Eduardo Pisano.
Memoria y nostalgia
Siempre he recordado con profunda nostalgia aquellos años anteriores y próximos a la guerra civil, cuando en las tardes libres de mis estudios en el Instituto de Torrelavega subía hasta el Caserío del Alto de San Bartolomé donde residía Eduardo Pisano. Vivía con sus padres y hermanos, dedicados todos al bello quehacer de la floricultura. Allí tenía instalado su estudio y allí le vi pintar por primera vez. También allí empecé a quererle y a disfrutar de su amistad. Las horas vespertinas de nuestros encuentros, tenían continuación en las primeras de la noche, cuando nos veíamos en la tertulia de la Biblioteca Popular de Torrelavega. Desdichadamente, pocos de los contertulios de entonces podemos volver hoy sobre aquel recuerdo. Nuestros maestros en estas reuniones, a cuya sabiduría y calidad humana nos acogíamos, han precedido todos a Pisano en la hora de la muerte. Gabino Teira, Pedro Lorenzo, Alfredo Velarde, Fermín Cianca... ¡Qué de cosas aprendimos con ellos! Entre los discípulos distinguidos también hay muertos, como José Luis Hidalgo.
“Eduardo alternaba en esos años el bello oficio de floricultor con la pintura” como escribió Alfredo Velarde en enero de 1936 para el catálogo de una exposición de Hidalgo. En más de una ocasión vi entonces a Pisano con un hermoso ramo de tulipanes, escogidos entre los que más destacaban de los sus cultivos, para obsequiar a la señora de alguno de los maestros con ocasión de señalada ceremonia. ¡Cuántos recuerdos ahora en la memoria! Las horas de la muerte llegan siempre coronadas con horas de la vida para hacer más dura la separación definitiva.
Con Pisano estos recuerdos se nos antojan siempre, engañosamente, acompañados de momentos lúdicos. Pero nada más que engañosamente, porque bajo una aparente superficialidad, animada de risas y dichos ocurrentes, quedaba escondido un hondo y serio sentido humano de la existencia. Ya desde entonces, desde aquellas horas en el Caserío y en la Biblioteca, llenas hoy de vivencias para los que quedamos, su charla incansable llevaba siempre consigo una oculta contradicción, que discurría entre él y el mundo. Tenia la costumbre de ilustrar la conversación intercalando versos de poetas admirados, que evidenciaban esta contradicción. Estrofas de Antonio Machado o de Alberti escapaban de sus labios con fluidez, confesando situaciones ocultas de su alma. “Tienes cuatro mulas tordas, un caballo delantero, un carro con ruedas verdes y la carretera toda para ti, ¿qué más quieres, carretero?”, le oí muchas veces esta copla de Alberti, que encerraba la referencia a una autentica manera de ser y de estar. Pero a veces se arrepentía de desnudar su alma y enseguida añadía, burlescamente, como para borrar la realidad despertada por los versos de Alberti “También don Francisco de Goya y Lucientes bebía vino”, muletilla con la que enmascaraba la expresión anterior delatadora de una serena felicidad.
Enseguida vinieron los años de la guerra y con ellos la ausencia de Pisano de Torrelavega. Cuando menos lo esperábamos aparecía en la tertulia de la Biblioteca Popular, en una escapada de los frentes de combate, frecuentemente acompañado de Mauro Muriedas. Eran momentos duros para todos. La espontanea y contagiosa alegría de Eduardo parecía haber desaparecido. Hablaba seriamente de lo que estaba ocurriendo y de lo que iba a poder ocurrir El mismo fue una de las víctimas. Tuvo que abandonar su Caserío y los tulipanes. Marchó a Francia. Todo fue allí todavía más duro. Ni las cuatro mulas tordas, ni el caballo delantero, ni el carro con ruedas verdes… Como los demás hombres del exilio y el llanto, tuvo que empezar a hacer camino al andar.
Aquella felicidad que había quedado atrás era ahora añorada desde un extraño París. Habrían de pasar unos años para que Eduardo volviera a pintar, volviera a vivir, porque para él vivir era pintar.
Nada supimos los amigos de su existencia hasta mucho más tarde. La visita a París de algún conocido común a las noticias familiares, nos hacían saber que vivía, que pintaba; alguna pequeña muestra de su pintura llegaba a nuestras manos; cada una era confirmación de una lucha que presentíamos. Los payasos de sus cuadros hacían llorar más que reír, los toreros nunca parecían destinados a alcanzar la gloria en su oficio; las empolvadas mujeres, de colores violentos en su maquillaje, también nos hablaban de una triste infelicidad. Eduardo volvía a veces a Torrelavega y lo hacía con la risa abierta, con pasión en la relación con los amigos, delatada por la alegría provocada en el encuentro.
Ahora ya no nos queda más que la memoria de estas visitas y la nostalgia de aquellos años, que vivirán para siempre en la memoria nuestra.
Torrelavega, junio de 1986
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