domingo, 28 de noviembre de 2021

IN MEMORIAM Carlos Galán

 

DE NUEVA YORK A CARTAGENA

EN BUSCA DE JOSÉ HIERRO

 

(A Carlos Galán, que hizo este camino virtual conmigo)

 


         No habíamos soltado de las manos el Cuaderno de Nueva York, cuando ya nos encontrábamos en Cartagena. De las orillas del Hudson a las del Mediterráneo. Las noticias propagadas por los medios de comunicación lo exigían así. Atrás habían quedado los versos del Cuaderno entre las esquinas de las calles de Nueva York, pero no olvidados. Se había inventado allí el silencio para el poeta, recuperado ahora en Cartagena con “Oración en Columbia University”.

        

         Por las páginas del libro, sin tiempo para ser cerradas, pasaban para nosotros los personajes que en ellas renacían; niños aún en brazos del padre; la música que sonó en la vida del poeta en tiempos de reclusión carcelaria; don Antonio Machado, desde las alturas de siempre... Bendito sea Dios, porque inventó los años, dice el poeta, que le han permitido vivir a las orillas del East River junto a su resucitado Beethoven. Por debajo de aquellos días ha sobrevolado José Hierro las olas que le han llevado hasta Cartagena (¿no es su mar Cantábrico?) donde una alcaldesa-hada providencial le ha acogido bajo su manto.

 

         Le había convocado la poesía en un homenaje a Antonio Oliver pero los actos se interrumpen. Aquel 15 de noviembre todavía lee el poeta al público dos poemas de su Cuaderno de Nueva York. El tiempo otra vez se detiene; hace un nuevo intento, también frustrado... A su lado Lines, su mujer, le mira confiada; cree en la fortaleza del poeta, pero la alcaldesa-hada providencial suspende los actos decidida y dispone el traslado a un hospital, donde el equipo médico lo confirma: un infarto agudo de miocardio agrava el enfisema pulmonar que desde hace tiempo arrastra Pepe Hierro. Un retraso de diez minutos hubiera sido fatal.

 

         La fortaleza del paciente es cierta; el día 27 ya viaja a Madrid, a un hospital cercano a su domicilio. Al otro lado del Atlántico, en México, se está celebrando en estos días la 14ª Feria Internacional del Libro, en Guadalajara, donde se le espera pero no puede acudir. (¡Saludos Eulalio Ferrer!). La prensa mexicana señaló, entre las grandes ausencias españolas, la del poeta José Hierro, convaleciente de un infarto. El acto de homenaje a su poesía se mantiene y ahora con mayor emoción. Seis poetas intervienen en él ensalzando su generosidad y su ética. Angel González, “quizás el más emocionado de todos” dice la prensa, explica lo que significó la irrupción de José Hierro en la desolada postguerra española y habla de cómo “aportó entonces una nueva manera de plantear la relación entre la poesía y la realidad”.

 

         El poeta, en Cartagena, lleva el recuerdo hasta América. En su memoria se repiten los versos que lo evocan:

 

La geometría de Nueva York se arruga,

se reblandece como una medusa,

se curva, oscila, asciende lo mismo

que un tornado vertiginosa y salomónica.

 

y “la seda peregrina del Hudson... conduce a la ciudad hasta la libertad”, que es la mar. Siempre la mar para el poeta, en una nueva vuelta hacia su mar Cantábrico, lejano y recordado, que suena en la caracola de su oído, como hoy, ya en Madrid, donde las gaviotas no existen, pero también vuelan para él negando el infarto.

 

Después de todo, todo ha sido nada,

a pesar de que en su día lo fue todo,

 

había manifestado José Hierro en el final de su Cuaderno de Nueva York, que permanece abierto en nuestras manos, confirmando la presencia del autor gloriosamente vivo entre nosotros y en Santander se le espera.

 

Publicado en:

El Diario Montañés,

7 de diciembre de 2000

 

 

 

 

 

 

 

 

miércoles, 24 de noviembre de 2021

 Hoy, 24 de noviembre de 2021, hace 50 años, se presentaba en los salones del Museo de Prehistoria de Santander del desaparecido edificio de la Diputación Provincial, la revista de poesía Peña Labra. En el acto participaron Miguel Ángel García Cantalapiedra, como director de la Institución Cultural de Cantabria, organismo institucional que patrocino la revista y Aurelio García Cantalapiedra, quien fuera director de la misma hasta su desaparición en el año 1989. En ese acto, el director de la revista hizo un homenaje a los poetas cántabros con estas palabras:

 

LOS POETAS MONTAÑESES

 

 


 

         Las notas que voy a leer se han anunciado con el título de “Los poetas Montañeses”. Se podrían haber encabezado con el de “La poesía montañesa”, pero no lo he hecho así por el temor a que pueda dar lugar a confusión. A primera vista pudiera parecer lo mismo, pero existe una sustancial diferencia de matiz que es preciso tener en cuenta. La expresión “los poetas montañeses” no admite duda, por su concreción; se va a aludir a los vates -y perdonen por esta palabra un tanto trasnochada-, nacidos en La Montaña. Si yo hubiera dicho “la poesía montañesa”, quedaba ya fijado de antemano que existe una poesía con unas características determinadas, que la adscriben a nuestra provincia, como algo distinto a lo que se hace en las otras. De antemano habría creado en la mente de los oyentes nuestra ínsula poética, moviéndoles hacia lo que considero una falsa idea. No existe una poesía montañesa, como no existe una poesía andaluza o aragonesa; podrá haber una poesía escrita en catalán o en gallego, pero esto no quiere decir que reúna unas condiciones propias para fijarla en aquella región, salvo las del idioma. En este caso, la calificación que se hace tendría la misma categoría que se hablara de poesía francesa o de poesía inglesa. señalar con la precisión que requiere una mención científica, unas características en ciertos poetas que permitan adscribirlos a una región determinada, salvo la anécdota de su nacimiento.

 

         Se ha hablado, por ejemplo, de la saudade gallega, pero esto no será más que un sentimiento reflejado por Rosalía de Castro y algún otro poeta de aquella región. Se podría hablar también de la musa del septentrión, melancolía , al aludir a nuestros poetas de la Montaña, pero esto, como aquello, dice nada más que de una situación de ciertos poetas y en ciertos momentos; nunca se podrá generalizar a cuenta de esta frase feliz de Aguirre y Escalante.

 

         Cada poeta, y este es el gran misterio de la poesía, cada. poeta, digo, cuando lo es de verdad, es un mundo aparte de los otros, al que nunca marcará la geografía, sino es anecdóticamente. Por esto, y vuelvo con ello al principio, cuando se pretende agrupar a los poetas de una zona determinada, solamente cabe hacerlo metiendo en esa agrupación a cada uno de los poetas, como tales personas; no existe posibilidad de demostrar que ellos, así reunidos, representen con su poesía a una determinada región.

 

         Así sentado el criterio -por lo menos mi criterio, y pido perdón a quien no esté conforme con el mismo-, sigo adelante con el tema propuesto, no sin antes advertir a Vds. que he limitado estas notas con la fecha de 1936, en primer lugar, porque si pretendiera acoger aquí a los poetas contemporáneos me encontraría con que era demasiado tema para una conferencia y Vds. no lo soportarían. En segundo lugar, porque creo, con el profesor Gaya Nuño, que la guerra civil española “es tajo permanente en cualquier actividad de nuestra historia del orden monográfico que fuese”. La poesía no escapa a esta sentencia y pienso si no será uno de los aspectos de la cultura más influidos en ese sentido, por las condiciones en que se vio afectada por la guerra.

 

I

 

         ¿Desde qué fecha se puede hablar de poetas montañeses? Esto es difícil de contestar, porque además no estamos libres de que la investigación de cada día no nos depare mañana un nuevo poeta montañés anterior al que conocemos. Hoy todavía podemos iniciar la marcha como lo hizo Elías Ortiz de la Torre en su Florilegio montañés, de 1922, quien se remontó hasta el siglo XVI encontrándose con el nombre de RODRIGO DE REINOSA, autor de coplas y romances, repitiendo con D. Marcelino Menéndez Pelayo que, para traerle a nuestra casa; tenemos únicamente el indicio de su apellido. Flojo argumento me parece, pero admitámosle para empezar nuestra nómina. El propio D. Marcelino comentó: “difícilmente podemos encontrar antes del siglo XVII poeta alguno de cuyo nacimiento en la Montaña tengamos prueba directa y segura. Yo bien quisiera tenerla respecto al cínico pero ingeniosísimo poeta Rodrigo de Reinosa, cuyos pliegos sueltos góticos son buscados y pagados hoy por los bibliófilos a peso de oro… lo cierto -continúa D. Marcelino- es que de sus versos nada se saca en limpio acerca de su patria”. Y a continuación viene la frase que hemos comentado, en relación con su apellido, “el cual -son palabras de Menéndez Pelayo- tratándose de persona tan plebeya y humilde como parece haber sido, debe indicar el pueblo natal y no otra cosa.” Esta opinión se refuerza con el conocimiento hoy generalizado de que los autores de pliegos de cordel, en su mayoría, se denominaban de acuerdo con su origen. José María de Cossío, que ha escrito un concienzudo trabajo sobre este poeta, publicado en la meritísima colección “Antología de Escritores y Artistas Montañeses”, insiste en esta opinión y comenta: “Los nombres de pueblos apellidando a poetas del siglo XV y de pliegos sueltos de los primeros decenios del XVI, son frecuentes, y en algunos casos acompañaba al usa del apellido la declaración terminante de ser la patria del así nombrado” y añade Cossío una serie de ejemplos que parecen no dejar lugar a duda en cuanto al origen campurriano de nuestro primer poeta. Nada se puede añadir hoy sobre la vida de Rodrigo de Reinosa a lo que dejo dicho Cossío; no se conoce absolutamente nada de sus andanzas. Parece que fue un juglar de los que en aquellos tiempos se dedicaban a cantar y vender sus pliegos de cordel por plazas y caminos. Si pretendiéramos fijar algún dato de su vida por los pliegos que han llegado a nosotros, caeríamos en mayor confusión, pues proceden de todos los puntos cardinales: Barcelona, Toledo, Burgos, Sevilla… Cossío se basa en esta dispersión de las ediciones, para deducir “que la aceptación de sus coplas era tal que en los más diversos lugares tenían acogida y se publicaban sin su intervención.” Se sabe con certeza que escribió a finales del siglo XV y primeros del XVI. El pliego más antiguo de que se tiene referencia, está fechado en 1513, con el titulo Cancionero de Nuestra Señora, del que no se conoce ejemplar alguno, pero del que se sabe que existió por estar recopilado en la relación de libros de D. Fernando Colón, el gran bibliófilo. Otros pliegos suyos encontrados llevan las fechas de 1524, 1539 y 1540.

 

         En cuanto al contenido de sus obras, ya queda bien identificado por Menéndez Pelayo cuando dice “este maleante juglar no solo trazó con desenfadada pluma los cuadros aretinescos de las coplas de las comadres, sino que es autor, o refundidor al menos, de dos de los más agudos y picantes romances castellanos, el de la Infantina (De Francia vino la niña) y el de una gentil dama y un rústico pastor, ante cuya sobriedad y fina malicia -continúa D. Marcelino- parecen lánguidos y groseros todos los fabliaux franceses.”

 

         Precisamente en este primer número de la revista PEÑA LABRA que hoy presentamos a Vds., iniciamos una antología de poetas montañeses y lo hacemos con Rodrigo de Reinosa, de quien damos una reproducción facsimilar de algunas de sus coplas, como las del dialogo del ventero y del escudero, el pater noster trobado y dirigido a las damas, la que lleva el gracioso titulo de “A la chinagala la gala chinela”, etc. en las que podrán apreciar Vds. El desenfado con que escribe su autor, muy al uso, sobre todo entonces, en este tipo de literatura.

 

 

         En el mismo siglo XVI tenemos noticia de la existencia del Bachiller JUAN DE TRASMIRA, o Juan Agüero de Trasmiera, que también escribió pliegos sueltos y tradujo del italiano una colección de anécdotas y dichos, bajo el título de Flores romanas probadas. Con Juan de Trasmiera nos ocurre como con Rodrigo de Reinosa; no tenemos más referencia para hacerle nuestro, que su apellido. Residiendo en Salamanca, publicó su Pleito de los judíos con el perro de Alba, en el que describe una querella que los judíos de Alba presentaron contra un perro que les atacaba por su condición de tales. Es una larga composición poética con el mérito de reflejar la enemiga con que tenían que luchar los judíos españoles del siglo XVI. La sentencia del juez, y con ella acaba el poema es un buen ejemplo; dice:

 

Ansí el buen can fenesció

con muy gran virtud y honra;

los judíos con deshonra

e vituperio dexó.

 

         Otro autor que podemos citar en esta prehistoria de los poetas montañeses, es JORGE DE BUSTAMANTE. De este tenemos la certeza de que nació en Silió, pues el mismo lo declara en una de sus composiciones poéticas. Se tiene noticia de que escribió una Comedia gaulana en coplas, pero no se conoce ejemplar alguno de ella. Queda memoria de Jorge de Bustamente por su traducción de las Metamorfosis, de Ovidio, hecha en prosa, con una introducción en versos acrósticos, que es la que ha permitido confirmar su origen en el Valle de Iguña. Gran humanista, escribió trabajos en prosa, de los que algunos, como el Justino, clarísimo historiador y abreviador de la historia del excelente Trogo Pompeyo, cuando fue incluido en el Índice por la Inquisición, en 1612, lleva ya nada menos que cinco ediciones.

 

         Menéndez Pelayo cita todavía a otros tres poetas de este siglo XVI, considerándolos de origen montañés: por la misma razón que Rodrigo de Reinosa; por su apellido; ANTONIO RUIZ DE SANTILLANA,  con la obra Tragedia de los amores de Guisol, JUAN DE BEDOYA, autor de Comedia Flérida de coplas y MARTÍN DE SANTANDER, con Comedia Rosabella, publicada en 1556.

 

         Con ANTONIO DE MENDOZA entramos ya en el siglo XVII y en un terreno más firme. El Discreto en Palacio, que este fue su sobrenombre, nació en Castro-Urdiales, el año 1586 y murió en Zaragoza en 1644. Hombre de corte, fue muy distinguido por el rey Felipe IV a cuyo servicio entró por recomendación del Conde-Duque de Olivares. Antonio de Mendoza frecuenta el mundo de los ingenios de la época; colabora con Quevedo en algunas comedias y es autor de abundantes sonetos, octavas y romances. Al hablar de este poeta, Menéndez Pelayo dice: “En el siglo XVII la oscuridad comienza a disiparse y este humilde rincón del mundo esta representado en el gran concierto de la literatura nacional, no ya solo por aquellos gigantes de oriundez montañesa, Lope, Quevedo, Calderón, a quienes dio nuestra tierra lo más precioso de su sangre y el escondido tesoro de su virtud genial y creadora, sino por un poeta nuestro propio, a la verdad de merito inferior, pero todavía de honroso recuerdo. Hablo de don Antonio de Mendoza, uno de los ingenios favoritos de Felipe IV”.

 

         De la comedia Querer por solo querer es este soneto que me permito leer a Vds. porque sobresale entre la poesía que hemos encontrado hasta este momento:

 

Amable soledad, muda alegría

que ni escarmiento ves, ni ofensas lloras,

segunda habitación de las auroras,

de la verdad primera compañía.

 

Tarde buscada paz del alma mía

 que la vana inquietud del mundo ignoras

donde no la ambición hurta las horas

y entero nace para un hombre el día.

 

¡Dichosa tú que nunca das venganza,

ni de palacio ves con propio daño

la ofendida verdad de la mudanza,

 

la sabrosa mentira del engaño,

la dulce enfermedad de la esperanza,

la pesada salud del desengaño!

 

         Lope de Vega no dudó en sus elogios a Antonio de Mendoza, de quien dijo “los que le tenemos por maestro…”.

 

         Así llegamos al siglo XVIII. En la obra de colaboración que es publicó en Santander en 1890 con el título De Cantabria, Don Marcelino Menéndez Pelayo dio a conocer al poeta ANTONIO FERNÁNDEZ PALAZUELOS. Nuestro gran polígrafo cita siete obras escritas por Fernández Palazuelos, pero también dejó constancia de su opinión negativa al juzgarle como poeta. D. Marcelino escribió de él: “Apenas nos ha dejado el Padre Palazuelos versos originales en lengua castellana; yo al menos no conozco otros que los de las infelicísimas dedicatorias de algunos de sus poemas y los de una sátira todavía más infeliz.” Parece que nuestro poeta fue más acertado en sus versificaciones en latín y en italiano. Sin embargo, Cossío, en el libro Rutas literarias de la Montaña dice de él que fue un poeta no completamente desdeñable. Palazuelos había nacido en Cartes el año 1748, ingresando en la Compañía de Jesús. A la disolución de esta por Carlos III en 1767, se retiró a Italia.

 

         De este mismo siglo XVIII podemos mencionar también a JOSÉ FERNÁNDEZ DE BUSTAMANTE, “coplero famélico -anota Menéndez Pelayo-, de los que tanto pulularon en aquella centuria; a JOSÉ GERARDO DE HERVÁS Y COBO DE LA TORRE, del valle de Cayón, autor del que D. Marcelino dice que “versos clásicos más instruidos y jugosos que los suyos no se escribieron en los cincuenta primeros años del siglo XVIII”.

 

         Tenemos perfectamente delimitado, así mismo, en este siglo, a TOMÁS ANTONIO SÁNCHEZ, nacido en Ruiseñada en 1725 y muerto en 1802; canónigo de la colegiata de Santillana del Mar, fue después bibliotecario del Rey y Académico de la Historia. Se distinguió más como crítico y filólogo que como poeta, pero compuso unos poemas con el titulo Loor de Gonzalo de Berceo, que añadió a la edición que preparó de las obras del poeta riojano, construidos en el mismo estilo que Berceo, y que llegaron a confundir a más de un enterado. Menéndez y Pelayo lo llamó “ingenioso pastiche”.

 

         Hasta aquí hemos visto, en rápido repaso, lo que consideramos como la prehistoria de nuestra poesía. Ciertamente que hay poco aprovechable en ella. Quizás el más tolerable sea precisamente el más antiguo, Rodrigo de Reinosa, que con su variada métrica y temas, proporcionó cierta originalidad a su poesía, dotándola de una frescura –en el buen entendimiento de la palabra-, de la que carecieron los que vinieron después seguramente por ser estos más cultos y por lo tanto estar más mediatizados por sus lecturas y traducciones. De todas las formas, por mucho esfuerzo para sacarlos a flote que realizara el sabio polígrafo montañés a quien nos hemos visto obligados a recurrir frecuentemente, no podemos menos de pensar en ellos como en una nominilla de poetas con claros motivos para que estén en el mundo del olvido, salvando quizás únicamente, como hemos comentado, a Rodrigo de Reinosa y a alguna que otra composición de pocos de los demás.

 

II

 

         El siglo XIX ya es más frondoso. El romanticismo hizo estragos y no se consideraba bien nacido a aquel mozalbete que a los dieciocho años de edad no hubiera escrito por lo menos una rima. Nuestro siglo XIX montañés es amplio en esta línea. A una primera generación de poetas nacidos en los años treinta de este siglo, como Camporredondo, Casimiro del Collado, Fernando Velarde, Adolfo de la Fuente, Amos de Escalante, Gumersindo Laverde y Evaristo Silió, sigue una segunda que podemos centrarla a mediados de siglo, con los dos Menéndez Pelayo, Marcelino y Enrique y con Ricardo Olaran, para terminar con una tercera, nacidos entre 1870 y 1890, entre los que cabe citar a Ramón de Solano, Ignacio Zaldivar, Luis Barreda, Emilio Cortiguera, José María de Aguirre y Escalante, Ángel de Castañedo y Bejamín Taborga.

 

         Antes de dedicar unos minutos a estos poetas, permítanme citar unos juegos florales que se celebraron en Santander en el verano de 1888. Ellos pueden ser un índice de la poesía tan endeble que se venía haciendo en el siglo que comentamos, de la que exceptuando a tres o cuatro de los citados, sus versos se nos caen de las manos. En estos juegos flores, aun resultando ganador del certamen Enrique Menéndez Pelayo, uno de los que podemos considerar como distinguidos, el poema que obtuvo el premio de honor tenía versos de este calibre:

 

Pareció en el instante

a tierra revivir, y a dulce fiesta

prepararse anhelante;

la abrumadora siesta

dejaba el bosque y la gentil floresta.

 

         La colección Antología de Escritores y Artistas Montañeses sacó del olvido en su momento a una parte importante de estos poetas decimonónicos, con estudios concienzudos que nos resultan muy útiles a todos cuando tenemos que tocar este tema, pero la selección antológica que los acompaña, generalmente, no puede dar más de si, por falta de materia prima de calidad. No obstante, ahí están y hemos de contar con ellos si queremos trazar un cuadro completo de lo que ha sido el panorama poético que nos hemos propuesto como tema.

 

         La primera generación, que encabezamos con Calixto Camporredondo, cubre un largo periodo; desde 1815 en que nació este poeta trasmerano, hasta 1835 fecha de nacimiento de Gumersindo Laverde.

 

         CAMPORREDONDO, en opinión de Menéndez Pelayo “no es un poeta que pertenece al número de privilegiados ingenios; tampoco entra en el grupo de los poetas de segundo orden originales y espontáneos, ninguna de sus escasas producciones lleva el sello de una fantasía original y poderosa.” Creemos que el maestro empleaba un metro demasiado riguroso para juzgar a nuestro poeta. Le exigía condiciones y resultados que, desdichadamente, no se pueden pedir a nuestros poetas montañeses del siglo XIX y creemos que tampoco a la mayoría de los que, empujados por la moda, se dieron entonces a hacer versos por toda la geografía española. El pobre Camporredondo, aparte de sus cortas dotes poéticas, tuvo una vida que no le ayudó nada a remontarlas; vocacionado hacia las letras, pasó sus mejores años encerrado en unas oficinas del Gobierno Civil de Santander y más tarde en las del ferrocarril de Alar. José María de Cossío le llama el precursor de nuestra poesía del siglo XIX. Nació en Sobremazas el año indicado y murió en 1857. Sus primeros poemas se publicaron en 1848 en El Despertar Montañés. Fue uno de los fundadores del Liceo Artístico y Literario de Santander.

 

         CASIMIRO DEL COLLADO, nació en Santander en 1821. En la introducción que escribió Pérez de Regúlez para la selección de la obra de este autor, reunida en un volumen de la Antología de Escritores y Artistas Montañeses, dice de él: “Un hombre equilibrado se refleja en sus poesías, en sus cartas. Ninguna arista, ningún extremismo, ningún desnivel consciente.” Creemos que Collado fue un poeta a ratos y que lo mejor de su hacienda se lo llevó la actividad de comerciante que ejerció en Méjico, donde publicó la primera edición de sus poesías en 1868. Regresa a España y son frecuentes sus viajes al extranjero para reponer la salud, volviendo nuevamente a México, donde muere en 1898. La vinculación de Casimiro del Collado a la tierra azteca fue tal, que algunas antologías de poesía mexicana recogen poesías suyas. Cossío le escoge como modelo para su afán de darnos una manera de poesía norteña en su obra Cincuenta años de poesía española.

 

         También FERNANDO VELARDE, el poete. nacido en Hinojedo en 1823, pasó gran parte de su vida en América. Primero en Cuba, más tarde en Perú, donde publicó su primer libro de versos Flores del Desierto; otra vez Cuba y más tarde Estados Unidos. Aquí edita su libro más importante Cánticos del Nuevo Mundo. Fue un viajero incansable y murió en Londres en 1881. Menéndez Pelayo no ocultó su decepción ante la poesía de Velarde a quien censuraba repetidamente su mal gusto. Cossío no le cita en su obra. Los poemas de Velarde son, en general, desmesuradamente largos; “demasiado largos” fue la expresión que empleó Don Marcelino para calificarlos.

 

         Otro poeta montañés de esta época, fue ADOLFO DE LA FUENTE, nacido en 1826 en Santander; aquí se quedó desempeñando el cargo de secretario del Ayuntamiento durante treinta y tres años, siendo conocido por sus compañeros de promoción y siguientes por sus odas patrióticas y sobre todo por sus traducciones en verso. “Poeta correcto y mesurado, aunque no de grandes vuelos” le llama Ortiz de la Torre en la breve nota introductoria que le dedica en su antología. Cossío, por su parte, al hablar de las poesías de Adolfo de la Fuente, dice que son impersonales y tópicas, “aunque distinguidas de dicción y estilo, como todo lo que salió de su pluma.”

 

         En este primer grupo de poetas del siglo XIX, aun tendríamos que citar a GUMERSINDO LAVERDE, nacido en Estrada, cerca de San Vicente de la Barquera, en 1840, a quien Menéndez Pelayo calificó como “uno de los vates más verdaderamente líricos de la generación actual”; a EVARISTO SILIO, de Santa Cruz de Iguña (1841); muerto de 33 años de edad, de quien el mismo Don Marcelino dijo que era “lírico de egregias disposiciones, de profundo sentir y noble pensamiento, correcto  y fluido en la versificación”. Quizás fuera Silió el más romántico de todos los poetas de su generación. Completa el trio AMOS DE ESCALANTE, nacido en Santander en 1831. Dice Ortiz de la Torre en su Forilegio, que Escalante y Silió “son considerados como los fundadores de la escuela montañesa de poesía y como los legítimos maestros de los poetas Enrique Menéndez, Luis Barreda y José Mª de Aguirre.”

 

         Aquí salta, como Vds. ven, contra nuestro criterio, la “escuela montañesa” de poesía, cuyas esencias se cifran según el mismo Ortiz de la Torre, en ser “melancó1ica y apacible en el fondo, correcta y sencilla en la forma.” José María de Cossío dedica cincuenta y siete páginas de su notable obra citada anteriormente, (en la que estudia la poesía española desde 1850 a 1900) a insistir en esta misma postura de una escuela netamente montañesa. Modestamente nos atrevemos a confirmar que manifestamos al principio. Creemos que las condiciones que se dan en estos poetas son validas para los poetas de segundo y tercer orden de toda la nación, lo que invalidan cualquier argumento localista apoyado en ellas. Podríamos asegurar que la mayor parte de los poetas de España del siglo XIX, de la categoría de los que hasta ahora hemos visto en estas notas, eran melancólicos y hasta correctos y sencillos en la forma, condiciones generales de la poesía romántica de corto vuelo.

 

         Pero no nos detengamos aquí con este tema por otra parte tan atrayente, porque nos esperan dos poetas importantes, que forman la que podríamos llamar la segunda generación. Dos poetas, además, que lo son bastante más que los que hemos comentado hasta ahora. Nos referimos a MARCELINO MENÉNDEZ PELAYO y a su hermano ENRIQUE, ambos de una asombrosa cultura, más delicado y lírico el último.

 

         Al referirse a Don Marcelino, escribió José Hierro: “Hijo de su tiempo, no pudo romper las cadenas que a él le atan. Contra el sentimentalismo que flota en el ambiente, lucha con las armas de una poesía robusta, grave, sentenciosa, donde brillan los rayos y la armonía del mundo antiguo”. El maestro Menéndez Pelayo era un neoclásico, que había llegado a adquirir el “derecho de ciudadanía en Roma y Atenas”, según frase propia. Siente la fascinación del mundo antiguo que guarda en sus versos de endecasílabos blancos, desterrando las rimas, forma que considera solo apta para la poesía romántica. Pero sigamos leyendo a Hierro que, poeta de nuestro tiempo, enjuicia en estas frases al maestro de ayer: “La mayor parte de sus versos, leídos hoy, tienen una frescura, una verdad, una pasión, que acaso nunca llegó a aflorar con claridad, que no poseen los de sus contemporáneos…  Les falta sin embargo eso que es, en definitiva, el sello del excelso poeta.”

 

         Menéndez Pelayo sabía demasiado; había leído demasiada poesía y en su mente prodigiosa estaba guardaba toda, de manera que cuando su numen se ponía en movimiento, sin duda se veía entorpecido por su sabiduría de lo de los demás. Esto hacía que le faltara ese “sello del excelso poeta” de que habla Hierro. El romántico también se escapa a veces por su pluma y canta así a unos ojos femeninos:


 

 

Cien veces los mire, mas nunca supe

cual era su color. Fijos los míos

en su lumbre, contentos se anegaban,

y al parecer veían;

pero el alma radiante penetraba

a través de las formas veladoras

en busca del recóndito sentido,

como busca el teósofo,

signada en piedra, plantas y metal,

la huella del Señor; letras quebradas

que anuncian su poder, cifra del nombre

a lengua terrenal siempre vedado.

 

         Marcelino Menéndez Pelayo nació en Santander el año 1856 y murió en l912. Fu fama humanista, como erudito, apagó la del poeta que es justo reconocer en él.

 

         Su hermano ENRIQUE, como ya hemos anticipado, fue más lírico. Nació en 1861 y murió en 1921. De profesión médico pronto la abandonó para dedicarse al cultivo de la literatura. Ortiz de la Torre dice de él en su Florilegio que es el más místico de todos los poetas montañeses. Sus poemas están llenos de romanticismo:

 

Junto a esa fuente que en la sierra brota

pasara yo la vida que me resta

en una dulce, interminable siesta,

nunca por el afán ni el tedio rota.

 

         Sus romances tienen un aire de canción popular pleno de aciertos:

 

Mi vida está enamorada

y es el silencio su amante;

!Cuántas veces en sus brazos

le ha sorprendido la tarde!

 

         Enrique Menéndez no dejó nunca de reconocer su deuda como poeta a Amós de Escalante, de quien fue profundo admirador. A los pocos años de su muerte se editó en Valladolid, en una colección dirigida por José María de Cossío, un libro antológico con el título Sobre la tumba de Enrique Menéndez Pelayo, homenaje de generaciones más jóvenes al lírico sincero y delicado, al “dulce Enrique Menéndez” como dice Gerardo Diego en el poema suyo incluido en esta Antología.

 

         Para completar la nómina de esta generación intermedia del siglo XIX, he de citar a RICARDO OLARAN, nacido en 1845 y manifestar mi conformidad con Rodríguez Alcalde que abre su estudio sobre este poeta con las siguientes palabras: “Ricardo Olaran es hoy, bien injustificadamente por cierto, uno de los poetas montañeses menos recordado.” También es justo mencionar a EUSEBIO SIERRA, santanderino de 1850, especialmente influenciado por Campoamor y Núñez de Arce.

 

         De la última generación de poetas nacidos en el siglo XIX, destaca Cossío en su obra ya citada repetidamente, a los poetas Luis Barreda y José Mª de Aguirre y Escalante. No menciona a Ramón Solano, Ignacio Zaldivar, Emilio Cortiguera, Ángel de Castanedo y Benjamín Taborga. Un justo olvido, sin duda, al relacionarlos con los otros dos, pero del que nosotros tenemos que sacarlos para dar por lo menos referencia de su existencia, pues, Querámoslo o no, forman la generación final de los poetas de nuestro siglo XIX. (Quizás para este olvido por parte de Cossío no haya más razón que la de que no le son útiles para reforzar su tesis de una poesía montañesa.)

 

         IGNACIO ZALDIVAR nació en Santander en 1873 y murió en 1921. Con su libro de versos La gruta, obtuvo e1 primer premio de un concurso convocado en Madrid por la Academia de la Poesía. Viajó también a México como tantos montañeses de entonces; avecindado después en Madrid gozó de la amistad de Jacinto Benavente, Ricardo León y los Hermanos Quintero, así como de la de Pérez Galdós a quien visitaba en “La Casuca” durante las estancias veraniegas en Santander del egregio escritor. RAMÓN DE SOLANO, es otro poeta de aquella generación, nacido en 1871, colaborador en numerosos periódicos y revistas, a quien Ricardo Gullón dedicó un estupendo ensayo como prologo a una selección de sus obras. CASTANEDO vio la luz en Santander el año 1884 y su infancia transcurrió en un medio propicio para la aventura literaria, pues frecuenta las relaciones con D. Marcelino, con Pereda y Amos de Escalante que estaban en la plenitud de su talento. Pero no nos engañemos, fue un poeta que escribió cosas como esta:

 

La luna está en el cielo, amada mía

de estrellas circundada;

pero hoy nublada está la noche fría

y no veremos nada.

 

         De TABORGA habrá que decir en su abono que murió en plena juventud, lo que nos puede dejar dudas sobre su obra posible. Nacido en 1889 en Riotuerto (La Cavada), murió en la Argentina en 1918. EMILIO CORTIGUERA es un hombre a quien todavía hemos tenido la ocasión de ver por las calles de Santander los de nuestra edad. Su poesía tuvo a veces un cierto aire humorístico. Nació en Santander en 1873 y murió en 1951.

 

         He dejado para el final de esta parte nombres de Luis Barreda y José María de Aguirre y Escalante, con el animo de destacarlos sobre los demás de su misma generación. LUIS BARREDA nació en Santander en 1874 y murió en 1938. Publicó su primer libro en 1898, a los 25 años de edad con el título Cancionero Montañés, pero antes de esta fecha ya había dado a conocer sus versos en el periódico de Santander La Atalaya y en las revistas Nuevo Mundo, de Madrid y La Ilustración Ibérica, de Barcelona. Desde aquel libro inicial de 1898 hasta su muerte, dio a la imprenta otros siete más, centrándose quizás su más brillante momento en los libros Valle del Norte (1911) y Roto casi el navío (1915). El primero de estos fue prologado por Ricardo León, quien comentó de Luis Barreda: “es uno de los talentos más finos, equilibrados y elegantes de la juventud literaria montañesa”. Cossío, por su parte, dice: “rehúye toda dificultad retórica y busca la elegancia, que siempre fue característica de sus versos, en la sencillez abandonada, apenas redimida por la distinción del vocabulario y 1a corrección rigurosa de su sintaxis.” Estas son las notas principales de la poesía de Barreda, que en ocasiones parece gozar echándose por delante tropiezos retóricos, para luego enjoyarlos con su rico vocabulario. Si bien los años de Barreda son los de mayor pujanza de la escuela modernista y convivió en Madrid con algunos de los más significados poetas de aquel momento y de aquella escuela, no se dejó contagiar por ellos, “antes bien -dice Cossío- su conocimiento parece acicate para afirmarle más en la tendencia clásica.” A veces, la voz de Luis Barreda se escapa por leve cancioncillas muy jugosas. Es otro de los poetas montañés influenciado por Amos de Escalante.

 

         JOSÉ MARÍA DE AGUIRRE Y ESCALANTE, tres años más joven que Barreda, murió mucho antes que él, en 1911, a los 35 años de edad y se le ha clasificado justamente como de poeta malogrado. Poco después de su muerte, salió una edición póstuma con el título de Brumas Cántabras que llevaba un prólogo emocionado de Enrique Menéndez. En este poeta se dan con notable fuerza las condiciones que Cossío señala como típicas de una poesía montañesa: la melancolía y la alusión frecuente a la toponimia de nuestro paisaje. Aguirre, que no llegó a publicar sus obras en vida, era sobrino de Amos de Escalante y fue un admirador y seguidor de él, como Luis Barreda.

 

Quizás más de uno de Vds. habrá echado de menos en este repaso apresurado de los poetas del siglo XIX, a Alejandro Nieto, el “Amadis” de La Atalaya. Aún cuando nació en 1875, es decir, fue contemporáneo de Luis Barreda y otros poetas de quienes hemos hablado, le hemos dejado como apéndice de esta época, por considerar que su poesía ha entrado más de lleno en el siglo XX, aun cuando sea netamente novecentista. Aparte del libro Música celestial, de carácter jocoso, Nieto no vio publicados sus versos, los cuales aparecieron en edición póstuma en 1935, con el titulo Cumbres y Mares. José Luis Hidalgo escribió en 1945 un artículo sobre Alejandro Nieto, en el que comentaba: “al libro Cumbres y Mares hay que acercarse con amor ir descubriendo la voz cálida o serena con que el poeta nos va narrando las inquietudes y congojas de su alma.” Este libro de Nieto está lleno de honda tristeza en agudo contrate con Música celestial.

 

III

 

         De la mano de Alejandro Nieto entramos en el siglo XX de nuestra poesía, que conscientemente he cortado en 1936, como se ha dicho al principio. Por esta razón se va hablar solamente de cuatro poetas, con los que daremos por terminado este trabajo: José del Rio Sainz y Jesús Cancio, por un lado, y el malogrado José de Ciria y el maestro Gerardo Diego, por otro.

 

         La breve referencia que voy a dar de ellos, la iniciaré por JOSÉ DE CIRIA que, más joven en el tiempo, es más viejo en nuestro recuerdo.  Ciria murió en 1924, a los 22 años de edad, después de dejar tras de él una aureola de poeta incipiente con grandes vuelos, a la que contribuyó sobre manera García Lorca con el famoso soneto dedicado a su muerte:

 

¿Quién dirá que te vio en qué momento?

!Que dolor de penumbra iluminada!

Dos voces suenan: el reloj y el viento,

mientras flota sin ti la madrugada.

 

         En estos 22 años, que Ciria vivió intensamente, frecuentó la relación con la alta intelectualidad española, adhiriéndose entusiásticamente a los ismos que avanzaban implacables sobre nuestra lírica. La infancia y la adolescencia de este poeta, transcurrió en los felices años de un Santander mundano y elegante, que Rodríguez Alcalde ha descrito muy bien en su trabajo de introducción a una Antología de Ciria. A los 12 años de edad ya era socio del Ateneo y en 1919 empezó a colaborar en e1 periódico La Atalaya. Este mismo año fue el del lanzamiento en España del manifiesto ultraísta, que produciría una auténtica revolución literaria, a la que José de Ciria quedaría adscrito los pocos años de su vida. Pepe Ciria se traslada a vivir a Madrid con sus padres. Rodríguez Alcalde al hablar de estos años madrileños del poeta dice que fueron para el pródigos en luces, risas y triunfos. Con Guillermo de Torre fundó una revista en la que pretendían apoyar sus pasiones y orientaciones poéticas, de la que no llegó a salir más que un número, que hoy es una joya bibliográfica muy buscada.

 

         José de Ciria fue amigo, y buen amigo, de todos los hombres importantes de las letras de su época, y su corta vida nos hace señalarle como un auténtico malogrado al leer la breve obra que nos dejó. Su muerte causó profunda pena y en la habitación del Hotel Palace de Madrid donde acaeció, se congregó lo más selecto de nuestra literatura joven; entre los primeros en acudir se encontraba García Lorca. Muchos de ellos de-dicaron a Ciria entristecidos recuerdos poéticos que merecen haber sido recogidos en libro. En 1924 apareció una edición póstuma de sus poemas.

 

         Toda la poesía de José de Ciria está llena de sorprendentes hallazgos metafóricos, llegando a impresiones del mayor ultraísmo, como aquella titulada Espuma

 

Las banderas rebeldes

                     Cruzan los horizontes

               Cristo

          sobre las aguas

apacienta el rebaño de olas.

 

         Se hace preciso violentarse para cortar el hilo del estudio de José de Ciria; es una figura atrayente, de la que cuesta desprenderse.

 

         JOSÉ DEL RÍO SAINZ y JESÚS CANCIO son rigurosamente contemporáneos; nacieron en 1887 y 1885, respectivamente, y los dos sintieron una irresistible tentación por el mar. Yo le he oído decir a Cancio que Pepe del Río y él eran hermanos en muchas cosas. Los dos viviendo dentro del mundo del modernismo y del ultraísmo, no se dejan coger en sus redes tan tentadoras y siguen un camino propio que está más dentro de la línea clásica, sin renunciar por eso a que su poesía se impregne de un cierto aire moderno que la salva y distingue de la que hicieron los demás poetas que hemos visto, muy próximos a ellos en edad y que no  quisieron o no pudieron, ponerse a la altura que exigían las circunstancias.

 

         José del Rio fue un marinero, no solo en sus versos, sino también en las singladuras de su vida, ya que llegó a navegar como piloto mercante. Cancio limitó sus aventuras marineras a las de la costa de su Comillas, que, sin duda, su ceguera incipiente en aquellos años, le hizo vivirlos con la fantasía de grandes travesías. Cancio, casi siempre desde la orilla, vivió el mar seguramente más que Rio, porque este último le llenó de anécdotas que le hicieron perder intensidad. Después la vida de los dos se aparta; solo les unirá ya en los años siguientes, el eco común de la caracola marina. El año 1909, José del Rio empezó a colaborar en La Atalaya y con ello deja sentenciada su profesión como periodista, manteniendo con inteligencia la sección “Aires de la Calle”, mientras que Cancio sigue rodando por el puerto de su Comil1as natal ya con la visión muy limitada. La labor periodística de Pick le restó sin duda fuerzas poéticas, pues pocas profesiones que marquen tanto como la del periódico diario. Los últimos libros son de los años veinte. El primero, Versos del mar y de los viajes, apareció en 1912; tendrían que pasar diez años para el segundo, La belleza y el dolor de la guerra, de 1922; después Hampa, más tarde Versos del mar y otros poemas (1925) y  La Amazona de Estrella (1926). José del Rio no publicó más libros en vida que estos y una Antología, editada en 1953, debida a la generosidad de los amigos.

 

         Cancio, tardó más en salir a las librerías, pues hasta 1921 no editó su primer libro Olas y Cantiles, que llevaba precisamente un prólogo de José del Rio; en 1926 dio Bruma Norteña y en 1930 el Romancero del mar, con dibujos de Ricardo Bernardo. Pero Jesús Cancio consiguió traspasar la cordillera de la guerra civil, lo que no hizo del Río, y en 1947 publica en Buenos Aires, Maretazos, seguido de Barlovento en 1951 y de Bronces de mi costa en 1956. También Cancio tuvo su Antología publicada en 1960 por el entusiasmo de unos amigos.

 

         ¿Quién no ha oído los versos del soneto de Pick a las tres hijas del capitán?

 

Era muy viejo el capitán, y viudo

y tres hijas guapísimas tenía;

tres silbatos a modo de saludo,

las mandaba el vapor cuando salía.

 

         ¿Y quién no se ha emocionado ante los versos que Cancio dedicara al viejo marinero Chumacera?

 

Cuatro mozos llevaban su cadáver

al mezquino camposanto de la aldea;

cuatro mozos que el dolor envejecía;

cuatro mozos que lloraban como hembras.

 

         Yo he visto a cuatro mozos marineros, en una tarde del estío de 1961, llevar al cementerio de su aldea los restos mortales de Jesús Cancio; no lloraban, por hombres, pero sus corazones sentían la pesadumbre del peso que soportaban.

 

         Estamos ante el final; nos enfrentamos al montañés insigne, maestro de poetas; estamos ante GERARDO DIEGO. Sería una manifiesta osadía por mi parte tratar de descubrírsele, pues cualquiera de Vds. sabe del poeta tanto o más que yo. Permítanme únicamente que para seguir la línea de estas notas, les resuma en forma brevísima alguna peripecia de él, anterior a 1936.

 

         Nacido en 1896 fue profesor de Instituto hasta hace pocos años en que fue jubilado en olor de multitud; viajero incansable, publicó su primer libro en 1918 con el título El romancero de la novia; después seguirían Imagen, más tarde SoriaManual de espumasVersos humanos, que le valió el premio nacional de literatura en 1924, ViacrucisFabulas de Equis y Zeda y Poemas adrede. Su Antología de la poesía española publicada por Editorial Signo en 1932, ha sido y será un libro fundamental para la comprensión de la poesía de esa época. José Hierro no vaciló en una ocasión calificarla de “nuestra Biblia poética”.

 

         No quiero añadir más sobre Gerardo Diego; si de Cancio dijimos que traspasó con sus poemas la cordillera de la guerra civil, de Gerardo tendríamos que decir que derribó la cordillera.



         Estas notas que he leído ante Vds. no son más que el prólogo a una revista de poesía. Una revista que ha nacido del entusiasmo de los hombres que dirigen la Institución Cultural de Cantabria, quienes han creído necesario, que al lado de publicaciones científicas, de trabajos eruditos admirables, exista un lado femenino en la Institución, y empleo el termino femenino en su más hermosa acepción de delicado, sensible, tierno. Ellos quizá hayan pensado que el mundo está muy necesitado de poesía; por lo menos con esta idea he llegado yo a PEÑA LABRA: obsesionado con la preocupación de que la vida, esta vida atropellada, mecanicista, saturada de índices económicos que nos rodean por todas las partes, tenga un pequeño istmo que la una al continente de lo espiritual y sirva para recordarnos que existe una parte en el mundo en el que un gesto, el obsequiar un libro y una bella flor, por ejemplo, también son poesía; pueden hablar del amor de quien le envía como el mejor poema. Sabemos que cuatro veces al año como va a salir PEÑA LABRA, es poco para contrapesar aquellos otros conceptos que nos asedian cotidianamente, pero, por lo menos, nos recordara cada tres meses, que aún existe la poesía.