Tiempo y Memoria
Se trata de una memoria que no puede remontarse muchos años atrás. La técnica que lo permite se empezó a conocer solo hace siglo y medio. Para Torrelavega el tiempo que lo limita es más corto; en torno al año 1880. Bernardo Riego nos ha hablado del año 1879 para fechar la llegada a la villa del primer fotógrafo, Justo V. Blanco, “y quizás antes, el ambulante Bernardo Ruíz, que procedía de Oviedo, [ ... ] tuvo un gabinete instalado en Mártires, 7”. Más adelante, en el mismo libro, precisa el autor citado que el primer fotógrafo establecido de manera permanente en Torrelavega, fue Alfonso Redón “que debió comenzar en 1883; su estudio estaba situado en el pasaje de Saro”.
Es corta esta fidedigna memoria recogida en las placas fotográficas de entonces, pero suficiente para ensanchar la imaginación por los caminos pisados por nuestros antepasados. Instantes conservados en el viejo baúl de la abuela, mezclados con objetos de un uso ya agotado, en revuelto orden que el tiempo ha dispuesto. Aroma de años lejanos, de fechas que aún tenían futuro. Tiempos fijados para siempre en estas imágenes; pasado y presente que también se nos antojan nuestros.
Es tiempo también que nuestros ascendientes hicieron realidad para nosotros, incorporándolo con sus recuerdos a la memoria con que los vivimos hoy. Pasear la mirada por este libro puede dar lugar a que la recuperemos humedecida. Nombres desaparecidos, sitúan lugares que la añoranza busca inútilmente: Tras la Torre, el Majuelo, la Puebla; o el Regato, el Nogal, la Calleja... y unidos a estos nombres, el de hombres y mujeres que vivieron aquella existencia. De la mano de la historia, que también por estos recuerdos pasa, nuevos nombres de calles y lugares fueron sustituyendo a aquéllos, incorporándolos a la vida más cercana: el Cantón, la Confianza, Herrerías, Tudescos ...
Cuando llegó la fotografía ya transitaban por algunas de estas calles las diligencias. La Quebrantada, el Comercio, la Plaza Mayor, el Mortuorio, eran camino obligado a Santander. La Quebrantada estaba formando sus "Cuatro Caminos". Desembarcaban de las diligencias los viajeros ante el curioso mirar de los vecinos; atuendos extraños para los nativos; baúles con el misterio de su contenido. Y allí, la oportuna cámara del fotógrafo que todavía ignora que está trabajando para la historia. Junto a los carruajes, y humildes edificios, con establecimientos que orientan su actividad hacía el mundo que allí se recrea: talleres de carros para atender las posibles averías; coches de alquiler, para prolongar el viaje a puntos no comprendidos en la ruta trazada; hospedajes, herreros, ... ¿De dónde este nombre de Quebrantada?, se preguntan los viajeros. ¿Qué parte de nuestra historia recuerda? ¿Fue don Diego Hurtado de Mendoza quien dejó huella con sus batallas en este lugar yen el del Mortuorio? La historia lejana parece afirmarlo así.
Cuatro Caminos va alargando sus brazos, delineando su cruce; la carretera que lleva a Asturias está siendo modelada por las ruedas de las diligencias. Las viviendas que allí se construyen atraen también el objetivo del fotógrafo que nos deja constancia de ellas.
Nacía entonces el tejido viario de la todavía villa pero pronto ciudad. La calle del Comercio, ampliando sus actividades, confirmaba así el nombre, que perdería en 1911 cuando recibe el de José María de Pereda. Era el enlace entre Cuatro Caminos y la Plaza Mayor. Obligado tránsito en los días de mercado para las mercancías que llegaban a los rústicos tejadillos en que se ofrecían al público en la plaza. Sobre el no menos rústico empedrado y suelo de tierra, la cerámica doméstica ocupaba la mayor parte de su superficie. Campo abierto los más de los días para solaz de los vecinos, donde ya se encuentran muestras de pretenciosos edificios que se levantaban en sus márgenes con soportales corridos y varias alturas de pisos. Los maestros de obra Pablo Piqué y José Varela introducían con ellos nuevas maneras. Empezaban a asentarse en estos soportales, con la prudencia de su etnia, los comercios pasiegos. Tímido y retraído en personas y mercancías, pero decididamente anclado en modestos huecos y amplia trastienda.
Pronto extendieron su diligente actividad a la mayor parte del pueblo, sentando así una de las bases de la prosperidad económica local, a la que contribuiría muy eficazmente el dinero de los indianos que llegaba de América.
El empuje de unos y el dinero de otros, concurren a la apertura de nuevas calles. Una de ellas con el nombre inicial de " Camino de la estación", que en 1876 pasaría a ostentar oficialmente el de "Calle de Julián Ceballos". Por aquí se fue extendiendo la villa hasta la estación del ferrocarril de Isabel II. En sus márgenes levantaron pronto la vivienda familiar Genaro Perogordo, Crespo Quintana, Argumosa... Un cronista de la época hablaría así en 1880 de la vía recién abierta: ... entre prados multiplicados de un eterno verdor, llegamos a la estación de Torrelavega De aquí parte, hasta la villa, una nueva y recta carretera, festoneada ya por ambas bandas con chopos y plátanos frescos y frondosos, que apenas hace recordar que median pocos años que era todo este trazado un monte áspero y despoblado [..] Casi todas sus construcciones son obra de los que por la necesidad o el ejemplo, han sabido lograr en lejanas tierras una regular fortuna, saliendo pobres y volviendo más que ricos, con el opulento nombres de indianos.
El "Camino de la estación" fue lugar de expansión para el comercio. Un nuevo núcleo urbano se apoya en su trayecto, con el nombre de calle Consolación. En los primeros años fue conocida como "la calle de los Pasiegos", sobrenombre que se utilizó durante mucho tiempo, con justificado origen en los abundantes comercios de tejidos que abrieron también aquí los inmigrantes que llegaban de las villas pasiegas.
En la confluencia de esta calle con el camino que conducía a la estación del ferrocarril, manaba una fuente, la de la Ribera,... vulgarmente conocida por la de los Cuatro Caños, que sólo arroja agua por tres de ellos y en tan escasa cantidad que en vez de chorros sólo eran unas cuantas gotas lo que cada uno producía, como dijo de ella el año 1878 el ingeniero Eduardo Miera. Agora torrelaveguense, punto neurálgico de citas y reuniones, escribe Serafin Escalante, lugar por donde ( ...) sin distinción de clase, a una u otra hora del día, transitaban todos sus habitantes. Cuando el "Camino de la estación" quedó abierto al tránsito rodado, fue punto de partida para los carros de caballos que cubrían el trayecto a la estación del ferrocarril.
El llamado Pasaje de Saro unía este lugar de Cuatro Caños con otro de los espacios urbanos: la antigua Plaza del Grano. Aquí el recuerdo se agranda, coge más vuelo. En uno de sus lados, los restos de los edificios de lo que un día fue Palacio de la Casa de la Vega, nos hablaban de historias primeras; de fosos de defensa inundados por el río Sorravides; de jardines con naranjos, limoneros y parrales... todo desaparecido hoy. Años e historias en los que sus hechos habían pasado ya a los libros. Unido a aquellos restos, se conserva la vieja iglesia parroquial, derribada en 1937, cuyo origen estaba en la Capilla del Palacio. Era este un antes que había escapado al objetivo de las máquinas fotográficas y que se guardaba en la cámara oscura de la memoria, perpetuándose de generación en generación. El mismo Fernández Escalante citado, llamó al conjunto Aristocrático barrio torrelaveguense, a fines del siglo XIX... y árboles y bancos para el paseo y descanso en una elevada zona central, enlosada, trataban de embellecer el lugar.
Rodrigo Amador de los Ríos se refirió a ella diciendo que era una espaciosa plaza, plantada de arboles, en la que se hallaba la Casa Consistorial, edificada en 1855 sobre porches.
La añoranza mitifica los recuerdos y endulza asperezas. Las costumbres y anécdotas contadas por los abuelos, aparecen en la memoria con nitidez de días claros y perfección de formas.
Han transcurrido los veinte años finales del siglo XIX. La memoria gráfica se multiplica. Se acercan con ella abundantes imágenes, que se nos antoja vividas por nosotros. Pero nada más que en la ilusoria existencia que provoca la nostalgia... En las viejas calles vemos congeladas siluetas de ayer y de hoy; establecimientos comerciales, en los que cremas reconocer a sus dueños. La calle Ancha, la Estrella, la Avenida de la estación del Cantábrico... Pero no, no eran tiempos nuestros. Sería años más tarde cuando para nuestra juventud primera, todas las calles llevaban a la Plaza Mayor. Como llevaban al ferial de la Llama, cuando éste se llenaba de ganado y tratantes y de figones en los que acababan las conversaciones de compra y venta.
En el campo de Pomar, próximo al ferial, se construye una nueva iglesia. El dinero de los vecinos pudientes y el denodado empuje del párroco, don Ceferino Calderón, hicieron realidad un proyecto arquitectónico ambicioso.
Cuando Torrelavega entra en el nuevo siglo parece salir de la adolescencia y pasar a la madurez. Una vida económicamente en marcha ascendente colabora en el sosiego de sus habitantes. Se crean asociaciones de recreo y culturales; se consolida la presencia de periódicos nacidos unos años antes; nace la Escuela de Artes y Oficios. Ahora ya es ciudad, titulo que colma el orgullo de los vecinos. Pero desaparecen lugares y nombres que los habían identificado: el Pradejón, los Corrales, el Hoyo, y el callejón de Sal-si-puedes...
De estos años quedan otros instantes de la memoria. Por delante, una vida nueva que las cámaras fotográficas han ido recogiendo en mayor abundancia. Vida densa en hechos y en ambición colectiva y privada, en la que hoy nos encontramos inmersos.
Publicado en: El libro “Instantes de la Memoria” (Torrelavega en sus fotos)
Ayuntamiento de Torrelavega, 1996
El diario Montañés el 21 de febrero de 1997