Este es el texto que leyese Aurelio García Cantalapiedra, hace hoy treinta años, en el Salón de Actos y Exposiciones de Caja Cantabria con motivo de la inauguración de una exposición con obras de Manuel Pondal.
SEMBLANZA SE MANOLO PONDAL
Para los hombres de mi generación que por circunstancias personales no nos movimos de Torrelavega, en aquellos primeros años de juventud, más que lo que nos movió la guerra, Manolo Pondal fue una referencia importante: La de un muchacho que, viviendo en un ambiente familiar acomodado, había renunciado a él, para seguir los tortuosos caminos de un futuro vocacional; el muchacho que se atrevió a hacer camino al andar siguiendo el verso de don Antonio Machado. No teníamos, o al menos no la tenía yo, más noticia suya que ésta, fabricada por mi imaginación, donde la celosa fantasía añadía por su cuenta andanzas, venturas y desventuras que nunca pude confirmar, porque cuando mi relación personal con Manolo Pondal tomó forma real, las conjeturas no procedían: Era ya entonces un pintor y lo que verdaderamente contaba era su pintura, que se mostraba a nuestros ojos con la evidencia de un dibujo segura y de color ajustado; no se traslucía el menor atisbo de aquella referencia imaginada, de muchacho que rompiera las ataduras familiares para entregarse en cuerpo y alma a una vocación, en la que los días serían dolorosos y transcurridos en una bohemia querida, pero innegablemente dura. Si acaso, en la tristeza de algunas de las figuras que había pintado se podía buscar cierto reflejo de un ambiente hostil, contra el que luchó con admirable coraje.
Su obra artística estaba ahora ahí, a veces placentera, amable; el luminoso amarillo aparecía en ella intentando mostrar retazos de felicidad, que de verdad existían ahora en la vida del pintor, y para mostrarlos, para mostrar a su pueblo que sus angustias pasadas no habían sido inútiles. Y lo hacía con la humildad de su arte, tan personal, tan sincero, como pidiendo que olvidáramos al artista que lo había realizado. Bastaban sus cuadros; él sonreía, como alejado de ellos, intentando dejarnos solos, para que buscáramos en sus telas los resultados de la referencia juvenil que habíamos imaginado, cuando Manolo Pondal era para nosotros el huido de una vida burguesa, acomodada.
Fue un artista a quien le costó mucho mostrar su obra ante el pueblo que le vio nacer. Pero no respondía a una determinación preconcebida, consecuente con hechos que la hubieran impulsado. Pienso que hubo en esto mucho de indolencia, o de aquello que en un catálogo editado por: el Circulo de Bellas Artes de Madrid, en abril de 1979, se valoraba como “una modestia sin par”. “Su obra de pintor intimo -se leía en el mismo catálogo- recatado y ajeno a todas las rivalidades de oficio, forjaron una personalidad que pasaba de largo por las vanidades de mundo”.
Mi primer encuentro con sus cuadros tuvo lugar en el verano de 1.954, cuando tomó parte en una exposición colectiva que reunió en la Galería Sur, de Santander, a muy destacados artistas de la joven pintura montañesa de entonces. El exigente criterio selectivo de Manuel Arce, dueño de la galería, no vaciló pocos meses después, en reunir en la misma sala una colección de cuadros en una muestra individual, en la que el artista mostraba al juicio publico sus buenas cualidades como autor de bodegones, de cuadros de flores y, sobre todo, de figuras. En esta última faceta se encontraba lo más depurado de su arte, consiguiendo, con un trazado vigoroso, expresivas representaciones de la figura humana, entre las que destacaban, en aquella exposición, un espléndido desnudo con el que había conseguido el primer premio en una exposición del Círculo de Bellas Artes de Madrid.
Pero fue un año más tarde, en octubre de 1955, cuando Pondal llegó públicamente con su obra a Torrelavega. Dos cuadros suyos fueron seleccionados para formar parte de la importante exposición colectiva organizada con motivo de la Semana de las Artes y de las Letras, que se celebró en esas fechas en nuestro pueblo. Se trataba de dos desnudos que se codeaban plásticamente, con toda dignidad, con las obras que allí se mostraban de los grandes de la pintura nacional: Francisco Arias, Capuleto, Álvaro Delgado, García Ochoa, Carpe, Martínez Novillo, Redondela, y hasta del supergrande Tapies había allí cuadros con los de Pondal. ¡Con que alegría veíamos colgada su pintura entre aquel grupo tan distinguido!
Fue la época de mayor contacto con su pueblo, porque en marzo siguiente volvió a presentar en la Biblioteca Municipal un conjunto de floreros y bodegones.
Manolo Pondal era ya un hombre de cuarenta años de edad a quien la vida reservaba todavía más de veinte, en los que parte sustancial de ellos los fue quemando en labores de profesor de dibujo en centros de enseñanza, labores que le robarían horas preciosas a su obra de pintor cuando ésta se podía encaminar ya por sendas de afianzamiento artístico.
Cuando en diciembre de 1977 se volvió a presentar ante nosotros con su pintura, en una exposición celebrada en el Banco de Bilbao, salta la tragedia: Manolo Pondal había muerto en las mismas fechas en que esta se celebraba. La muerte quedó así unida para siempre a su último encuentro plástico, en vida, con Torrelavega.
Ya no nos quedaba a sus amigos más que la realidad contundente de su pintura y el recuerdo de su persona. Aquella, la pintura, se había quedado sola ante el espectador, sin el importante soporte que era el pintor; ya no volveríamos a estrechar entre las nuestras, la mano que guiada por un espíritu sensible la realizó. Sería, para el futuro, una pintura huérfana, en la que los privilegiados que habíamos conocido a Manolo Pondal, tendríamos que poner entre ella y nosotros el recuerdo emocionado de su humildad, de sus ricas condiciones humanas y artísticas.
Como ahora lo hacemos, en este acto, ante sus cuadros, su familia y sus amigos, trayendo a la memoria encuentros con él que se funden inconscientes en esta pintura que hoy nos rodea y que se fundirán siempre, en cuantas ocasiones nos planteemos la figura y el arte de Manolo Pondal, el hombre y el artista.