Estábamos en la playa. Eran años de poco más que una infancia recién inaugurada. Nada te permitía pensar que allí habríamos de volver en tiempos en los que ni siquiera podías recordar estos de ahora por los que discurriese la inocencia primera de la vida. Eran los años en que, ensimismados en la playa, tu alma infantil se sentía prisionera de la inmensa soledad de la mar, con un azul tan próximo y un horizonte tan lejano. Las noches en las que una estrella era siempre algo tan distante que podría llamarse Dios o luz misteriosa. Horas de juego en la arena donde los pies dejaban huellas que el mar robaba para esconderlas en el fondo, donde los peces nadaban sin saber para qué, igual que nuestras almas, puras todavía, volaban en el aire transparente de la tarde. Eran impresiones dominadas por la fuerza atrayente del mar, que algún tiempo después, lector voraz de Juan Ramón Jiménez, te ayudarían a comprender toda la belleza del poema “Pureza del mar” del admirado poeta, del que más tarde, en ese más tarde duro que te espera, aprenderías con Francisco Umbral a llamarle “maestro y padre, que nos une para siempre”.
Años de infancia que incapaces de comprender situaciones de violencia que pronto te alcanzarían, dejarían marcado en el recuerdo realidad y fantasía que servirían para endulzar horas amargas. Cuantas veces recordarían en esos años que se aproximaban la inocente primera impresión de la visita a las Cuevas de Altamira, creyendo en el silencioso galopar de los bisontes guiado por la mano mágica de Simón “el de las Cuevas”. La inocencia del niño que eras entonces dejó grabada en ti una perenne impresión que quedó unida al que aquellas olas que en Suances dibujaban el mar sobre un azul inacabable.
Unidos a estos infantiles y primeros recuerdos marchaban inocentes las horas, los días y los años de entonces en aquella vida cotidiana que una madre guiaba con la misma mano
Lecturas posteriores te enseñaron a comprender que también existía otra vida, la de la edad que te iba a llevar a la escuela. A aquel colegio en que un día viste llorar al maestro en el momento en que la política obligó a arriar la bandera para poner en su lugar la del bando triunfante. Eran pocos años todavía los tuyos, para concederle a ese acto la importancia que tenía, pero que significó la primera lección de una manera de vivir que desde entonces te esperaba, en las que aquella rejas de hierro que cerraban las ventanas de la escuela iban a alcanzar un duro significado en otras paredes que llegarían a ser tan íntimamente tuyas cuando los años te hicieran dar el paso de la infancia a la adolescencia, donde llegarías a aprender con Umbral que “no se podía ser de Juan Ramón y solo habría poetas oficiales, oficialmente de izquierdas o de derechas”.
Empezaste a entenderlo en el momento en que tus lecturas te llevaban a meditar sobre el contenido de aquellas páginas. ¿Recuerdas? Entre aquel pasto de poesía, Speyler (Spengler), con La decadencia de Occidente, para comprendernos a todos; las obras de Unamuno y Ortega, para aguzar el ingenio y Nietzcher, para rodear de osadía el futuro hombre que todos teníamos que ser... los novelistas rusos y los franceses. Cuanta indigestión, a veces, muchas, sin posibilidad de digerirlo. De todo aquello surtía la biblioteca pública, que estaba abriendo el duro camino que esperaba a todos pocos años después, en el que aquella incipiente cultura, cultivada con fervor, te iba a llevar a una honestidad en el comportamiento civil no frecuente entre aquellos que convivías.
NOTA: Primera versión del primer capítulo del libro Estampas de un tiempo pasado. Publicado, en edición no venal en 2001