jueves, 20 de enero de 2022

SEMBLANZA SE MANOLO PONDAL

Este es el texto que leyese Aurelio García Cantalapiedra, hace hoy treinta años, en el Salón de Actos y Exposiciones de Caja Cantabria con motivo de la inauguración de una exposición con obras de Manuel Pondal.

SEMBLANZA SE MANOLO PONDAL

            Para los hombres de mi generación que por circunstancias personales no nos movimos de Torrelavega, en aquellos primeros años de juventud, más que lo que nos movió la guerra, Manolo Pondal fue una referencia importante: La de un muchacho que, viviendo en un ambiente familiar acomodado, había renunciado a él, para seguir los tortuosos caminos de un futuro vocacional; el muchacho que se atrevió a hacer camino al andar siguiendo el verso de don Antonio Machado. No teníamos, o al menos no la tenía yo, más noticia suya que ésta, fabricada por mi imaginación, donde la celosa fantasía añadía por su cuenta andanzas, venturas y desventuras que nunca pude confirmar, porque cuando mi relación personal con Manolo Pondal tomó forma real, las conjeturas no procedían: Era ya entonces un pintor y lo que verdaderamente contaba era su pintura, que se mostraba a nuestros ojos con la evidencia de un dibujo segura y de color ajustado; no se traslucía el menor atisbo de aquella referencia imaginada, de muchacho que rompiera las ataduras familiares para entregarse en cuerpo y alma a una vocación, en la que los días serían dolorosos y transcurridos en una bohemia querida, pero innegablemente dura. Si acaso, en la tristeza de algunas de las figuras que había pintado se podía buscar cierto reflejo de un ambiente hostil, contra el que luchó con admirable coraje.

 

            Su obra artística estaba ahora ahí, a veces placentera, amable; el luminoso amarillo aparecía en ella intentando mostrar retazos de felicidad, que de verdad existían ahora en la vida del pintor, y para mostrarlos, para mostrar a su pueblo que sus angustias pasadas no habían sido inútiles. Y lo hacía con la humildad de su arte, tan personal, tan sincero, como pidiendo que olvidáramos al artista que lo había realizado. Bastaban sus cuadros; él sonreía, como alejado de ellos, intentando dejarnos solos, para que buscáramos en sus telas los resultados de la referencia juvenil que habíamos imaginado, cuando Manolo Pondal era para nosotros el huido de una vida burguesa, acomodada.

 

            Fue un artista a quien le costó mucho mostrar su obra ante el pueblo que le vio nacer. Pero no respondía a una determinación preconcebida, consecuente con hechos que la hubieran impulsado. Pienso que hubo en esto mucho de indolencia, o de aquello que en un catálogo editado por: el Circulo de Bellas Artes de Madrid, en abril de 1979, se valoraba como “una modestia sin par”. “Su obra de pintor intimo -se leía en el mismo catálogo- recatado y ajeno a todas las rivalidades de oficio, forjaron una personalidad que pasaba de largo por las vanidades de mundo”.

 

            Mi primer encuentro con sus cuadros tuvo lugar en el verano de 1.954, cuando tomó parte en una exposición colectiva que reunió en la Galería Sur, de Santander, a muy destacados artistas de la joven pintura montañesa de entonces. El exigente criterio selectivo de Manuel Arce, dueño de la galería, no vaciló pocos meses después, en reunir en la misma sala una colección de cuadros en una muestra individual, en la que el artista mostraba al juicio publico sus buenas cualidades como autor de bodegones, de cuadros de flores y, sobre todo, de figuras. En esta última faceta se encontraba lo más depurado de su arte, consiguiendo, con un trazado vigoroso, expresivas representaciones de la figura humana, entre las que destacaban, en aquella exposición, un espléndido desnudo con el que había conseguido el primer premio en una exposición del Círculo de Bellas Artes de Madrid.

 

            Pero fue un año más tarde, en octubre de 1955, cuando Pondal llegó públicamente con su obra a Torrelavega. Dos cuadros suyos fueron seleccionados para formar parte de la importante exposición colectiva organizada con motivo de la Semana de las Artes y de las Letras, que se celebró en esas fechas en nuestro pueblo. Se trataba de dos desnudos que se codeaban plásticamente, con toda dignidad, con las obras que allí se mostraban de los grandes de la pintura nacional: Francisco Arias, Capuleto, Álvaro Delgado, García Ochoa, Carpe, Martínez Novillo, Redondela, y hasta del supergrande Tapies había allí cuadros con los de Pondal. ¡Con que alegría veíamos colgada su pintura entre aquel grupo tan distinguido!

 

            Fue la época de mayor contacto con su pueblo, porque en marzo siguiente volvió a presentar en la Biblioteca Municipal un conjunto de floreros y bodegones.

 

            Manolo Pondal era ya un hombre de cuarenta años de edad a quien la vida reservaba todavía más de veinte, en los que parte sustancial de ellos los fue quemando en labores de profesor de dibujo en centros de enseñanza, labores que le robarían horas preciosas a su obra de pintor cuando ésta se podía encaminar ya por sendas de afianzamiento artístico.

 

            Cuando en diciembre de 1977 se volvió a presentar ante nosotros con su pintura, en una exposición celebrada en el Banco de Bilbao, salta la tragedia: Manolo Pondal había muerto en las mismas fechas en que esta se celebraba. La muerte quedó así unida para siempre a su último encuentro plástico, en vida, con Torrelavega.

 

            Ya no nos quedaba a sus amigos más que la realidad contundente de su pintura y el recuerdo de su persona. Aquella, la pintura, se había quedado sola ante el espectador, sin el importante soporte que era el pintor; ya no volveríamos a estrechar entre las nuestras, la mano que guiada por un espíritu sensible la realizó. Sería, para el futuro, una pintura huérfana, en la que los privilegiados que habíamos conocido a Manolo Pondal, tendríamos que poner entre ella y nosotros el recuerdo emocionado de su humildad, de sus ricas condiciones humanas y artísticas.

 

            Como ahora lo hacemos, en este acto, ante sus cuadros, su familia y sus amigos, trayendo a la memoria encuentros con él que se funden  inconscientes en esta pintura que hoy nos rodea y que se fundirán siempre, en cuantas ocasiones nos planteemos la figura y el arte de Manolo Pondal, el hombre y el artista. 


 



viernes, 14 de enero de 2022

ORIGEN Y SUCESIVAS AMPLIACIONES DEL CEMENTERIO DE TORRELAVEGA

 

 Hoy hace 11 años que falleció Aurelio García Cantalapiedra, quien escribiese en marzo de 1981 cosas como esta.

 

ORIGEN Y SUCESIVAS AMPLIACIONES DEL CEMENTERIO DE TORRELAVEGA

 


En la historia de Torrelavega, aunque breve -ya dijo de ella Víctor de la Serna que cabía en el dorso de un sobre-, existen una serie de “puntos oscuros” que es necesario tratar de aclarar. Y cuanto primero mejor, porque el paso da los años lo va haciendo más difícil, sobre todo, se va perdiendo interés por las personas y los hechos que nos precedieron. Las nuevas generaciones y los nuevos vecinos -que ya no son “vecinos'” sino “habitantes”-, no sienten apenas deseo de conocerlos.

 

Uno de estos puntos oscuros es el origen y sucesivas ampliaciones del cementerio de la ciudad, tema que ahora se ha puesto de relieve al proponerse el municipio la creación de uno nuevo. Si se lleva a efecto este proyecto, el actual desaparecerá en un periodo de tiempo más o menos largo, lo que añadirá desinterés y dificultades para la investigación.

 

Ya teníamos conciencia hace tiempo de que se desconocía el lugar donde se construyó el primer cementerio de Torrelavega, pues los más viejos del lugar, a quienes habíamos preguntado, buscando una orientación que nos pudieran facilitar por lo que hubieran podido oír a sus mayores, no daban contestación satisfactoria alguna. En el plano que confeccionó en 1852 don Hilarión Ruiz Amado no se señala la posición del cementerio y esto nos hacia pensar que, en esa fecha, a pesar de la prohibición de los enterramientos en las iglesias por Ordenes del 28 de junio de 1804 y 17 de octubre de 1805, aquí se seguía haciéndolo, lo que parecía limitar la investigación a años posteriores a 1852. Si se le añade que la puerta de acceso que hoy existe en el cementerio fue construida en 1859, todo hace suponer, en principio, que ésta podía ser la fecha buscada, pero resultaba muy improbable que se hubiera burlado la ley durante cincuenta años. Por otra parte, una rústica puerta que hoy se encuentra tapiada en una de las paredes laterales, hacia pensar en la posibilidad de que podía haber existido otro anterior a éste, en el mismo lugar.

 

En estas averiguaciones tuvimos la suerte de encontrar un croquis, confeccionado en 1855 por Juan Alonso Astúlez,, que nos proporcionó los datos que andábamos buscando. En este croquis, muy rudimentario y hasta con error en la señalización de la orientación geográfica, se acota una parcela con el nombre de “Campo Santos antiguo de 1809” y por las líneas trazadas en él se desprende que estaba situado en la zona del cementerio actual ocupada por el grupo de nichos en el que está el deposito de cadáveres. La fecha fue confirmada por un escrito que presentaron al Ayuntamiento en julio de 1843 las hermanas María Antonia, Rita y Ramona San Andrés, vecinas de Santillana. del Mar, que habían sido propietarias del terreno y que todavía, después de catorce años, estaban tratando de cobrarle. En este escrito se dice que la finca fue vendida en 1810.

 

Este fue el cementerio primitivo, con un cuadro de unos 22 metros por 25, posiblemente habilitado con urgencia para cumplir las ordenes establecidas. En poco tiempo se impuso la necesidad de la construcción de otro más adecuado, (sobre el que hemos encontrado antecedentes) en una reunión que tuvo lugar en el Ayuntamiento con ocasión de una visita del jefe político de la provincia. El 2 de junio se había desbordado el “río de la Cárcel” (el Sorravides), y los daños que había causado eran de tal importancia que motivaron la presencia de la autoridad provincial para examinarlos, ocasión que aprovecharon los miembros de la corporación local para plantearle las necesidades más apremiantes que tenía la villa, señalándose entre las prioritarias la “echura (sic) de un nuevo cementerio más acomodado a la población”. El primer paso se dio con una ampliación inmediata del existente en dirección hacia la puerta principal actual, lo que proporcionaba una superficie total de aproximadamente el doble de la que se disponía, autorizándose entonces la construcción de “monumentos en obsequio de los individuos de la familia que fallezcan”, con una dimensión de cuatro pies al ancho y ocho de largo y con un canon de mil reales que les daba la propiedad por cincuenta años. Así se construyeron los primeros panteones por don Pedro Alcántara Díaz Lavandero y don Ramón de Castañeda, entre otros.

 

A pesar de las órdenes circuladas sobre el particular, todavía en 1852 se ve obligado el Ayuntamiento a oficiar al Cabildo Eclesiástico local en el sentido de que “bajo su responsabilidad no consienta deposito de ningún cadáver en la Iglesia” Este enfrentamiento del Ayuntamiento con el Cabildo en torno al cementerio se prolongaría durante bastantes años, como se desprende de un acta municipal del 5 de setiembre de 1858 en la que se lee: “Proyecto de mejorar las condiciones del cementerio de esta villa con arreglo al plano levantado, con la oposición del Obispado”. Litigio que se refleja aún en documentos de 1863 y que, como veremos, no concluyó hasta 1884.

 

Las gestiones realizadas con el apoyo del jefe político de la provincia, se concretan en una nueva ampliación, que se sigue considerando provisional, realizada en 1855, por la que se añaden 15 metros en su frente, a todo lo largo de los 54 que tenía el cementerio que se venía utilizando, más un triángulo de terreno que quedaba en el lado opuesto a la puerta, en las cercanías del río Indiana, que configuraría de forma definitiva esa parte. En 1859 quedaba todo cerrado con pared de “cal y canto” y se construía la ornamental puerta de acceso que hoy existe, según planos realizados por el perito Vicente Manuel de Quijano. (En el plano general de … de 1886 conserva esta misma superficie)

 

En febrero de 1880 propone el concejal Sr Pérez Carral que “debe procederse a construir un pequeño cementerio para los que fallezcan separados del gremio católico”. Era una cuestión que había sido regulada por una Real Orden del 7 de enero de 1879 y a finales de ese año 1880, después de muy lavoriosas discusiones, se tomó el acuerdo de que las obras a realizar se reduzcan a las paredes en número de tres”, lo que nos indica que quedó adosado por uno de sus lados a la pared del cementerio católico, sin que hayamos podido determinar todavía en qué lugar de éste.

 

En agosto de 1881 se suscita por el concejal señor Fuentevilla la necesidad de “adoptar alguna resolución enérgica respecto al estado deplorable en que se encuentra el cementerio público”, de lo que se harían eco en noviembre del mismo año un grupo de vecinos que se dirigieron al Ayuntamiento pidiendo que “en atención al mal estado en que se encuentra el cementerio y a la poca capacidad del mismo, se sirvan proceder, sin levantar mano y con preferencia a otras obras, primero a dictar las medidas que correspondan para la decencia del mismo, reforma y buena administración y después al ensanche indispensable en relación con el aumento de habitantes que ha experimentado la población en pocos años.”

 

Pero las dificultades con la Iglesia continuaban y entorpecían la posibilidad de realizar la obra. No se había llegado a un acuerdo sobre la propiedad y autoridad de quién dependía el cementerio; los concejales Ruiz Tagle y Fuentevilla, que formaban parte de la comisión encargada de conferencias con el Cabildo con el fin de estudiar de común acuerdo el problema del nuevo cementerio, “dan cuenta de haberlo hecho con el Ilmo. Sr. Obispo de la Diócesis y el Párroco de esta villa, habiéndoles manifestado el primero que está dispuesto a construir un nuevo cementerio con sus propios fondos, como también a indemnizar al municipio de la propiedad que representa en el actual, no queriendo mezcla en este asunto con las autoridades civiles.”

 

La Iglesia fundamentaba su derecho en la Ley primera, título tercero de la Novísima Recopilación legal, en la que se le reconocía que correspondía a la Iglesia construir los cementerios para los católicos, a cuya actitud respondieron algunos concejales que, si se mantenía ese criterio por parte del clero, el Ayuntamiento debería construir otro con fondos municipales. En principio pensó en hacerle en el “Alto de San Bartolomé”, en el lugar que hoy ocupan los viejos depósitos de agua de la subida al “Alto de las Cruces”, pero fue desechada porque implicaba un gasto al que no se podía hacer frente y un tiempo para su construcción del que no se disponía, porque en opinión del peón-sepulturero, en oficio elevado al Ayuntamiento, se manifestaba que “era de primera necesidad. la ampliación, por donde sea posible, pues apenas queda terreno para sepulturas… y se daba el caso de no tener donde sepultar,” lo que alarmó a la corporación, pues se estaban dando focos de viruela que hacían temer una epidemia.

 

Las diferencias con la Iglesia quedaron concluidas por una R.O. del 15 de julio de 1884 que desestimando el recurso interpuesto por el párroco don Ceferino Calderón, daba vía libre al Ayuntamiento para seguir adelante con su proyecto de nuevo cementerio, en el que se perderían todavía algunos años, pues hasta 1892· no se tomó el acuerdo definitivo de amplia el provisional a base de una finca de cuarenta carros de superficie que habían adquirido en 1890 unos convecinos para donársela al Ayuntamiento con este fin. Entre estos convecinos figuraba en primer lugar don Ceferino Calderón quien hasta entonces había estado defendiendo la posición de la Iglesia, posiblemente por imposición del obispado. Los demás donantes fueron Pedro Ruiz Tagle Guardamino, Francisco Antonio Rodríguez González, José Fernández Hontoria, Justo Alonso Astúlez, Santiago Gervasio Herrero González, Joaquín Ruiz de Villa González, Valentín García Corona, Joaquín Hoyos Fernández, Pedro Sañudo Abascal, Guillermo Gómez Ceballos y Nicolás González Camino, los mismos, en su mayor parte, que en 1892 formaban parte de la junta pro construcción de una iglesia parroquial, de la que se puso la primera piedra el 25 de setiembre del mismo año. Estos señores se reservaban el derecho a una parcela que les permitiera construir un panteón familiar.

 

De los cuarenta carros de tierra que constituían su propiedad y que habían puesto a la disposición del Ayuntamiento, éste utilizó en principio unos diez, quedando los restantes sin ocupar hasta 1898 en que se procedió a una nueva ampliación.

 

El 9 de enero de 1903 dirigió don Demetrio Herreros González un escrito al Ayuntamiento, en nombre propio y en el de sus hermanos don Luciano y don Federico, solicitando que “dado el deplorable estado en que se halla el cementerio civil de esta población” se les permita construir uno nuevo por su cuenta para cedérsele después al pueblo, lo que fue aceptado procediéndose a su construcción en una finca de su propiedad próxima al cementerio católico, quedando entonces entre éste y el que se construyo una parcela propiedad de don Eufrasio Saiz Crespo, que fue adquirida por el Ayuntamiento el año 1929, con lo que quedaba cerrado todo el perímetro en su situación actual. El año 1931 fue derribada la tapia que separaba a los dos cementerios, el católico y el civil.

     

 


 

sábado, 8 de enero de 2022

Mauro Muriedas

 

Hoy, 8 de enero, nuestro recuerdo va para el entrañable Mauro Muriedas. Hace ya 31 años que pasó al otro lado le la historia. Quizás para alguno que nos lea no le suene de nada, eso es que no le conoció. Para los que le conocimos nos será muy difícil olvidarle. Y más si frente a nosotros hay unas obras suyas. En un nuevo homenaje a su persona, traigo este escrito de Aurelio García Cantalapiedra,

 

La escultura de Mauro Muriedas

 


         Los golpes de la maza del escultor orientan nuestros pasos hacia su taller. Es un franciscano rincón, en una buhardilla que nos habla ya de las obras que saldrán de sus manos, con el espacio justo para el banco de carpintero, para el escultor y para un arcón donde se guardan preciosas herramientas que le han acompañado a lo largo de su vida: gubias de todas las formas y para todos los fines; gubias de esquina, de cañón, de codillo; gubias planas y de contracodo; mazos de hierro y de madera, con la huella de los años...

* * *

Recordamos el taller de Campuzano. Era una amplia galería con grandes ventanales. Entonces en la vida del escultor había un empuje inédito; nada ni nadie había machacado todavía sobre este hierro. Sus obras tenían un vuelo recién nacido y ambicionaban el mundo. Cada escultura que salía del taller requería, para vivir, un amplio espacio circundante y llevaba un sello de esperanza. Es la época de «Mi hermano», la escultura desnuda y desafiante; de un Cristo crucificado, poco anterior a la iniciación de nuestra guerra civil, que presiente, como el Cristo de Velázquez unamuniano,

... ese velo de cerrada noche

 que se avecina.

         Pero Mauro Muriedas es un hombre de la misma madera que Manuel Llano; es un hombre, como muchos artistas de aquellos años, a quienes hiere el hacha de la guerra. A algunos, hasta destruirlos; a otros, hasta doblegarlos. Los primeros ya no cuentan más que en la memoria de los que quedaron. Para los segundos, los años traen otras vivencias. Se refugian en estos talleres franciscanos y desde aquí van lanzando al mundo gritos que claman contra injusticias. Gritos humanos, muy humanos en Mauro Muriedas, que nos hablan de la tragedia de los pescadores; de la tristeza del hombre desilusionado; de la vieja de Puente Avíos, en la que se reflejan los años y las amarguras; del pobre cargador y su perro, los dos hambrientos, que no conserva de sus años de trabajo más que el saco con el que cubría la cabeza al realizar, su dura labor; del esfuerzo de los mineros en la galería empujando las vagonetas con el mineral o de los barreneros que van perforando las ingratas entrañas de la «madre» tierra. Toda una teoría de lucha y de trabajo, de hambre y de miseria, queda expuesta aquí, en estos relieves y en estas esculturas en madera. La pone delante de nuestros ojos para que sintamos la angustia de su existencia.

         El escultor desde su taller, lucha contra la injusticia y cada obra es un grito contra el egoísmo. Hay muchos premios y medallas en su vida, pero no empañan la pulcra trayectoria que se va prolongando en la lenta y continuada labor de cada día, en las largas horas del verano o en las cortas del invierno, en la franciscana buhardilla.

* * *

           En el taller hay un tragaluz. El escultor suspene el trabajo y levanta su cabeza, ensimismado, hacia el pequeño trozo de cielo que desde allí se ve, pero enseguida le reanuda. Es preciso seguir luchando, como él lo hace, contra la injusticia del mundo. Que cada obra sea un grito, aun cuando no le oiga nadie.

 


Publicado en:

El libro titulado “Cuatro Amigos” 30 de marzo de 1969

Incluido en el libro: Torrelavega. Érase una vez el arte… los artistas y el mundo que les rodea. Editado por el Ayunt