sábado, 29 de mayo de 2021

Carlos Mirapeix

 


    No resulta fácil escribir sobre la obra que nos deja el amigo muerto. Si de pintura se trata, como es el caso que nos fuerza hoya hacerlo, el comentario tendría que ser forzosamente subjetivo, pero ¿cómo puede guardarse la ecuanimidad a escasas semanas de la dolorosa partida definitiva? Cuando todavía nos está punzando en el corazón la triste noticia, ¿cómo se puede conseguir aislarse de la obra que estamos contemplando, que sabemos realizada por la mano yerta para siempre? Si en nuestro discurrir sobre cualquier obra artística hemos venido insistiendo en que no puede ser separada del hombre que la realizó, en circunstancias como la que hoy nos convoca es fácil comprender que su personalidad ha de gravitar más agudamente sobre nuestra mente y que el equilibrio y la serenidad se nieguen a acompañarnos.

 

         Las vivencias que nos han quedado de la proyección humana de Carlos Mirapeix han de envolver nuestras. reflexiones sobre su pintura, a pesar de nuestro afán subjetivo. No es posible aislar, como en ensayo de laboratorio, su obra pictórica.

 

         Yo recuerdo ahora la primera exposición suya que vi, colgada en la sala de la Biblioteca José María de Pereda, de Torrelavega, al alimón con Manuel Liaño. Mirapeix exponía dieciséis acuarelas. Más tarde volvería a la misma sala, ahora solo, con veinticuatro obras. Fueron años en que la vida resultaba más cómoda y el pintor se prodigaba con ese dibujo preciso que siempre dominó en sus cuadros, con esa preocupación por la acuarela limpia, en una exigencia que a veces enfriaba el resultado. Desde aquellas fechas mis relaciones con Carlos Mirapeix fueron frecuentes, y pude comprobar en numerosas ocasiones sus buenas condiciones. Hombre de una personalidad acusada, la llevaba en ocasiones hasta extremos que a quienes no le conocían bien les podrían parecer, a primera vista, de un yo desmesurado. Nada más lejos de su manera de ver y entender el mundo y a sus semejantes, como lo pueden atestiguar, entre otros, tantos y tantos de los obreros que estuvieron a sus órdenes. Esta misma generosidad la llevaba a su obra pictórica, en la que el color, rico y certero, dominaba sobre un dibujo rigurosamente ajustado. En sus paisajes no encontraréis problemas; todo en ellos resbala por la placidez del momento en que los situó en el papel o en el lienzo; son como una compensación de las jornadas laborales, a veces difíciles e ingratas, que encontraban su sosiego en las horas en que se sentaba ante el caballete.

 

         Una de sus mejores virtudes como artista era el seguro conocimiento que poseía del lugar que ocupaba en el «escalafón» de los pintores. Conocía sus limitaciones, que es una de las difíciles «técnicas» a alcanzar en este oficio y a veces se sobrepasaba en esta subestimación en perjuicio propio, lo que le hacía retraerse y esconder su obra del público. La última vez que colgó un cuadro en una exposición fue el otoño de 1975, en un homenaje colectivo de los pintores locales al subdirector del Museo del Prado, don Joaquín de la Puente, celebrado en el Museo Solana, de Queveda. Puedo asegurar, que con una sinceridad absoluta, cuando le pedí un cuadro para colgarle en esta exposición, intentó excluirse con argumentos casi infantiles y me costó cierto esfuerzo convencerle de que debía acudir. Esta fue la más hermosa condición de Carlos Mirapeix artista: la honestidad con que realizaba su obra pictórica y, sobre todo, la personalidad que se escondía agazapada tras ella, en una honrada posición de hombre que supo hacer del arte un complemento de la vida profesional y que si no llegó a ocupar un lugar más alto en el «escalafón» fue porque otras obligaciones, que desde su sentido humano de los problemas consideró siempre primordiales, le impidieron dedicar a la pintura las horas necesarias para ello, ya que condiciones para conseguirlo le sobraban.

 

 

Publicado en:

La revista “Sniace. Nuestra vida social”

Nº 154, mayo-junio 1976

martes, 18 de mayo de 2021

En Recuerdo de Mino Lecue

                                                      En recuerdo de Mino Lecue


               Con el catalejo que seguías la vida marinera de tus hijos,

               Te hemos visto alejarte con tu barco en busca de la otra orilla.

 

               Allí volveremos a vernos todos juntos contigo.

 

              Nos queda, hasta entonces, acariciar recuerdos

              De momentos entrañables que vivimos a tu lado.

 

 

                                San Vicente de la Barquera, 18 de mayo de 1.999


domingo, 16 de mayo de 2021

Torrelavega en el siglo XIX

 El 16 de mayo de 1985, Aurelio García Cantalapiedra leía en el Colegio Menéndez Pelayo de Torrelavega, con motivo de las fiestas del Centro, este escrito. Años después, tras algunos otros estudios terminaría dando lugar al libro Torrelavega en el siglo XIX editado Ediciones Estudio.

  

ALGUNOS ASPECTOS DE LA VIDA EN TORRELAVEGA

EN EL SIGLO XIX

 

 


 

            Cuando se pretende comentar cualquier hecho o una época determinada de la historia, como yo trato de haceros, no se puede ajustar uno a esas fechas concretas. Si quiero referirme al siglo XIX, no puedo limitarme a lo que aconteció desde el año 1.800 hasta el 1.900, porque me expondría a que algunas circunstancias enmarcadas entre estas dos fechas que cierran el siglo, no encontrasen justificación. El calendario es una cosa y la historia otra, a veces muy distinta en esto de ajustarse a un siglo concreto.

 

            Con la particularidad para nuestro pueblo, como para otros muchos pueblos de España, de que en este periodo de que vamos a hablar ocurre un hecho de singular trascendencia histórica: la ocupación de Torrelavega durante cuatro años por una división del ejercito francés de Napoleón. Fue un hecho que alteró notablemente el desarrollo económico incipiente que ya se había iniciado en el siglo anterior. De tal modo, que no está fuera de lugar afirmar que el siglo XIX, considerado históricamente, comienza para nosotros a partir de 1.812, cuando los últimos ocupantes franceses abandonaron definitivamente el pueblo, como veremos enseguida.

 

            En los años inmediatos anteriores al final del siglo, España en general, se está beneficiando de una política económica y cultural que habían impulsado con acierto los hombres de la llamada Ilustración durante el reinado de Carlos III, quienes intentaron acercar nuestro país al nivel del resto de Europa, aun cuando su sucesor, Carlos IV daría a aquella política un giro absolutista torciendo en parte sus intenciones. No es este tema para nosotros hoy, pero si hemos de dejar constancia de ella, sin entrar en pormenores, ni aun en algún contrasentido. A Torrelavega estaban llegando los reflejos de ese afán renovador de la Ilustración que empezaban a modificar la fisonomía urbana del pueblo, tanto estructuralmente como en las formas de vida.

 

            Piensen solo, y esto es un ejemplo, en la fuerza que pudo ejercer en la Villa la regulación de los mercados semanales, que habían sido autorizados por una Real Orden del 1 de septiembre de 1.767 y que a finales de este siglo XVIII a que vengo aludiendo, con más certeza el 4 de Julio de 1.799, comenzó su puesta en practica. o en la importancia que tuvo la apertura el año 1.788 de la comunicación rodada con Castilla por la cuenca del río Besaya, por donde empezó un transito importante de trigo y lanas castellanas hacia los puertos de Requejada y Santander, con paso obligado por Torrelavega. Al arrimo de esto se instaló en 1.786 una industria harinera y un curtido en Campuzano, a parte de los numerosos molinos que jalonaban la cuenca del río. Particular interés tuvo entonces para la economía local la implantación por los Duques del Infantado en Torres de una industria textil también en los últimos años de aquel siglo.

 

            Para completar este panorama sobre la economía de la comarca de Torrelavega en el ultimo tercio del siglo XVIII, se hace preciso añadir la existencia de importantes ferrerías y alfares en Viérnoles y los incipientes intentos de explotación minera en el Monte Dobra.

 

            Podemos comprender fácilmente lo que represento este desarrollo con el que se iniciaron los años primeros del XIX, en un pueblo que contaba entonces con un censo inferior a los 40 vecinos, y cito con reserva esta cifra que he leído en un documento de algunos años más tarde, porque no estoy muy segura de su certeza. La vida de aquellos vecinos se puede considerar, a pesar de los conatos de industria que he citado, como una vida rural que basaba su economía en el cultivo de huertas con legumbres y hortalizas y algo de maíz y lino, con un ganado solo al servicio de la agricultura.

 

            Pero esta vida de hombres del campo, que se movía sosegadamente alrededor del mercado semanal, fue violentamente interrumpida en el verano de 1.808 por la llegada de las fuerzas del ejército invasor francés.

 

            La vida local se alteró radicalmente. De una apacible existencia dotada con relativa abundancia de bienes que únicamente era interrumpida por el paso de los fuertes cargamentos de harinas con destino a los puertos y de los carros de los entradores de vino y aguardiente, se paso a una vida marcada por la guerra y sus consecuencias.

 

            La situación privilegiada de la villa como encuentro de caminos, estratégicamente emplazada en el corazón de la provincia contribuyo a agravar las circunstancias en que se movían los vecinos, pues Torrelavega fue elegida por los franceses como lugar más adecuado para situar el cuartel general. Los potenciales clientes del mercado semanal aumentaron espectacularmente y, como consecuencia, empezaron a escasear los víveres que además en ocasiones eran requisados por el ejercito invasor. Por otra parte, esta presencia de un numeroso contingente de tropas francesas, con sus almacenes de víveres colmados, convirtió el pueblo en botín codiciado por las guerrillas cántabras que luchaban contra el invasor. Hasta el verano de 1.812 no se vio Torrelavega libre de las fuerzas ocupantes.

 

            La invasión de España por los franceses había convulsionado las estructuras materiales e ideológicas del país. El espíritu absolutista de la época de Carlos IV, que había intentado deponer la evolución liberal del reinado anterior, vio mermada su influencia. A partir de entonces unos nuevas conceptos de relación se extendieron entre nosotros, llegando hasta los mas apartados rincones de la geografía española. Las invasiones siempre resultan nefastas para los países invadidos, pero, igual que ocurre cuando se produce una inundación, cuando los ríos se retiran a su cauce a veces queda sobre el terreno inundado un légamo provechoso. A España llegaron en aquellos momentos de manera directa las ideas proclamadas por la Revolución Francesa, desterrando o disminuyendo las que habían hecho intentar prevalecer los gobernantes. Como ustedes saben, en 1.810 se habían reunido en Cádiz las primeras Cortes Liberales de nuestra historia, en 1.812 proclamaron una Constitución que pretendía regir los destinos de los españoles con un criterio moderno. La vuelta al trono de Fernando VII, implantando nuevamente un poder absolutista, retraso diez años esta nueva manera de vivir que se había trazado el pueblo español, pero a la muerte de este Rey el país entró por el camino y por el espíritu que habría de ser el definitivo para la mayor parte del siglo XIX.

 

            Era un nuevo camino en el que Torrelavega no deja de estar presente. Las guerras civiles entre liberales y carlistas, que marcarían la mayor parte del siglo, también se reflejan aquí. Los miembros de la Corporación Municipal se suceden al mismo ritmo que los gobiernos del país y más de una algarada se produce por diferencias políticas en las tranquilas calles de la Villa. No podemos dejar de recordar en este momento la participación destacada en estas guerras civiles del ilustre hijo de Torrelavega Don Ramón de Castañeda, que llegó a alcanzar el grado de Teniente General, arrastrando a su favor y en su contra, según las ideas de cada cual, a los vecinos del pueblo.

 

            Para Torrelavega todo había empezado de nuevo después de la invasión francesa. Se hizo preciso reconstruir y normalizar el desarrollo de los mercados y hasta las relaciones personales. La vida tenía que encontrar unos cauces pacíficos y eficaces para salir de la situación en que había quedado. Y esto parece que fue conseguido, pues en los años, anteriores y próximos a 1.850 se había estabilizado la situación, con el fuerte apoyo de las ferias de ganado que habían sido autorizadas por una Real Orden del 8 de Octubre de 1.844, celebrándose la primera el día 14 del mismo año.

 

            En 1852 se iniciaron los trabajos de construcción del ferrocarril de Isabel II, que uniría Alar del Rey con Santander y que tuvo reflejo importante en la villa, tanto mientras duraron las obras como después de 23 de octubre de 1858, fecha en que pasó por Torrelavega el primer tren. En l836 había comenzado la Real Compañía Asturiana de Minas su explotación en Reocín. El comercio empieza a ser importante. El Diccionario Geográfico-Histórico de Pascual Madoz nos informa de que existen ya entonces (mediado el siglo), nueve establecimientos de tiendas de telas; dos de géneros catalanes; cuatro de quincalla; siete de comestibles; dos sombrererías; tres confiterías y ocho tabernas. “Todos los jueves –dice este diccionario-, se celebra mercado de granos en la Plaza de la Iglesia, de ganado de cerda en la Quebrantada y de toda clase de artículos de necesidad y lujo en la Plaza Mayor”. Y el mismo Madoz no puede menos de lamentar la situación en que se encuentra la que fue importante industria textil de los del Infantado: “Creemos -dice- un deber hacer merito… de un establecimiento que pudiendo ser un monumento de orgullo nacional, representa solo un testimonio irrefragable y vergonzoso de nuestro abandono e ignorancia.” Esta fábrica había sido destruida por los franceses durante la ocupación de Torrelavega.

 

            Poco antes de la visita de Pascual Madoz a Torrelavega se había producido en 1843 un intento de poner en servicio nuevamente esta fabrica, aprovechando los restos que quedaban de su maquinaria. En noviembre de ese año lo intentó Juan García de Guinea, según he podido leer en un anuncio publicado en el Boletín Oficial de Santander que decía: “Don Juan García de Guinea, maestro titular de tejidos de hilos y algodones, que últimamente lo ha sido en la Casa de Caridad de esta ciudad (Santander), pasa a establecerse en la villa de Torrelavega y fábrica del señor Duque del Infantado, donde serán recibidos los parroquianos que le necesiten.” Ignoro si García de Guinea prosperó en su nuevo establecimiento.

 

            Es en este mediado el siglo de que vengo hablando cuando la villa, con una población de unos 1500 habitantes, intenta su transformación, empujada por el auge económico que se estaba produciendo. Se nivela y reforma la Plaza Mayor y las calles Ancha, Mártires y Consolación; se consolida la estructura de la Iglesia, que se estaba desmoronando; se proyecta y construye la calle de Julián Ceballos que uniría el pueblo con la estación del ferrocarril; se roforma la fuente de la Ribera; se proceda a designar con un nombre las calles y a numerar sus casas. El palacio de los Duques del Infantado conserva todo su esplendor: “Destaca desde lejos la Torre del señor Duque del Infantado -nos dice un cronista de la época-, que se eleva sobre toda la población, en medio de la gran llanura que la circunda”.

 

            Por el plano de la población que realizó en 1852 Hilarión Ruiz Amado, conocemos el nombre y distribución de sus calles y rincones, algunos desaparecidos hoy: Plaza del Cantón (la actual San Bartolomé); Plazuela de la Ribera (próxima a la zona de confluencia de las calles Ruiz Tagle y Serafín Escalante de hoy); calle del Rincón (que constituye ahora el primer tramo de la de Argumosa); Herrerías, Tudescos (Augusto G. Linares actual); de las Viñas (General Castañeda)… Nombre que respondía a hechos o situaciones localistas determinadas de cada lugar. Así la plazuela de la higuera, [la fuente, el manantial] No recogían la costumbre actual de designar con nombres propios de personas relevantes.

 

            Por ellas discurría una vida eminentemente rural, que podía ser abarcada por la iluminación de los tres faroles que había instalado el Ayuntamiento y en la que todavía se hacía preciso recordar a los vecinos por un bando municipal, la necesidad de que no dejaran circular libremente por las calles al ganado de cerda.

 

            Los ríos, tanto el Saja como el Besaya, como sus afluentes locales, constituían una no despreciable fuente de riqueza, pues proporcionaban abundante pesca de salmones y truchas los dos primeros y hasta angulas el río Sorravides, aún cuando este último hoy domesticado, proporcionaba también algunos sustos con sus importantes desbordamientos en días de crecida, como la ocurrida el día 2 de junio de 1884 que ocasionó notables daños en casas, calles y huertas de la zona próxima a la Cárcel.

 

            La situación geográfica de Torrelavega como cruce de caminos a que me he referido antes,  influyó muy favorablemente en el despegue urbanístico y social de la villa. Aumento el número de visitantes y nuevos vecinos se asentaron definitivamente entre nosotros, creando una riqueza que se empieza a reflejar en la fisonomía de las viviendas que se construyen. Se perfilan entonces los nombres de familias que iban a constituir las élites conductoras de los próximos años: los Fernández Hontoria, Ruiz Tagle, Saro, Díaz Bustamante, Campuzano, Ceballos, Ruiz de Villa, Urbina, Carrera, Ruiz Rebolledo, Herreros, Tánago

 

            En el último tercio del siglo se consolidan todos estos esfuerzos. Rodrigo Amador de los Ríos habla así de Torrelavega después de su visita a la villa. Alude a que el movimiento ascensional del pueblo parte de cuando arrancó de Cartes la administración de correos y dice: “De entonces acá, cuan diferente se presenta. Como dan ya razón de su prosperidad en nuestros días los edificios que se dilatan a uno y otro lado de la carretera de Oviedo, convertida en calle de Julián Ceballos, dándole un aspecto señorial.” Y continúa hablando de esta calle a la que llama “espaciosa vía bordeada de elegantes construcciones de varios pisos” y de la Plaza Mayor “con sus cuatro alas de anchurosos y cómodos portales de cantería”, donde “ha establecido el comercio sus reales con preferencia.”

 

            Este afán de crecimiento y superación se va traduciendo en obras que modifican la fisonomía de la ciudad y en iniciativas que la van situando dentro de la provincia en un nivel que ya no abandonaría. Así como Santander capital basó su engrandecimiento en el puerto y la riqueza que éste proporcionaba, en Torre1avega fue el fruto de un cada día más importante comercio que poco a poco iba siendo complementando por instalaciones industriales. A esto contribuyó de manera fundamental el encontrarnos en ese cruce de caminos de obligado tránsito, con las derivaciones económicas que ello provoca.

 

            Las minas de Reocín estaban en plena explotación. Aquellos ciento dos barcos de que existe noticia que cargó en Requejada en el último semestre de 1857, segundo año de su puesta en explotación, habían aumentado de tal forma el movimiento de carros para el transporto de la blenda hasta Hinojedo, que les llevó a tomar la iniciativa de construir un ferrocarril que uniera Reocín con el puerto, ferrocarril que fue inaugurado en 1880. La Real Compañía Asturiana llegó a ocupar en 1895 cerca de 500 operarios en sus labores.

 

            En estos años las denuncias de pertenencias mineras en el monte Dobra eran constates, aun cuando creo que no llegaron a prosperar industrialmente. La que si se puso en explotación industrialmente en 1876 fue la de turba, en el sitio que se venía llamando “La Turbera”, en Torres. Amador do los Ríos, a quien me he referido anteriormente, dice que Torrelavega cuenta en 1887, “en su término municipal y sobre el río Besaya (con) fábricas de harinas tan importantes como son las denominadas "La Estrella" y " La Casualidad"; otra de pastas dependiente de la primera, otra de chocolate, con motor de agua titulada "La Constancia"; dos de curtidos en gran escala (las de Sollet y Etchart); una de teja plana y curva, ladrillo y baldosa apellidada "El Progreso"; molinos harineros en Barreda, Torres, Ganzo y Viérnoles, y telares, almacenes y depósitos comerciales de importancia”. A esto añadamos que ya en 1867 había empezado Solvay a explotar la sal en Polanco, con loa repercusión que esto pudo tener en nuestro municipio.

 

            Poco después, y ya de cara al final del siglo, se inauguró el 2 de enero de 1895 el primer tramo do lo que sería el Ferrocarril Cantábrico, en el que se venía trabajando desde 1892. Este nuevo medio de enlace con la capital de la provincia, redujo el tiempo de su recorrido a una hora. Si bien el ferrocarril de Alar del Rey tardaba teóricamente el mismo tiempo en su trayecto desde Torrelavega hasta Santander, había que añadir a esa hora tiempo preciso para recorrer en coche de caballos la distancia que separaba el pueblo de la estación. Esto nos da idea de lo importante que fue la puesta en marcha del nuevo ferrocarril. Quedaban ahora muy lejos aquellas tres horas que se precisaba para ir a Santander en las diligencias de la empresa “La Montañesa”.

 

            Pero no todo se iba a limitar a un engrandecimiento económico. Esta prosperidad dio lugar a que se pusieran en marcha en el último cuarto de siglo, una serie de iniciativas que completaban aquella brillante situación mercantil.

 

            Pronto aparecieron los primeros periódicos impresos en Torrelavega. El que abrió camino fue El Impulsor Municipal, que apareció en 1873, del que era director y único redactor el licenciado en medicina y cirugía, don Juan López Barredo, impreso por Bernardo Rueda, curioso personaje que había sido traído de Santander con este fin. En un periodo en que estuvo detenida la publicación de E1 Impulsor Municipal, se publicó El Porvenir de Torrelavega, quo solo vivió seis meses. También vivió en 1874 el corto tiempo de tres meses el titulado El Progreso.  El Impulsor Municipal que llegó a pasar por cuatro cortas épocas de vida pública, pasó a llamarse ya ha partir de 1875  solamente El Impulsor. Todos ellos estaban reflejando en sus nombres ese afán de prosperidad de que vengo hablando (El Impulsor, El Porvenir, El Progreso…), que no se detendría ya en lo que quedaba de siglo y que tuvo su continuidad en el siglo XX.

 

            En esta misma línea, que podemos llamar espiritual, el cura párroco don Ceferino Calderón puso en marcha en 1881 su proyecto de un nuevo Asilo-Hospital (que habría de sustituir al más que precario que venía languideciendo en la calle de los Mártires y que hacía las veces de asilo, hospital y lazareto), cuyas obras quedaron concluidas en 1884.

 

            En 1892 creó don Hermilio Alcalde del Río la Escuela de Artes y Oficios, que tanta importancia tuvo para la vida cultural de Torrelavega en sus más de cincuenta años de existencia. Y al año siguiente, el 1 de febrero, una junta de prohombres locales formada para la construcción de una nueva iglesia, al frente de la cual estaba también don Ceferino Calderón, publicó un prospecto pidiendo a los vecinos ayuda económica para este fin. Son muy elocuentes las palabras con que se inicia el texto del prospecto, que dicen: “Del progresivo crecimiento de la villa de Torrelavega  en cuanto se relaciona con su comercio y su industria, se infiere el aumento ostensible de su población, siendo insuficientes para atender las necesidades de los habitantes de esta villa todos los servicios públicos que existía hace pocos años.” En este prospecto encontramos repetidos algunos de los nombres de familias que cité anteriormente y que puse como ejemplo de élites conductoras del bienestar conseguido, a las que se añadan ahora otras como los Sañudo, AstulezPerogordo, Alvear, Trevilla, Velarde, Rodríguez Parets, Macho, Castañeda, Quijano, Mendaro, Crespo Quintana o Fernández Vallejo. La población se había más que duplicado en medio siglo.

 

            Por una Real Orden del 29 de enero de 1.895, la Reina Regente en nombre de su hijo el Rey Alfonso XIII, concedió a la Villa el título de Ciudad. En el texto de esta Real Orden se lee que esta motivada por el deseo de “dar una prueba de Mi Real aprecio a la Villa de Torrelavega por el aumento de su población y progreso de su industria”.

 

            Era el premio merecido y al que nuestros antepasados se habían hecho acreedores sentando las bases de lo que iba a ser la prospera vida de Torrelavega en el siglo XX.




 

domingo, 9 de mayo de 2021

Antonio Quirós

El día 9 de mayo 1984 fallecía en Londres el pintor santanderino Antonio Quirós. El día 12 del mismo mes, publicaba el diario Alerta el artículo de Aurelio García Cantalapiedra:

En mi recuerdo




            El privilegio que otorga la edad, me permite hablar del «otro» Quirós, del Antonio Quirós anterior a los bigotes blancos que concedieron después a su rostro una plasticidad característica. Estas líneas, surgidas como consecuencia de una solicitud que se me ha hecho, son el reflejo público del homenaje que, desde la noticia de su muerte, mi corazón le estaba haciendo en silencio.

            Yo conocí a Quirós en enero de 1936, y le pude conocer muy bien porque junto a él conocí su obra. En la recoleta sala de exposiciones de la Biblioteca Popular de Torrelavega había reunido en aquella fecha una colección de su mejor pintura hasta entonces. Allí estaban los retratos de Acha y de Pío Muriedas, impresionantes sobre un áspero soporte de arpillera. Ocupaban la pared del fondo de la sala. Durante mucho tiempo, aquella pared fue recordada, por los asiduos a la Biblioteca, como la de los dos retratos de Quirós. También durante mucho tiempo, cuando entre los amigos surgía el comentario sobre pintura de retratos, la conversación se iba hacia el recuerdo de aquellos dos. Los ojos inquisitivos del de Pío seguían mirándonos; aún los veo, con la pupila perturbadora sobre una mancha de blanco puro. Como veo los pastosos verdes del de Acha. Y todo sobre la violencia que ejercía sobre el espectador la cruda arpillera, que con su rudeza hacía más violenta la materia pictórica. El recuerdo permanecía. En una carta que recibí de José Luis Hidalgo, años más tarde, cuando en sus andanzas impuestas por la guerra civil cruzaba los campos andaluces, ante los verdes que ofrecían aquellas tierras, decía: «Me recuerdan aquellos de la cabeza del señor Acha que pintó Quirós tan formidablemente».

            Junto a los dos obsesionantes retratos pudimos disfrutar de unos primorosos gouaches subrealistas, apoyados, en sus temas, en la obra de García Lorca. ¡Qué delicia el titulado «Prendimiento de Antonio el Camborio»! Y el óleo del cajista tan cercano en su construcción a la pintura de su prima María Blanchard...

            Cuando no hace mucho tiempo tuve la oportunidad de hablar de esto con él, en Santillana del Mar, entre el cuadro del cajista y un retrato a lápiz de José Hierro, que nos traían ecos nostálgicos de entonces, Antonio sonreía ante el recuerdo. Sin embargo, no quedaba rastro en su memoria del paso de algunas de aquellas obras por las paredes de la modesta escuela del pueblecito de Ganzo, próximo a Torrelavega, donde quizá el número de cuadros era superior al de vecinos.

            Vino la guerra y con ella el exilio para Antonio, como para tantos otros, con sus tragedias y añoranzas del mundo perdido. De las primeras hablaría después poco; de las añoranzas yo conservo el reflejo emocionado plasmado en una carta que escribió a José Luis Hidalgo el 30 de enero de 1940. Está fechada en Moulins (Francia): «Con profunda alegría en mi poder tu cariñosa carta, sabiendo de mis queridos amigos Maruja (Lanza), Luis (Corona) y Pepín Hierro. Cuántos momentos en el curso de estos últimos tiempos (en estos fatales últimos tiempos), en los cuales sufrí con tanta intensidad la espantosa tragedia en que todos nos encontramos envueltos, permanecisteis en mi pensamiento con los gratos recuerdos de las horas pasadas juntos... Mis horas son tristes, precisamente por esto, por vosotros, por la nostalgia de vuestro recuerdo constante».

            Antes del exilio, cuando convivíamos ilusionados en la aventura frustrada de la FUE, Antonio aportó también su arte a aquella labor. Queda como recuerdo un folleto editado con motivo del asesinato de García Lorca, con dibujo de Quirós alusivo a la muerte del poeta.

Publicado en:
El diario Alerta, el 12 de mayo de 1984