El día 28 de diciembre de 1984 el Ayuntamiento de la villa de Cartes decidió dar el nombre de Manuel Lledías al Colegio Publico de la localidad. Se le pidió a Aurelio García Cantalapiedra que leyera unas semblanzas sobre el artista en aquel acto.
Manuel Lledías
Antes de iniciar la lectura de una breve semblanza de Manuel Lledías, el hombre y el artista a quien hoy se honra su memoria con la imposición del nombre a este magnífico grupo escolar, quiero resaltar con unas palabras el acto que estamos celebrando. No sólo por lo que hay en él de acertada proyección del nombre de un artista hacia la perennidad, sino por lo que la realización material de este hecho conlleva en su desarrollo.
En casos como éste, lo más normal es que cuando se consigue el fin propuesto, se deja en el olvido su gestación y me parece que no es justo. No es justo se olvide que tras de ello hay muchas horas de dedicación de unos hombres que han puesto todo su entusiasmo y su valer para llegar hasta el final. Es injusto que no se recuerde en este acto el esfuerzo realizado por el Alcalde de la Villa, junto a sus compañeros de corporación. Porque he sido testigo de las horas y horas que les ha costado, de las angustias y sinsabores que les ha proporcionado, me permito darles las gracias en público, en nombre de todos aquellos que ahora, como consecuencia de su gestión, podemos ver reunida tan importante colección de las obras del artista a quien hoy recordamos.
Y vayamos con la prometida semblanza de Manuel Lledías entre las centenarias piedras de esta admirable villa de Cartes.
Los pueblos no pueden ser ingratos con las personas que de alguna forma les enaltecen. No pueden dejar abandonada su memoria al olvido del viento de los días, porque, de hacerlo así sería la memoria del pueblo la que se iría perdiendo. Son los hombres los que conceden valor a las piedras venerables, en ese engarce del recuerdo de las sucesivas generaciones que es quien les mantiene con vida.
Esta permanencia del recuerdo, empuja con honorable afán los valores que le rodean hacia la conservación de un entorno siempre entrañable, por el que transcurrió la existencia de los antepasados en momentos de penas y de holganzas.
Y si las piedras venerables convocan con fuerza a los pueblos que las albergan, pensemos con qué fuerza no convocaran los hombres que las honraron. Permítanme la licencia de creer que la pátina de estas piedras es labor del espíritu de sus hombres. Es obra de todos los hombres que se han movido a su alrededor; es memoria, como decía antes, del pueblo que las vive y del que las ha vivido, para quienes, los que por una razón por otra han sobresalido del conjunto, como puede ser el ejemplo de Manuel Lledías, esto, los que destacan, son reflejo unificador de ese mismo conjunto.
Y en esta dirección, pocos pueblos como el de Cartes; pueden mostrar con orgullo una enseña tan limpia de menoscabo en sus andanzas, como la representada por Manuel Lledías con el ejemplo de saber estar en la vida con la dignidad que la vida exige.
Yo no recuerdo demasiadas vivencias personales de él y es verdad que lo lamento, porque de las cortas relaciones que mantuve con Lledías, de los escasos encuentros que tuvimos, me ha quedado la pena de que no fueran más frecuentes. Su carácter, su sensibilidad, hacían que resultase gratificante permanecer a su lado, escuchándole hablar con una voz suave, sin sensibles alteraciones de tono, convincente.
Le conocí no mucho después de establecer su residencia en Cartes, en el chalecito de junto al río donde fallecería treinta años después. Son recuerdos muy lejanos que, al llevarlos a mis palabras de hoy puede ser que los esté presentando con la envoltura de la nostalgia, a veces deformante de la realidad, pero, a veces también configuradora de la otra realidad, de la no menos auténtica que provoca en la memoria la admiración.
En aquella voz sin estridencias, se estaba reflejando la humanidad del artista. Posiblemente en este caso con más méritos que en otros, porque la vida de Manuel Lledías había sido fuertemente sacudida por unas circunstancias adversas en las mas de las ocasiones y, sin embargo, la humildad seguía fluyendo de su espíritu. En aquellos años que yo le traté, no le enojaba, por ejemplo, tener que desplazarse con frecuencia hasta Adarzo para imprimir sus planchas grabadas porque en casa no disponía de torno propio; no le enojaba chocar con la ignorancia ajena a la hora de presentar su obra al público; no le enojaba la vida que tenía que soportar que le obligó, allá por el año 1948 a emigrar a Hispanoamérica, tratando de encontrar horizontes más claros para su arte. Le recuerdo siempre como, metido en si mismo, disfrutando en silencio de unas vivencias íntimas, seguro de su valía artística, pero con esa humildad a que me he referido, que no vacilaría yo en calificar de franciscana.
Perdonarme los que le conocisteis más tiempo que yo, si mi semblanza no se ajusta a lo que puede ser la vuestra. Es mi recuerdo del artista y del hombre, el recuerdo de una admiración hacia quien vi luchar forzadamente por caminos que no eran los suyos, por caminos difíciles. De un hombre que honró con su dignidad al pueblo en el que transcurrieron muchos de los añas de su existencia y al que este pueblo manifiesta hoy, póstumamente, su agradecimiento. Justo es este homenaje y sabia la decisión de que su nombre quede unido a la Escuela de la Villa, para que las generaciones de niños que pasen por sus aulas puedan añadir, al respeto por las piedras que conforman la belleza del lugar, la veneración hacia un hombre que se hizo acreedor a esta admiración.