jueves, 23 de junio de 2022

Fiestas de San Juan Y San Pedro en Aguilar de Capoo

 

PREGÓN

 


            Si por pregonar se entiende hablar en voz alta de cosas que conviene que a todos lleguen, abrir con un pregón las fiestas tendría por objeto dar cuenta del programo para ellas. Por extensión, y para que el conocimiento fuera completo, describir el sitio en que van a tener lugar.

 

            De lo primero ya estáis enterados por el folleto que ha editado el Ayuntamiento; en cuanto a lo segundo… permitidme insistir sobre este hermoso escenario que las va a cobijar, porque, es frecuente, que la proximidad diaria, el acontecer de cada jornada, desdibuje lo cotidiano y, además, que las duras exigencias del mundo actual nos hagan olvidar el pasado, sin el cual, la historia de hoy, la aventura de cada día, podría llegar a ser ininteligible. Vivamos unos minutos en la ficción de lo intemporal y dejad que sea un forastero, que se siente muy vuestro, quien os refresque la memoria.

 

            Pero antes, unas palabras indispensables en esta ocasión. ¿Como hablar de Aguilar, de su historia, de sus monumentos, sin antes reconocer que lo más hermoso lo tenemos en este momento dentro de casa, presidiendo esta fiesta? Va a resultar difícil para quien ocupa ahora este estrado, que sus manifestaciones correspondan adecuadamente al honor que nos hace con su presencia esta bellísima corte. Pongamos pues a sus pies nuestra palabra primera, con el deseo ferviente de que la dignifiquen con su gracia. Justo es pensar en estas fiestas vuestras de San Juan y San Pedro, que ellas son el primer festejo a contemplar admirados.

 

            Para dirigir sus pasos hacia estas tierras, el viajero ha tenido que cruzar los caminos de las altas montañas; viene del otro lado de la cordillera, de junto al mar. En el tránsito ha pisado restos de calzadas romanas y con los oídos de lo eterno ha escuchado resonancias antiguas, muy antiguas, en las que se entrecruzan ruidos sordos de golpear de armas y cascos de caballos que pasan veloces. Hay abundancia de amapolas en los campos, que parecen querer recordar tanta sangre derramada.

 

            Ya está en Quintanilla de las Torres. Con la mirada del deseo ilusionado, ve próxima la llegada, y desde la colina de Cabria, las señales. Si es primera hora, como le gusta al viajero, a la derecha, envuelto en tenue bruma, divisará el cono sobre el que se asienta el Castillo y que guarda en su regazo la joya románica de Santa Cecilia. No acierta a perfilar con los ojos del cuerpo los límites de los macizos lienzos de piedra, ni de las formas gráciles de la pequeña iglesia, pero con la vista del alma ya los tiene en su poder. A veces, desde esta misma altura, ha pensado si algún día se encontrará con la sorpresa de que la delicada filigrana de Santa Cecilia no se habrá echado a volar como paloma asustada, por un malhumorado movimiento del adusto Castillo que la domina.

 

            El abanico de la contemplación se abre, y surgen las Tuerces encantadas; la imaginación pierde el poco equilibrio que le queda. ¿Es la historia petrificada lo que se nos ofrece? ¿Duermen aquí su glorioso sueño huestes cántabras en lucha con legiones romanas? No importa lo que el forastero piense; las Tuerces son para pensarlas cada uno, están ahí, al alcance de todas las ensoñaciones. El gran castellano que fue el vasco don Miguel de Unamuno, también las soñó: “Sentados al socallo -escribió don Miguel-, allá en lo alto de las Tuerces, al abrigo de una roca saliente, de este rico sol, hendíamos nuestra mirada con aquella desolación que nos ceñía en redondo…”.

 

            El llano del alto Pisuerga se promete pronto y generoso y la villa está ya en la mano. Permitid al viajero que para entrar en ella cierre los ojos a la civilidad que justamente es hoy vuestro orgullo y que por sus pasos cruce bajo el arco de la Puerta del Camino Real, la de Reinosa; dejadle creer que la han abierto para él en esta hora primera. En la calle sólo resuenan sus apagadas pisadas sobre los guijarros. Los moradores de las casa duermen; descansan de duras pelea diaria con el campo. Algunos, despiertos ya, quizás trajinen con la preocupación por los surcos que dejaron abiertos la víspera; otros, más dichosos, amaran y se sentirán amados. Esta calle, ¿cómo se llama?, ¿cuál será su historia?, ¿qué secretos guardará de lances de espada y de amor?, ¿quién vivirá en estas moradas que ahora están todavía con los pestillos echados?

 

            La Plaza se abre al final de la calle, pero no precipitemos la visita; por estas casas que nos han acogido las primeras, no se puede pasar de prisa; robustas puertas, aleros vistosos, recatadas ventanas están llamando nuestra atención. Por esta puerta han entrado la alegría y la tristeza; en aquella ventana una mano femenina ha corrido discreta un día la cortina, pero sólo fue un instante, instante que provocó eterna esperanza no cumplida: el mundo se mueve en esta calle contando en momentos que son eternos. Si fuera el alba, cuando la campana de San Miguel toca a misa primera, podríamos ver cómo los postigos se van abriendo lentamente, recortando sobre el fondo negro del zaguán el ropaje más negro, de las mujeres, que con andar pausado se dirigen hacia la Colegiata. Se llamarán: Munia, Ofresa, Toda, Benilde… nombres que la incuria humana ha ido abandonando.

 

            Aquí vivieron familias distinguidas en la paz y en la guerra, con criados, con abundante caballería; a sus casas solariegas llegaban lujosos carruajes, que interrumpían el silencio de los días. Y aquí vivían también, orgullosos hidalgos en cuyas casas no entraba el pan porque el trabajo no estaba bien mirado; no lejos, en la misma calle, con más pobreza, humildes siervos para los hidalgos. Podéis imaginar, si queréis, la vida de unos y otros. Os resultaría fácil.

 

            El viajero, después de melancólicas meditaciones, ha salido a la Plaza; el espíritu se abre al espacio que brinda la hermosa perspectiva. A la derecha, la gracia de los placenteros soportales: “Todo un mundo aquellos soportales por donde resbala mansamente (…) la Historia.” Hemos copiado nuevamente a Unamuno. En la misma plaza la casa de los Villalobo-Solórzano, la de los Siete Linajes, llamarán su atención. Cuando el maestro Ortega y Gasset recorrió tierras castellanas y se encontró una y otra vez ante plazas como ésta, escribió: “En la vida española ha debido haber una época magnífica: la época en que se construyen las grandes plazas con soportales.” E insiste: “No es tan familiar esta prócer imagen del pasado, que no reparamos bien en su magnificencia.” y el ilustre profesor se alarga en reflexiones sobre las diferencias entre un mundo capaz desprenderse elegantemente de grandes espacios para destinarlos a vías publicas y el nuestro, avaro hasta el delito para aprovecharlos.

 

            Pero sigamos a doña Munia, doña Ofresa, a doña Toda, a doña Benilde, en nuestra visita… Entremos con ellas en la Iglesia Colegiata de San Miguel, que está haciendo repicar su campana y si todavía nos queda alguna capacidad de asombro, acerquémonos a sus altares. La escultura castellana nos asaltará con su fuerza y realismo, que es esencia y gloria de esta imaginería en la que la villa es tan rica: Cristos crucificados, Vírgenes sedentes, Santos martirizados… os resultaran más elocuentes que mil sermones. Ante la imagen del Cristo yacente de la Abadía, han pasado muchas generaciones de aquilarenses contando sus cuitas y esperando confiados.

 

            El viajero se detiene ante las figuras orantes de los Marqueses de Aguilar, que velan su propio eterno sueño con nobleza en los semblantes y con recogimiento. La penumbra de la iglesia es grata; el silencio rumoroso de los rezos acompaña nuestras reflexiones, que se sosiegan. Entrar en estas iglesias es hacer un alto en el camino exigente de la vida; aquí se para la historia de cada día, y se hace más cierto el mote que campea en uno de esos escudos heráldicos que ornan abundantemente las fachadas de estas casas solariegas: “Belar se deve la vida de tal suerte que quede vida en la muerte”. Hay vida en esta muerte que recuerdan las imágenes que nos rodean; hay vida también en esta muerte resucitada del oratorio de los Marqueses y en las estatuas yacentes de tanto caballero.

 

            Pero el forastero, bien a su pesar, no puede detenerse en estas contemplaciones; es un lujo imposible para quien hoy recorre la villa y los campos que la abrazan. Ha de salir a la Plaza. Pasará lentamente por los soportales donde la labor diaria no ha empozado todavía. Dirigirá sus pasos hacia la Puerta del Paseo Real para buscar extramuros el monasterio de San María. En el juego con el tiempo en el que se está moviendo, su imaginación le lleva a cualquier época: es lo mismo el siglo XII, el XIII, el XVIII, o el XX de nuestros días. Por este paseo que lleva al monasterio han pasado los años, se han sucedido los estilos y también se ha posado a veces el abandono; pero el viajero de este último tercio del siglo XX se sentirá a gusto aquí, porque esa reserva romántica que todos guardamos se conmoverá. Son milagros de la intemporalidad que el hombre, a veces, imprime a sus obras.

 

            Ante la fachada de Santa María la Real, no puede menos de recordar con nostalgia los dibujos de Parcerisa. Le gustaría haber encontrado la antigua abadía como la vio el artista, con la espadaña esbelta, pero tiene que conformarse con la esperanzada promesa que representan unos andamios y el repicar de martillos sobre la piedra. Entrada sencilla, con arco de medio punto, ventanas de inspiración románica, alternadas con otras alargadas, con parteluz, góticas; el claustro, otra vez el recuerdo de Parcerisa, la sala capitular… Nombres perdidos para siempre: don Opila, don Analso, don Lecenio, don Martino... como se perdieron para este monasterio los cantos litúrgicos que resonaban en sus bóvedas con la gravedad que les concedía la devoción.

 

            Al viajero le gustaría ahora subir la Peña Aguilón hasta el Castillo, para devolver la mirada a Cabria, pero le retiene Santa Cecilia, recostada sobre la falda de la colina. El románico castellano, el que fue posándose humildemente a lo largo y a lo ancho de la meseta, está bien representado por esta iglesia, que Aguilar cuida y mima con noble orgullo. ¡Qué gran sentido estético el de sus fundadores situándola como sobre un altar para ser admirada! Siempre le gustó imaginar que Santa Cecilia y San Andrés habían sido un capricho de los maestros canteros de Santa María la Real; a la hora del Ángelus, cuando todos abandonaban la ruda labor, ellos labrarían estas piedras con la fantasía libre de las ataduras de los planos.

 

            Antes se hablaba del temor de que un día Santa Cecilia, asustada, alzara el vuelo. No es vana la idea, pues aquí debería estar también San Andrés, pero desde estas lomas saltaron sus ruinas hasta el cementerio, para salvarse de muerte cierta. La Cascajera, el Monasterio de Santa Clara -frente al palacio de los Manrique, condes de Castañeda y Marqueses de Aguilar-, el Soto, son caminos que llevan a rendir visita a los restos de la humilde iglesia románica. Junto al río hay rumor como de rezos; las hojas plateadas de los álamos, movidas por el cierzo, ponen una música suave a la tarde. Lo que fue arco de entrada al templo de San Andrés, es hoy paso obligado para la otra vida, la que debe quedar después de la muerte.

 

            Se puede pensar que el viajero no ha detenido su atención en el Aguilar de hoy, que no se ha parado a contemplar logros más recientes, pero no es así. No se pueden admirar esta joyas artísticas, ni recorrer la noble historia de que hablan tantos blasones, sin tener presente la vida actual, con la que contrastan sin ofenderse mutuamente. De uno y otro se necesita para poder comprenderlos aislados. Porque si los tiempos nuevos precisan del pasado para resaltar sus avances, el pasado no existe sin la referencia al ahora. Tienen en común las razones de su ser. Cuando una ciudad florece y decae y otra vez prospera, es decir, cuando una ciudad no muere para siempre, piensa el viajero que tiene que haber razones que lo justifiquen. Cada colectividad humana tiene el pueblo I que se merece, que es consecuencia de la ambición de sus habitantes. Ahondando en el tema, buscando las de esta villa, se encuentra que junto a las geográficas, a las económicas, a las puramente materiales, aparecen en primera fila las humanas: el esfuerzo, el entusiasmo, la laboriosidad de los equilarenses, que constituyen la más noble ejecutoria del presente.

 

            La visita a la villa se ha realizado morosamente; el viajero diría que, solazándose piedra a piedra, rincón a rincón, demorando la hora de abandonarla con esa tristeza que produce en el ánimo la separación del objeto amado. Para Aguilar de Campoo las fiestas han comenzado; esta hermosa corte, representativa fiel de la belleza de vuestras mujeres, os introducirá en ellas y la vara mágica de la Reina conseguirá que todos os sintáis dichosos, por lo menos por unos días, olvidando penas y agravios, dando suelta a las palomas de la alegría.

 ¡Felices fiestas!

 


Leído en el Cine Campoo, de Aguilar de Campoo (Palencia), el 23 de junio de 1978

miércoles, 15 de junio de 2022

Eduardo López Pisano

 

Eduardo Pisano.

Memoria y nostalgia

 

 

            Siempre he recordado con profunda nostalgia aquellos años anteriores y próximos a la guerra civil, cuando en las tardes libres de mis estudios en el Instituto de Torrelavega subía hasta el Caserío del Alto de San Bartolomé donde residía Eduardo Pisano. Vivía con sus padres y hermanos, dedicados todos al bello quehacer de la floricultura. Allí tenía instalado su estudio y allí le vi pintar por primera vez. También allí empecé a quererle y a disfrutar de su amistad. Las horas vespertinas de nuestros encuentros, tenían continuación en las primeras de la noche, cuando nos veíamos en la tertulia de la Biblioteca Popular de Torrelavega. Desdichadamente, pocos de los contertulios de entonces podemos volver hoy sobre aquel recuerdo. Nuestros maestros en estas reuniones, a cuya sabiduría y calidad humana nos acogíamos, han precedido todos a Pisano en la hora de la muerte. Gabino Teira, Pedro Lorenzo, Alfredo Velarde, Fermín Cianca... ¡Qué de cosas aprendimos con ellos! Entre los discípulos distinguidos también hay muertos, como José Luis Hidalgo.

 

            “Eduardo alternaba en esos años el bello oficio de floricultor con la pintura” como escribió Alfredo Velarde en enero de 1936 para el catálogo de una exposición de Hidalgo. En más de una ocasión vi entonces a Pisano con un hermoso ramo de tulipanes, escogidos entre los que más destacaban de los sus cultivos, para obsequiar a la señora de alguno de los maestros con ocasión de señalada ceremonia. ¡Cuántos recuerdos ahora en la memoria! Las horas de la muerte llegan siempre coronadas con horas de la vida para hacer más dura la separación definitiva.

 

            Con Pisano estos recuerdos se nos antojan siempre, engañosamente, acompañados de momentos lúdicos. Pero nada más que engañosamente, porque bajo una aparente superficialidad, animada de risas y dichos ocurrentes, quedaba escondido un hondo y serio sentido humano de la existencia. Ya desde entonces, desde aquellas horas en el Caserío y en la Biblioteca, llenas hoy de vivencias para los que quedamos, su charla incansable llevaba siempre consigo una oculta contradicción, que discurría entre él y el mundo. Tenia la costumbre de ilustrar la conversación intercalando versos de poetas admirados, que evidenciaban esta contradicción. Estrofas de Antonio Machado o de Alberti escapaban de sus labios con fluidez, confesando situaciones ocultas de su alma. “Tienes cuatro mulas tordas, un caballo delantero, un carro con ruedas verdes y la carretera toda para ti, ¿qué más quieres, carretero?”, le muchas veces esta copla de Alberti, que encerraba la referencia a una autentica manera de ser y de estar. Pero a veces se arrepentía de desnudar su alma y enseguida añadía, burlescamente, como para borrar la realidad despertada por los versos de Alberti “También don Francisco de Goya y Lucientes bebía vino”, muletilla con la que enmascaraba la expresión anterior delatadora de una serena felicidad.

 

            Enseguida vinieron los años de la guerra y con ellos la ausencia de Pisano de Torrelavega. Cuando menos lo esperábamos aparecía en la tertulia de la Biblioteca Popular, en una escapada de los frentes de combate, frecuentemente acompañado de Mauro Muriedas. Eran momentos duros para todos. La espontanea y contagiosa alegría de Eduardo parecía haber desaparecido. Hablaba seriamente de lo que estaba ocurriendo y de lo que iba a poder ocurrir El mismo fue una de las víctimas. Tuvo que abandonar su Caserío y los tulipanes. Marchó a Francia. Todo fue allí todavía más duro. Ni las cuatro mulas tordas, ni el caballo delantero, ni el carro con ruedas verdes… Como los demás hombres del exilio y el llanto, tuvo que empezar a hacer camino al andar.

 

            Aquella felicidad que había quedado atrás era ahora añorada desde un extraño París. Habrían de pasar unos años para que Eduardo volviera a pintar, volviera a vivir, porque para él vivir era pintar.

 

            Nada supimos los amigos de su existencia hasta mucho más tarde. La visita a París de algún conocido común a las noticias familiares, nos hacían saber que vivía, que pintaba; alguna pequeña muestra de su pintura llegaba a nuestras manos; cada una era confirmación de una lucha que presentíamos. Los payasos de sus cuadros hacían llorar más que reír, los toreros nunca parecían destinados a alcanzar la gloria en su oficio; las empolvadas mujeres, de colores violentos en su maquillaje, también nos hablaban de una triste infelicidad. Eduardo volvía a veces a Torrelavega y lo hacía con la risa abierta, con pasión en la relación con los amigos, delatada por la alegría provocada en el encuentro.

 

            Ahora ya no nos queda más que la memoria de estas visitas y la nostalgia de aquellos años, que vivirán para siempre en la memoria nuestra. 

 

Torrelavega, junio de 1986

 




 


domingo, 5 de junio de 2022

Cataluña del Castillo

 


, paisajista

 

Sentir estética y plásticamente la naturaleza,

es cosa de seres civilizados.

Joaquín de la Puente

 

 

         Cataluña del Castillo es un ser civilizado. Nos lo dice su obra, en la que advertimos un singular enfoque estético del paisaje y un concepto plástico no menos singular para interpretarle. Su retina absorbe avaramente lo que entra por sus ojos, lo elabora con su sensibilidad y nos lo devuelve en una creación apasionante. Su arte cumple a la perfección con la obligación inherente a todo paisajista auténtico de ofrecer nuevos aspectos de la Naturaleza, que no estaban al alcance de los ojos profanos. Advertimos en su obra que la creación es compleja, como en toda expresión humana: el lienzo, como en el verso de Alberti, ya no es lino, plano humilde, tela, sino soporte vigoroso trabajado minuciosamente, sobre el que van surgiendo en sabia estructura los elementos del paisaje; la pasta, rica y densa en el momento preciso, es depositada con soltura y con el conocimiento justo de su valor; el color es fuerte, o delicado, con la intensidad necesaria para cada pincelada; el orden reina en la obra terminada, donde la geometría es dueña cuando hace falta, o queda abandonada si la inspiración desbordante que mueve la mano lo pide.

 

         Cataluña del Castillo, sabia andadura por los caminos del arte, nos ayuda con su obra a ser nosotros también seres civilizados.

 


 

Publicado en:

Catálogo de la exposición en la Sala Espí de Torrelavega. Traducido al francés para la exposición en la Librairie Feret de Bordeaux.

5/24 de junio 1976 // 17/9 a 2/10 1976