sábado, 31 de octubre de 2020

Ernest Renan

Este mes hace 128 años de la muerte del filósofo francés  Ernest Renan. Con tal motivo publica Aurelio García Cantalapiedra este artículo recordando las lecturas de juventud cuando se cumplía el centenario.



Hace cien años que murió Ernesto Renan


            Hablar hoy de Renan, recordar su muerte ocurrida en 1892 como un centenario a tener en cuenta, parecerá fuera de lugar ante la resonancia del Quinto Centenario que recorre el mundo. Ernesto Renan no es una figura actual; el ilustre pensador francés parece borrado de la vida intelectual de hoy. Pero, ¿por qué es esto así? ¿quedó apagado para siempre el eco de su obra después de aquella «búsqueda ( ... ) de nuevas posibilidades racionales de fe» a que se refiere Francisco Pérez Gutiérrez en su Renan en España? El mismo autor citado, en otra parte del libro invita con estas palabras a la revalorización del personaje: « … la suposición de un Renan fenecido y desprovisto hoy de todo interés obedece tan solo a que se le ignora. Basta leerle ( ... ) para sentirle revivir y volverse nuestro contemporáneo».

            Para nosotros, los españoles de mi generación, que llegamos a los libros en los años anteriores y próximos a la guerra civil en la vida cultural de Torrelavega, ya teníamos entonces a nuestra disposición, en la Biblioteca Popular, la Vida de Jesús y los dos tomos de Los Apóstoles del escritor francés. Era en una edad joven, en que la curiosidad intelectual empujaba hacia todos los caminos y en una época en la que, dichosamente, éstos estaban abiertos siempre para todo aquel que quisiera adentrarse por ellos. Unamuno y Ortega fueron nuestros mentores en este primer acercamiento. Ortega había publicado un artículo en El Imparcial, en 1908, en el que se leía esta frase: «En el cauce del siglo XX va hinchándose más y más el claro nombre de Renan». Y en otra ocasión: «Los libros de Renan me acompañan desde niño; en muchas ocasiones me han servido de abrevadero espiritual». Pero esto ocurría en fechas en que, muy pronto, todo iba a discurrir por un camino único en el que Renan no tenía cabida. Su Vida de Jesús no volvería a estar a nuestro alcance hasta el año 1958, cuando una editorial argentina consiguió hacer llegar a España una pequeña parte de su edición, proporcionándonos así su relectura, aún cuando tuviera que ser de una manera clandestina.

            Aquella primera indagación de hacia más de veinte años encontraba en el reencuentro más madura con el libro, nuevos e importantes motivos para intentar conocer el terreno en el que su autor se movió. Y cuando en fecha más reciente Francisco Pérez Gutiérrez dio a conocer su Renan en España (Taurus 1988), aquel interés se vio colmado en su acercamiento a la vida y a la obra del autor que había suscitado nuestra temprana curiosidad. Ya teníamos a nuestra disposición todas las claves para adentrarnos con seguridad en las razones de la trascendencia de la obra de Renan y en el conocimiento de la convulsión provocada por su Vida de Jesús.

            («Basta leerle [a Renan] para sentirle revivir ... »).

            Pocos libros han puesto a su autor en el camino de la celebridad, en tan breve tiempo como le sucedió al escritor francés. La Vida de Jesús apareció en junio de 1863; el 1 de septiembre del mismo año ya estaba incluida por el Vaticano en el Índice, con una rigurosa puntualidad. Para un entendimiento correcto de este proceder y de las reacciones de todo tipo que produjo el contenido del libro, no se puede separarlo del contexto histórico en que se publicó, que llevó, a unos, a condenarle con todo el rigor, y a otros, a tomar con no menor rigor y el mayor interés, el pretendido estudio exhaustivo de la figura humana de Jesús de Nazareth.

            El libro de Renan había caído con un fuerte impacto sobre las aguas ya revueltas por el racionalismo en Europa. Y en España de una manera particular, donde, siguiendo a Francisco Pérez Gutiérrez, se puede asegurar que «… la influencia de Renan vendría a modelar en notable proporción la fisonomía religiosa del movimiento llamado krausista».

            Si volvemos ahora nuestros ojos hacia la peculiaridad histórica de nuestro país en el último tercio del siglo XIX y a la importancia que aquellos años tuvieron como origen de la contemporaneidad que les siguió, estaremos en condiciones de valorar en su justa medida la obra de Ernesto Renan, que contribuyó, de manera indudable, al discurrir de la vida espiritual de entonces.

            Y con ello, a lo justo que es recordar su figura, con el eclecticismo que requiere, en este centenario de su muerte.


 

Publicada en:
El diario El Diario Montañés, 31 de octubre de 1992


sábado, 24 de octubre de 2020

La efímera vida de una Biblioteca Popular

 

Hoy, Día de las Bibliotecas, os presentamos otro de los escritos de Aurelio García Cantalapiedra sobre la Biblioteca Popular de Torrelavega del que se dio referencia en este blog hoy hace un año.




El centro cultural, creado hace ahora sesenta años,

fue clausurado por los franquistas en 1937

 

            El día 13 de noviembre de 1927, hace ahora sesenta años, se inauguraba oficialmente en Torrelavega un centro cultural, al que sus fundadores dieron el nombre de Biblioteca Popular. La vida de esta entidad se iba a desarrollar durante una década, hasta agosto de 1937, fecha en la que fue clausurada cuando ocuparon la ciudad las fuerzas del Ejército del general Franco. Fueron diez años de intensa actividad cultural, de los que han quedado profunda huella en los hombres que tuvieron la suerte de vivirlos.

 

            Como bien lo comprendieron sus fundadores, y así quedó escrito en el prólogo de la Memoria editada por esta entidad al final del curso 1927-28, "Torrelavega había entrado ya en el segundo estadio de evolución por el que normalmente atraviesa toda agrupación humana. Asentada sobre firmes bases su vida material, bases constituidas, en primer lugar, por su estratégica situación, que la convierte en centro de la vida económica de una amplia comarca, y, en segundo término, por los factores agrícolas, ganaderos, mineros, industriales y comerciales, que en halagüeña coordinación y concertada armonía vivifican su valle ubérrimo, era imperativo de necesidad social entonar tales actividades puliendo y refinando sus características con aquellas otras más íntimas y permanentes que presta la vida consciente del espíritu colectivo". En este comentario se citaban como precedentes que venían laborando en igual sentido la Escuela de Artes y Oficios, las entidades musicales, la Cámara de Comercio y otros círculos sociales.

 

            Las gestiones para su creación fueron iniciadas oficialmente el 18 de septiembre del año anterior, 1926, cuando Ramón Miguel y Crisol y Joaquín Barquín Fernández, en nombre y representación de la recién constituida Sociedad Pro Cultura Popular, se dirigieron a la Corporación municipal exponiendo sus propósitos y solicitando para la instalación de una biblioteca pública el salón que existía en la planta baja del Palacio Municipal. La petición en este sentido fue rechazada, ofreciendo a cambio el local que había ocupado la Contaduría en el antiguo edificio del Ayuntamiento, en la Plaza de Baldomero Iglesias, que fue reparado y puesto a punto para el nuevo que se le iba a dar, según acuerdo tomado por la Corporación el 15 de febrero de 1927.

 

            En este local se iniciaron, con carácter provisional, las actividades de la Biblioteca Popular, pero iba a ser por poco tiempo, pues pronto se vio obligado el Ayuntamiento a disponer de él para instalar el Juzgado de Primera Instancia. Era un problema muy grave que iba a dar lugar a que se interrumpiera la labor iniciada, pero que fue resuelto con facilidad gracias a la colaboración de la Cámara de Comercio de Torrelavega, que les cedió una parte del local que venía ocupando esta entidad mercantil en el número 32 de la calle Consolación, donde permanecería la biblioteca hasta el final de sus días.

 

            Vencidas estas primeras dificultades, resuelta la primordial cuestión del local, incrementado el número de socios y consolidada la entidad como tal biblioteca, con un importante aumento de libros en sus estanterías, no quedaba más que proceder a la inauguración oficial para cancelar el carácter de provisionalidad que había venido arrastrando durante un año. Para este fin fue fijada la fecha del domingo 13 de noviembre, invitando a Víctor de la Serna, quien había de pronunciar la conferencia de inauguración.

 

            El acto tuvo lugar a las once y media de la mañana del día citado, bajo la presidencia del que lo era de la sociedad, don Ramón Miguel y Crisol, ocupando un lugar en los sitios de honor don Jorge García, que ostentaba la representación del alcalde; el cura párroco, don Emilio Revuelta; el juez de Instrucción, don Emilio Macho Quevedo; el comandante de la Caja de Reclutas de la ciudad, don Alberto Guerrero; el registrador de la Propiedad, don Francisco Vega; el capitán de carabineros, señor Cornejo; el farmacéutico titular, señor Herrero; el presidente del Círculo de Recreo, señor Cacho; el presidente de la Coral, Carrasco; el del Orfeón torrelaveguense, García de los Ríos; el de la Junta del Asilo, un representante del Centro Obrero y otros.

 



 

Publicado en:

El diario Alerta, 13 de noviembre de 1987

sábado, 17 de octubre de 2020

TRES ARTISTAS EN EL TORRELAVEGA DEL SIGLO XX


TRES ARTISTAS EN EL TORRELAVEGA DEL SIGLO XX


         Mauro Muriedas, Eduardo López Pisano y José Luis Hidalgo: he aquí tres nombres de artistas locales que con su destacada personalidad brillaron de manera muy singular en la vida de la ciudad. Las vivencias de estos tres fueron tan significativas que en cualquier escrito en el que se pretenda hablar del desarrollo cultural de Torrelavega en el siglo XX han de ser presentados como ineludible referencia. No solamente por lo que juntos y cada uno representaron sino porque los tres fueron proyección ejemplar de una época. No vacilaríamos  en dar lo nombres de Muriedas, Pisano e Hidalgo como buques insignias de la vida cultural del Torrelavega de entonces, sino también y en cierta manera, de la que se les pueda considerar en la vida social. Los dos primeros desde su presencia en las aulas de la Escuela de Artes y Oficios y, más tarde, como socios de la Biblioteca Popular, en cuyo centro cultural encontraron los alumnos de aquella Escuela el terreno idóneo para el cultivo de su vida en relación con el ambiente en que se desenvolvían, pues la Biblioteca constituyó, para un elevado número  de aquellos alumnos de Alcalde del Río el complemento cultural que elevó su nivel dentro del ambiente local en que se movían los vecinos del pueblo. Hidalgo, por su edad, no pudo disfrutar de aquella base que supuso la Escuela de Artes y Oficios, pero encontró en otros ambientes, y principalmente en la Escuela de Bellas Artes de Valencia, la formación precisa. Su sensibilidad lírica colaboró notoriamente en el desarrollo artístico.
        
         La Biblioteca Popular, cuya institución comenzó su andadura en 1926, no se limitó a funcionar como una biblioteca pública como parecía querer indicar su nombre. Su labor se proyectó más allá, a base de organizar actos culturales en su domicilio social (conferencias, cursillos, exposiciones...) a los que el público de la ciudad respondió con entusiasmo, que no iba a cesar hasta la clausura del centro en 1937. En un escrito de Manuel Teira se pudo leer: “En la Biblioteca se habló de arte, de literatura, de ciencias, de filosofía; nunca se habló de política, ni de religión, aunque política y religión llenaban el enfervorizado clima de la España de la época; el recinto de la Biblioteca, amparando las opiniones y los sentimientos de todos, no fue campo para la discusión”, y en otro escrito del pintor Eduardo López Pisano publicado el 12 de noviembre de 1977, se hacia referencia a la relación de la Escuela de Artes y Oficios y la Biblioteca: “La Biblioteca Popular estaba en una relación muy estrecha con la Escuela de Artes y Oficios y con todas entidades de arte popular. No había en sus actividades una intención elitista entre las personas que después de su jornada laboral buscaban en ella un enriquecimiento de su saber”.

         Han transcurrido más de treinta años desde la publicación de otro escrito mío en el que me permití calificar a la labor de estos dos centros como la “Universidad del Pueblo”. Fue con motivo de una exposición conjunta de la obra de Mauro y Pisano; los dos fueron proyección ejemplar de la labor que desarrolló aquella “Universidad”. Y los cito como destacada muestra a la que se pueden unir el nombre de otros artistas locales que omito para no alargar este escrito.

Mauro Muriedas


         En otro escrito mío referido a este escultor, me permití hablar de él como artista “de la más pura estirpe montañesa”, expresión  que apoyaba afirmando que “sigue con la gubia el camino que con la pluma fue abriendo Manuel Llano”. Esta comparación que me permití entonces, entiendo que continua siendo válida desde el punto de vista artístico y humano para quienes se acerquen a la obra que nos dejaron los dos. En la obra del uno y del otro se unen, de manera inseparable, las expresiones escritas de Llano y las esculturas de Muriedas en su vertiente lírica. En otro lugar me referí hace más de veinte años a que a Muriedas  los árboles que tocaba con su gubia acababan convirtiéndose en poesía, en una metáfora contradictoria llena de dolor por una de las vertientes en la obra terminada y por el otro asomaba su lirismo, en este ir de la madera al humanismo que quedaba reflejado en sus esculturas realizadas en los años  por los que transcurrió su vida.
        
         Escuchemos la voz escrita de Manuel Llano al juzgarlo: “Rostros de madera que parecen rostros de carne con sus melancolías, con sus meditaciones...Vidas en estado de ánimo que reflejan el reposo, la tristeza, el hastío...”

         Recordábamos aquel estudio de la galería de cristales en Campuzano, más tarde el reducido taller en una buhardilla.

         La última vez que vi a Mauro Muriedas era ya nada más que una escultura de sí mismo. Se había dejado caer sobre una cama. Era el hombre derrumbado que él hubiera podido esculpir con los postreros golpes de una gubia y una maza ya imposibles.        

Eduardo L. Pisano


         Cuando hace ya un largo tiempo me pidieron un escrito sobre el arte y la vida de Pisano, mí amigo llevaba ya treinta años viviendo en París y nuestras relaciones a muy esporádicas y breves cartas. Pero mí conocimiento de su personalidad me permitió afirmar que “Eduardo Pisano lleva ya treinta años largos viviendo en París, lo que quiere decir que lleva treinta años pintando en París, porque para Pisano vivir es pintar”.

         Después de estos años, en los que habían pasado por su delicada retina todos los ismos y todas la formas de las artes plásticas, en aquel París por el que todo pasaba, su vuelta a España había sido muy escasa, llamado en ocasiones por galerías de arte que eran conocedoras de su obra.

         La pintura de Pisano había profundizado en unos caminos que le separaban de los que él había venido pisando hasta su marcha a París. Las imágenes que se ofrecían a su vista le habían abierto nuevos caminos en los temas que en él eran habituales, aquellos que el profesor Lafuente Ferrari había llamado pintura montañesa de todos los tiempos, entroncándole con nuestros clásicos, Riancho, Iturrino, Solana, María Blanchard, etc. En la pintura de nuestro amigo había calado la pasión por aquellos nuevos caminos y su pintura volvía a España afectada por lo que estaba viendo y viviendo.

         Cuando Pisano y Mauro Muriedas expusieron juntos en noviembre de 1976, en una sala que había dispuesto para ellos el Banco de Bilbao de Torrelavega, se leyó en el catálogo una expresión que reflejaba perfectamente lo que había sido y era el resultado de su arte. De la exposición conjunta se decía que tenía en común su motivo siempre humano, “desgraciadamente humano, terriblemente humano. Sin concesiones en Mauro. Entre muecas irónicas en Pisano.”.

         La pintura que Pisano nos traía era hondamente personal.        

José Luis Hidalgo


         Fue otro discípulo aventajado de la “Universidad del Pueblo” vinculado a la Biblioteca Popular de manera muy destacada. Pintor y poeta del que Juan Ramón Jiménez dijo: “... aquel muchacho que escribió el admirable libro de Los Muertos... era, quizás, el poeta más natural y espontáneo de estos años. Muy conseguido. Algo así como el Bécquer de nuestra época.”.

         Su obra pictórica quedó oscurecida públicamente ante la presencia de la lírica. Fueron muy pocos sus años de vida (de 1919 a 1947) para que lograra alcanzar un paralelo entre las dos actividades. Pero, para los profesionales y críticos de arte, quedó bien de manifiesto lo que se esperaba en su camino por la plástica, principalmente  por lo que había en él como maestro del dibujo, siempre acertado y de una fuerza exquisita. Desde muy joven quedó esto de manifiesto en los grabados en madera que hacía para ilustrar las páginas de un periódico local. Y como artista plástico dejó pronto buena prueba en una exposición que colgó en 1936 en la sala de su admirada Biblioteca Popular.

           Los años últimos de su permanencia en el ejército con motivo de la guerra civil española que le tocaron vivirlos en Valencia, aprovechó para ingresar en la Escuela de Bellas Artes de aquella ciudad, estudios que concluyó con muy buen aprovechamiento en 1943.

         Su dedicación a la poesía y a la pintura fue constante en la presencia poética al público por ser más asequible. En pintura tomó parte en diversas exposiciones individuales y colectivas, en Valencia, Madrid y Santander, en las que su obra fue elogiada por reconocidos críticos quienes no cesaron en insistir en el porvenir que le esperaba.

         Falleció en Madrid el 3 de febrero de 1947, dejando -a los que conocían su obra, tanto pictórica como poética, con la tristeza que producía “aquel salto en el vacío” que conmovió a todos.


Publicado en:
Color y Latras. Tertulia Sago nº 2 octubre de 2004




jueves, 1 de octubre de 2020

Dia Internacional de las Personas Mayores

    LA VEJEZ COMO REFERENCIA

 


 

           Mis primeras palabras en este acto tienen que ser de agradecimiento por la invitación que me han hecho desde la ONCE para intervenir en este ciclo que han preparado.

 

            Pero también estas palabras iniciales han de reflejar forzosamente, mi preocupación al aceptarlo, ante el temor de que los comentarios que siguen a continuación, no reúnan el interés que requieren a pesar de que por razones de edad me encuentro inmerso en el mismo.

 

Se me ha pedido que exponga mi opinión ante ustedes sobre cómo entiende el mundo pasado y el inmediato próximo una persona como yo, mayor en edad, un anciano, desde la posición de la vida propia que ha quedado atrás y la que cree entender que se le avecina.

 

            En fin, si se acepta el participar en estos actos, en los que ya el título le coge a uno por la cintura, hay que armarse de coraje y salir al ruedo dispuesto a todo, aun cuando tenga que ser apoyándose en la defensa de los burladeros de la plaza ante las embestidas que mi audacia pueda provocar.

 

        El que este breve ciclo esté organizado por la ONCE, con las peculiaridades propias de los componentes de esta entidad, que se pueden reflejar en el entendimiento de la apreciación del tema con sus consecuencias personales, me llevan a comentar de entrada que en mis opiniones que siguen he tenido en cuenta estas circunstancias, valorando en toda su magnitud la sensibilidad de las personas que integran este meritorio grupo. Entiendo que, desde este punto de vista,  se trata de dos caminos que, aun cuando próximos, presentan diferentes facetas al moverse en el terreno que lo vamos a hacer hoy aquí, a pesar de ser fraternales en gran medida.

 

            Pero vayamos al tema programado, en el que podamos observar que el anciano o la anciana, o sí ustedes lo prefieren el hombre y la mujer ya mayor, han podido recoger, con el paso de los años,  en recuerdos más o menos nítidos, cómo ha transcurrido el mundo que le ha tocado vivir. Y lo hago, naturalmente, sin pretender que ese transcurrir de los años propios pueda ser interpretado como espejo en el que se reflejen los de los demás.

 

          Mí posición, en todas estas referencias, está apoyada en las lecturas a que me acerqué en los años de juventud, por la curiosidad que despertaban en mí algunos de los escritos de los autores que cito en estos comentarios que siguen. Más tarde, ya en la madurez, volví a ellos atraído por recuerdos que me quedaban de aquellos primeros encuentros, buscando en una nueva lectura, con mayor base, el conocimiento que el paso del tiempo había despertado en mí. Ahora, en los principios de la senectud, trato de encontrar en sus páginas un entendimiento más sereno de sus experiencias y consejos, para ponerlos ante ustedes hasta donde mí modesta información y capacidad lo permite, fuera de aspectos técnicos tan lejanos de mí alcance.

 

            Tengo reciente la lectura de un escrito de Günter Glass, el cercano Premio Nobel, quien al volver sobre su pasado y los ecos que ha podido dejar en él, habla del recuerdo de un gato que quiere que lo acaricien, incluso a veces a contrapelo, hasta que crepita y ronronea. Sin tener nosotros a nuestro lado ese gato que nos pueda modificar la historia personal de cada uno, podemos ver cómo esos años sobre los que hemos transcurrido, han quedado grabados selectivamente en nuestro recuerdo. Volvemos a ellos con la dependencia que nuestro presente les impone y de ahí sacamos conclusiones para aplicarlos a los que estamos viviendo, sin la falsa postura de aquel gato.

 

            La persona mayor en edad, el anciano o la anciana, cuando vuelven la vista atrás, están buscando, en aquel tiempo que fue suyo, emociones que sobresalen de las del común, vividas realmente o añoradas con el mismo valor que les da a las auténticas y las contrasta con las de hoy, también vividas o también soñadas, y le valen para dejarlas escritas en el diario de su memoria, donde están construyendo su vida pasada, que ya desde ese momento adquiere validez de lápida de monumento propio. Todos y cada uno vamos así levantando el monumento a nuestra existencia, a esa fracción de la vida que quedó atrás, y que puede constituir la base firme para terminar de andar el camino que nos fue trazado a cada uno desde el momento de nacer.

 

            Recuerdo otro escrito anterior mío que se adentraba en cierta manera por esta misma senda. Regresar a los años de la infancia, decía en él, desde la última vuelta del camino, cuando la edad nos está recordando implacable la lejanía en que se encuentran, buscar en las cenizas de esos recuerdos aquellas vivencias que el paso del tiempo ha podido dorar... Yo pensaba entonces, cuando escribí aquellas notas, en que una de las actitudes más arriesgadas en que puede caer el ser humano, es en la de volver la cabeza hacia el pasado, pues aun cuando pongamos todas las facultades para separar el mundo que nos tocó vivir del que soñamos haber vivido, no resulta fácil conseguirlo y nos puede llevar a falsearlo.

 

            La persona mayor en edad, de la mano del tiempo, va tratando de recuperar aquellas vivencias enredadas entre las vueltas del cerebro y no le resulta fácil acomodarlas  en las ocasiones en que pretende recurrir a ellas para reutilizarlas. No, no es ese el camino que puede dar salida útil a la memoria de nuestro pasado, ya que, instintivamente, seleccionamos vivencias gratas, recuerdos de hechos en los que ponemos un sentido favorable que a lo mejor no tuvieron. En lo más hondo del armario de cada uno se guardan joyas que pueden alimentar nuestra satisfacción en un momento preciso que así lo pide; reales o imaginadas, pero favorables para acercarlas a los de las demás, y así, unidas a las suyas, tratar de alcanzar ese mundo mejor que todos ambicionamos.


            Esto en cuanto puede reflejar un panorama del pasado de cada uno en líneas generales. ¿Y en el futuro? ¿Podremos sacar algún partido de ello? ¿No tropezaremos con piedras semejantes a las que encontramos en nuestro pasado que puedan resultar obstáculos insalvables?

 

           Ya nos ha advertido don Santiago Ramón y Cajal que “El yo, no obstante las traiciones y eclipses de la memoria,  sigue considerándose como eje de nuestra vida interior y exterior, a despecho de un cuerpo decrépito que nos sigue jadeante y como a remolque de nuestras andanzas fisiológicas e intelectuales.” A lo que el mismo autor añade: “La cultura moderna crece vertiginosamente, mientras que la pobre máquina cerebral, herencia milenaria de la especie, parece estacionada o se modifica con una lentitud desesperante.” Y nos hace partícipes de su opinión de que el anciano  pretende enjuiciar el hoy con el mismo criterio del ayer, lo que estima como un posible e importante escollo.

 

         Sin soltarnos de la mano de tan ilustre científico, profundo conocedor de los vericuetos del cerebro por donde andan parte importante de los secretos de la vejez del ser humano, tratemos de acercarnos  con él, en el  discernir de cada uno, por ese camino último de la vida.

 

         Pero antes recuperemos ese aspecto de la existencia humana al que se viene llamando experiencia, que nos puede permitir circular por el mundo con los sentidos hasta cierto punto abiertos. Al hombre mayor en edad, al anciano o la anciana, se le supone una cierta experiencia por lo menos selectiva, con la que continúan su contacto con el mundo. El profesor Julián Marías nos dice que “la experiencia de la vida ha sido durante mucho tiempo la manera radical de saber a qué atenerse”, pero a continuación nos pone ante la posible dolorosa realidad de afirmar que la experiencia es un patrimonio de la vejez “y que, a tales horas, resulta inútil,” aun cuando, después de esta afirmación, parece querer recuperar su valor con la expresión de una nueva duda, manifestando que ni podemos confiar  y descansar en ella, ni volverle la espalda, porque no sabemos qué nos dejamos atrás, frase que, con todos los respetos para tan ilustre profesor, nos parece nada más que como una pirueta literaria.

 

           La experiencia de  la vida ha sido definida por nuestros más ilustres pensadores como “un saber”, en el que se recoge con mayor profundidad el significado y sentido de la existencia por donde hemos circulado y que puede sernos útil ante los problemas que nos presenten los recovecos de la última vuelta que nos queda pendiente de andar.

 

        Se trata de una participación en nuestra propia historia en la que la experiencia pueden, ser muletas útiles para recorrer ese último tramo. Pero teniendo el cuidado de no concederlas importancia decisiva, porque los recovecos del cerebro, en estas vueltas finales,  pueden jugar una mala pasada.

 

           El profesor Ramón y Cajal, de quien hemos prometido no soltarnos de su mano en este acto,  nos advierte sobre los peligros de la memoria, en la que en parte fundamental está apoyada la experiencia. Archivo del pasado –la llama- “lucimiento del presente y único consuelo de la vejez” y añade que “es el don más preciado y maravilloso de la vida”, sin perder de vista que “flaquea lamentablemente en la senectud”.

 

            Henos aquí, pues, con este bagaje, en el quicio donde el ser humano  se ve enfrentado al último tramo de su recorrido, con la inseguridad siempre inquietante que provoca el desconocimiento de las dimensiones de lo que le espera, viéndose apremiado por la posibilidad de la brevedad del plazo previsible.

 

            ¿Cómo podemos y debemos enfrentarnos a este desconocimiento? Es pregunta sin una respuesta con el más mínimo viso de certeza. Ya hemos cabalgado, de manera superficial,  por la senda de la experiencia de la vida, en busca de ayuda pero sin encontrar el tipo de muletas adecuado. El hombre religioso nos avisa de los caminos que él ha encontrado; nos instruye sobre lo que estima su verdad proporcionándonos como remedio el consuelo de su saber, aceptado sin hechos tangibles pero que en su convencimiento existen.

 

            A los noventa años comentaba don Ramón Menéndez Pidal: “Se dice que la más triste limitación que pesa sobre la vejez es el no disponer de un mañana... con el mañana cuentan lo mismo los viejos que los jóvenes, y cuentan precariamente tanto los unos como los otros...”, diciendo a continuación “que el impulso activo del anciano no tiene por qué cesar; no le falta el mañana... que ese mañana sea más largo o más corto es cosa secundaria...”  Y nos insiste en que el mañana, estimado breve, apremia para que no perdamos tiempo en lo que no es absolutamente indispensable. Sin el apoyo de lo religioso en forma activa, nos dice que “no morir totalmente ha de ser ansia suprema de la vida en todas las edades”. “Con la vejez perdemos muchos goces de la vida, pero no es penoso carecer de lo que ya no se desea”, a lo que añade  que “esta pasiva resignación  tiene sombras de muerte...”

 

            En los comentarios a que he dado lectura podemos sacar la consecuencia de que el hombre ya mayor, el anciano y la anciana, viven su existencia y la han vivido, movidos por dudas, y en otros casos por creencias firmes sobre su posición en el mundo, situación que no era compatible con la que llevaron durante los años anteriores en los que era lo más normal aceptar como únicas realidades las que compartían con sus semejantes de la misma edad.

 

Hemos basado nuestras opiniones que preceden en cuanto al paso del ser humano por el mundo de los vivos, en dos conceptos fundamentales: la experiencia de la vida y la memoria. Podemos llamar a la primera el cuerpo y a la segunda el alma nada más que para ayudarnos a apuntalar estos comentarios que siguen.

 

En el cuerpo, es decir en la experiencia de la vida, tratamos de apoyar nuestros actos cotidianos. La memoria es el conductor profesional que la guía, cuidando de que la experiencia de la vida no se desboque, a lo que está muy propensa, ya que en su mayor parte son reflejos de los años de madurez tan apetitosos cuando se les mira desde la vejez.

 

No hay remedios fáciles para que la memoria se nos presente en la vejez con el carnet de profesional debidamente garantizado en cuanto a lo idoneidad de su propietario para utilizarle. Ya hemos visto como nuestro Ramón y  Cajal nos habla de traiciones y eclipses de la memoria. Contra estos hemos de luchar para tratar de que sean lo más reducidos posibles en el momento en que nos van a ser necesarios. Pero todo son problemas de difícil solución a estas alturas de la existencia, pues la vejez no tiene a la puerta de sus domicilios un cartel indicador del stop que rechace lo no conveniente. Circunstancias que están dando lugar a que sean hoy muy frecuentes en los medios de comunicación los comentarios sobre la esperanza  media de vida humana. Nuestro inseparable Ramón y Cajal, nos dice que la vida media, en la fecha en que lo comentaba, estaba cifrada en los cincuenta años y que nos esperaba un periodo indeterminado de años, a  partir de aquellos cincuenta,  para la iniciación de la senectud con todas sus  consecuencias, afirmando que “se es verdaderamente anciano, psicológicamente y físicamente, cuando se pierde la curiosidad intelectual, y cuando con la torpeza de las piernas, coincide la torpeza y premiosidad de la palabra y del pensamiento”.

 

En un informe reciente de la Sociedad Española de Salud Pública y Administración Sanitaria se lee que la posibilidad de enfermar y fallecer depende en gran medida del nivel de vida y de la localización geográfica de las personas, llegando a afirmar que la distancia  de la esperanza de vida  entre la clase alta y la de los más desfavorecidos llega a ser hasta quince años y cifra en ocho años la que existe entre los que viven en las regiones españolas con menos recursos. Se trata de nuevos valores a tener en cuenta según los últimos estudios científicos, que añaden mayor inseguridad en las creencias en que nos movemos en el mundo actual sobre estos temas.

 

Pero siguiendo en la línea sobre la que marchábamos antes de ese novedoso informe relacionado con la esperanza de vida , recuperemos nuestra ignorancia para preguntarnos: ¿Cuándo se pierde la curiosidad intelectual?. ¿Dónde está tan difícil límite que nos guía por este camino?. No sé contestarme a estas preguntas y me atrevo a manifestar que ninguno de los seres humanos lo tenemos. La torpeza de las piernas está bastante al alcance del conocimiento propio, pero ¿en todos los casos lleva consigo la pérdida de la curiosidad intelectual como referencia a la situación de la vida de anciano?. No, no en todos los casos. La experiencia de la vida nos dice que la coincidencia de una y otra limitación son nada más que desagradables circunstancias que nos están anticipando la llegada de la senectud.

 

Termino aquí mí intervención lamentando haberme ido con mis palabras, en su mayor parte, por caminos tan amargos. Entre unos y otros de estos comentarios cabrían posibles interpretaciones que podían haber colaborado  a hacerlos más optimistas pero no conseguí hacerlos aparecer en mí memoria. Recuerden de líneas anteriores las traiciones y eclipses de que nos advierte don Santiago Ramón y Cajal.



Conferencia leída en la Agencia Administrativa local de la ONCE en Torrelavega el día 8 de noviembre de 2000