupa más que cuarenta y siete páginas de un total de cerca de trescientas del texto, toca de lleno el tema estudiando la configuración de le que pude ser la Cantabria romana, el reste es un exhaustivo y concienzudo estudio de la epigrafía romana, que le aleja de lo cotidiano de las discusiones a nivel provincial.

 

         No vacilamos en llamar monumental a este trabajo, con todo lo que de aparentemente exagerado pueda haber en la expresión, o sonar a tópico al uso. El propio profesor Jordá Cerdá, que prologa el libro, dice que su autor ha llegado a establecer un a modo de «Corpus Inscriptionum Cantabrorum». concediendo así al esfuerzo de Iglesias Gil la verdadera importancia que debe concedérsele, en una comparación relativa y ajustada con lo que representa el «Corpus Inscriptionus Latinarum» de Hubner. La labor sistemática seguida por el autor y la exposición rigurosamente científica de sus resultados, dan pie suficiente para que se la pueda catalogar así. Iglesias no se limita a ahondar en lo filológico, que por sí solo ha llevado, con frecuencia, a errores fundamentales, sino que ha puesto el énfasis necesario en los problemas planteados por la estereometría (tipos de letras, clases de decoración, forma de las estelas, etc.), que agrupados por él con agudo sentido crítico, le han permitido delimitar una serie de subáreas culturales con las que configura la gran área cántabra. La labor del profesor Iglesias Gil está en el camino de lo que podemos considerar una seria investigación sobre la etnia Cántabra. En una publicación anterior del mismo autor (“Onomástica prerromana de la epigrafía cántabra”), ya nos había anticipado alguna parte de este material, que ahora nos ofrece ampliado, después de abundantes trabajos realizados desde entonces en una incansable labor de campo.

 

         Si bien la primera parte de las tres de que se compone el libro es la que aparentemente encierra menor interés para el lector especializado, no debemos dejar escapar el sentido que su autor ha querido darla. Como consecuencia de una compleja investigación epigráfica se ha atrevido a trazar les límites de la Cantabria romana, basándose para ello, también, en las conexiones que pueda haber y las repercusiones que sus trabajos le han deparado, para interpretar algunos textos clásicos. No está demás recordar aquí la fuerza con que el profesor Jordá arremete en el prólogo centra los historiadores lingüistas puros; aquéllos que basan todas sus deducciones en la investigación filológica, desatendiendo el apoyo que pueda representar la praxis arqueológica. Iglesias, fiel al profesor, nos presenta los datos lingüísticos de su trabajo junto a los motivos decorativos de las estelas, la forma de éstas, su ubicación, etc., para llevarnos en sus conclusiones a unas ciertas agrupaciones étnicas.

 

         Las partes segunda y tercera, son modelo indiscutible de lo que se puede entender come una labor científica correcta. No solamente por el material y la manera cómo lo ha estudiado el autor, sino por la acertada disposición con que ha sabido exponerlo. El estudio en conjunto abarca un total de 162 estelas o fragmentes de estelas votivas o funerarias, cada una de las cuales está representada fotográficamente, con referencia a la localización, lectura a juicio del autor e interpretación dada al texto por otros autores, lo que permitirá al especialista contrastar las lecturas ofrecidas por cada uno para sacar conclusiones propias. Una serie de mapas recogen claramente señalados los lugares de situación de las estelas, que de una forma visual muy sensata le permiten ofrecernos, con relativa seguridad, la extensión de las diferentes etnias que poblaban la Cantabria, completado con el agrupamiento de los motivos ornamentales que ha podido recoger. De todo, textos, localizaciones, dibujos, estereometría, se ofrece la reproducción más fiel. El estudio onomástico es verdaderamente exhaustivo y brillante y en cuanto a la bibliografía, constituye un arsenal de trabaje impagable.

 

         Quedan al descubierto en este libro aspectos de lo que fue la romanización de Cantabria y otros apenas esbozados, pero con una serie de pistas vírgenes que servirán de base para un desarrollo posterior que puede llevar al esclarecimiento, en cierta manera, de la vida de nuestros antepasados. El profesor Jordá pone en evidencia en el prólogo con su autoridad, la interesante proyección que en el aspecto lingüístico ha dado el autor a su obra, huyendo de las rutinas al uso, lo que le ha permitido llegar al encuentro de un posible sustrato antiguo cántabro-vasco, que ha sido siempre menospreciado por los lingüistas tradicionales.

 

 


 

Publicado en: El diario Alerta, 18 de septiembre de 1976

 


 

miércoles, 7 de septiembre de 2022

La Plaza Porticada

  Los que no podíamos acudir a la 

Plaza Porticada


            Las noches de la Plaza Porticada estaban vedadas para los de la provincia. No para todos, naturalmente, pero sí para la mayor pate de aquellos a quienes nos hubiera gustado acudir con asiduidad a presenciar los valiosos espectáculos que se ofrecían en ella. Como siempre, entonces y ahora, el veraneo estaba hecho a medida de los veraneantes forasteros y nativos; para el resto, la vida laboral de cada día imponía límites a las veleidades del espíritu. «Los de provincia» aprovechábamos alguna noche de sábado para desplazarnos a Santander y poder asistir a una actuación solemne. La jornada de descanso del domingo nos permitía recuperar las horas que habíamos biengastado en tan brillante ocasión. Entonces, el Festival no iba a los pueblos; era capitalino, con muy escasísimas excepciones en las que, por ejemplo, el claustro de la Colegiata de Santillana del Mar proporcionaba el misterio románico de sus noches para selectas audiciones.

 

            ¡Cuántas cosas hermosas nos perdimos! El libro «Plaza Porticada», que acaba de aparecer en los escaparates de las librerías, tiene el triste privilegio de recordárnoslo. El Gran Ballet del Marques de Cuevas, el de Pilar López, Mariemma; virtuosos de la talla de Rubinstein, Yehudi Menuhim, Nikita Magaloff, Andrés Segovia, Sainz de la Maza; orquestas dirigidas por afamados personajes: Von Benda, Odón Alonso, Frübeck, Argenta... Aquél 9 de agosto de 1953, del que una acertada lápida recuerda la interpretación inolvidable de la Novena Sinfonía bajo la batuta hipnotizadora de Ataúlfo Argenta. Recuerdo una noche en la que junto a mi se encontraba el músico cántabro Eduardo Rincón, triunfador hoy en los festivales internacionales de Cataluña, quien, con una partitura en la mano, seguía con exquisita atención los acordes de un concierto que estaba dirigiendo Argenta. Doble espectáculo para un pagano como yo, el poder contemplar la entrega mutua de interpretes y oyente.

 

            Pero todo esto, en su mayor parte, como digo más arriba, estuvo alejado de la provincia. Desde hace algún tiempo se está tratando de remediarlo, pero todavía de manera escasa. Ahora, se puede añadir el riesgo de que el alto costo del palacio de San Martín obligue a concentrar allí las actuaciones para su más pronta amortización. Pero confiemos en que el concepto de descentralización que marcan las autonomías también sea puesto en práctica en la vida de la cultura dentro de cada territorio administrativo.

 

 

Publicado en: El Diario Montañés, 7 de septiembre de 1991