miércoles, 26 de agosto de 2020

Chus. Cuarenta años después


Este blog quiere unirse a la celebración del 25 aniversario del fallecimiento de Jesús Otero. Para ello publicamos las palabras que leyó Aurelio García Cantalapiedra en el acto homenaje que se celebró en el Parador Gil Blas, el 30 de agosto de 1980





Chus. Cuarenta años después



            Hace poco más de diez años, publiqué un libro con el titulo de Cuatro amigos. Había llegado entonces a los cincuenta de edad y en la introducción que precedía al breve texto, quedó reflejo de una parte del examen de conciencia a que me sometí en aquel alto del camino, declarando cuanto debía yo a los cuatro amigos de que se hablaba en el librito, Jesús Cancio, José Luis Hidalgo, Mauro Muriedas y Jesús Otero. En las páginas que seguían a la introducción prevalecía el aspecto ético sobre el estético y todo era resultado de mis largas horas a lado de estas personas, de las que me consideraba deudor en el capítulo más importante de los que integran la contabilidad humana, el de la amistad. De Jesús Cancio dejé constancia de que había tratado de aprender en él a ser amigo sin límites; José Luis Hidalgo, a llenar la amistad de profunda y afectuosa seriedad; de Mauro Muriedas, de este gran Mauro Muriedas, a procurar que estuviera matizada con noble acentos. De Jesús Otero, a quien hoy homenajeamos, escribí que era un “amigo leal hasta más allá de donde llegan los demás, con cualidades que surgen precisamente cuando son necesarias y entonces te maravillan”, expresión que repito aquí textualmente, pues el paso de los años no hecho más que consolidarla en mi sentimiento.

 

            No se la fecha exacta de mi encuentro con Jesús; tampoco lo considero necesario, porque pienso que nos conocemos desde el otro lado del tiempo. Mis recuerdos de esta amistad no precisan de fecha, ni de apenas palabras que lo confirmen, ni casi de hechos que puedan citarse como testimonio. Creo que, para definirla, debo hablar con más certeza de impresiones. La primera, ya lejana, quizás fue la de su manera de estar entre los demás, respetuosa e inquirente. Escuchaba no solo con los oídos, sino también con los ojos. Podemos imaginarle así en la tertulia e “La pájara pinta” que había reunido Víctor de la Serna en Santander. Era entonces aprendiz de escultor en la capital montañesa y acudía a la tertulia a escuchar; a escuchar, entre otros, al pintor Ricardo Bernardo, que entre palabra y palabra gruesa, entre “taco” y “taco” que provocaban la sonrisa de Otero, dejaba caer ideas inteligentemente elaboradas sobre el arte y sobre la vida, que en buena parte han sida y son para Jesús soporte de sus vivencias personales. A veces, -no tantas como sus amigos deseábamos-, iba a Torrelavega, y en la Biblioteca Popular continuaba viendo y oyendo importantes exposiciones y no menos interesantes conferencias.

 

            Estuvo en Madrid, pensionado; yo no le vi allí, pero estoy seguro de que siguió con los ojos y los oídos abiertos a cuanto de alguna manera tuviera relación con a belleza artística. Preguntarle  por aquellos años y sus palabras de contestación veréis que también están repletas de ternura cuando se refieren a los amigos que compartieron con él la aventura de la Escuela de Bellas Artes. En lugar preeminente colocará al pintor Santiago Montes.

 

            Pero no penséis por estas notas que anteceden, que en Jesús ha prevalecido la cultura sobre el hombre. Algo ha quedado dicho al hablar de sus cualidades como amigo. Todo lo visto, escuchado o intuido en la época de aprendizaje en Santander, o de pensionado en la capital de España, lo ha trasladado a su pueblo natal. Aquí, en Santillana del Mar, ha tenido en todo momento, además de su taller de escultor, su campo de observación más importante, el de la condición humana. !Con qué amor me ha comentado de personas de esta villa de las que según él tanto aprendió! Jesús Otero nunca estuvo realmente fuera de Santillana, ni aún en sus horas y días de alejamiento físico.

 

            Después vino el aguijón de la guerra civil, a la que trató de aplicar noblemente las lecciones de alta moral que había aprendido en tanto mirar y oír a los demás y a las que a lo largo de su vida había sometido, en todas las ocasiones, a un filtro de insobornable honestidad. En la guerra y en la posguerra, pudo ver y sufrir los incomprensibles comportamientos de los hombres. Otero fue mal interpretado y, sobre todo, mal correspondido, su alma quedó rasgada con heridas que en otros, con menor categoría humana que la suya, no hubieran cicatrizado jamás; a él solo le dejaron el dolorido sentir.

 

            Volvió, entristecido, a la piedra; se refugió en su observatorio de los misterios de la naturaleza; buscó comprensión en el tan querido mundo de los animales, y algunos continuamos siendo sus amigos. La verdadera amistad, que permite la gracia de horas de soledad en compañía, nos ha proporcionado momentos, en el silencio de su taller, en los que apenas si las palabras eran necesarias; de vez en cuando, en el descanso de maza, sus comentarios sobre las grandes aplicaciones científicas, a las que ha venido dedicando su intuición, o sobre recientes hallazgos arqueológicos, devolvían nuestro espíritu al tiempo y al espacio. ¡Qué de horas ganadas en su taller! A mi memoria viene un día de otoño, en que la poesía entraba en él a raudales, empujada por el atardecer. No estábamos solos, pero aquella otra persona también se había sentido herida por el momento y callaba con nosotros. En el gran bloque de piedra que ocupaba toda la estancia, estaba apareciendo una “Piedad”; sobre el regazo esbozado de una figura femenina, el cuerpo caído, en extraño escorzo, de un Cristo humano, muy humano, como todos los creados por Otero, deslumbrante de poesía.

 

            Una de mis últimas experiencias a su lado, ha sido un viaje relativamente reciente a Santiago de Compostela, en el que confirmó que mis relaciones con Jesús se siguen moviendo a golpe de impresiones temporales. Los que le conocéis de cerca sabéis de su juego infantil con la edad; le habéis oído decir que tiene 29 años, o que acaba de cumplir 30. En aquel viaje yo pude entrar en el secreto de este juego porque descubrí su joven antigüedad de diez siglos. Nuestra presencia ante el Pórtico de la Gloria me permitió comprobar que Otero había trabajado con el maestro Mateo. Tal era el gesto emocionado al acariciar sus manos las sabias labras del Pórtico, que más que hallazgo primero, encuentro con algo suyo que había quedado oculto por las nieblas de tiempo. Esta impresión se repetiría en La Liébana, cuando realizó el relieve para el Monasterio de Santo Toribio. Yo vi como Jesús trabajo en él en una transfiguración de mil años, cómo se sentía a gusto dando los últimos golpes de maza necesarios para terminar el Monasterio.

  

            Permitirme, como final, unas breves palabras que pretendo queden despojadas de su carácter verbal para convertirse en escrito oficial. Están dirigidas al Alcalde del Ayuntamiento de Santillana del Mar y a su Corporación: “Los que suscriben -y me refiero con esta expresión a todos los que estamos reunidos e este acto-, se dirigen a usted con la seguridad de que lo que piden es justo, solicitando que por ese Ayuntamiento se tome acuerdo en el que se reconozca oficialmente cuánto le debe Santillana del Mar a Jesús Otero Oreña, el escultor y el hombre, natural y vecino de esta villa en la calle del Cantón, cuya obra y personalidad han encontrado amplio elogioso eco fuera no sólo de nuestros límites locales, sino de los provinciales y aún de los nacionales, eco al que en todo momento ha estado unido el nombre de este hermoso pueblo, gracia que, de concederse, honrará a Santillana y a quienes la concedan.”





sábado, 22 de agosto de 2020

Aniversario del fallecimiento de Jesús Cancio

En el aniversario de su muerte
Recuerdo del poeta Jesús Cancio




         La vida de Jesús Cancio, como la de tantos miles de españoles de su época, quedó dividida en tres etapas importantes: los años anteriores a la guerra, la guerra y los años que siguieron a ésta.

         Cada uno de estos periodos fue tan distinto a los otros, que puede decirse que constituyen tres vidas independientes; llevadas por una misma persona, pero con un espíritu tan diferenciado en cada una de ellas, que las hace radicalmente distintas.

         Antes de 1936, la vida de Cancio tiene una localización, Comillas, y una manera de vivirla, la poesía. Para Jesús todo lo que le rodea se transforma en poesía: el mar Y sus tragedias y alegrías; los amigos, el paisaje... Preferentemente el mar. Lo que no sea Poesía o no tenga relación con ella, no le vale. Es la hora hermosa de "Olas y cantiles ". del "Romancero del mar" con las ilustraciones de Ricardo Bernardo, de la visita de García Lorca al poeta en Comidas, de la que a Cancio le quedaría el recuerdo inolvidable de un paseo por la playa en el que Federico, ante la naturaleza y él amigo, dejó volar el entusiasmo y la poesía. Es la época del retrato de Quirós, del retrato de Ricardo Bernardo, de la cabeza en piedra que le hizo Jesús Otero.

         Sus ojos, ya dañados, todavía le permiten moverse con soltura y gozar de las cosas que le rodeaban. Cancio vive entregado a su obra y a sus amigos y canta y llora con ellos. Nótese bien esto, porque la época que viene después se diferenciará en una forma ostensible. Mientras ahora las sensaciones tienen fundamentalmente una dirección fuera-dentro, a partir de 1936 serán de sentido contrario. Le llega tan profundamente lo que ocurre a su alrededor, lo que le ocurre a el mismo, que su poesía deja de ser objetiva —narrativa más bien, en muchas ocasiones—, para convertirse en doloridamente subjetiva. Son tantas las cosas que le afectan a él y a sus amigos, que su musa no podrá ya eludirlas. Y la poesía de Cancio se torna melancólica. Todos sus Poemas, a partir de este momento, cantan desde dentro.

         En el período de la guerra, que para él como para muchos, se prolongaría hasta los primeros años de la postguerra, sufre personalmente las consecuencias de ésta. En este momento le conocí. Yo llevaba entonces muy cercana la lectura de Lorca y sabía de memoria muchos versos de la obra dramática de este poeta que en las horas angustiosas y largas de entonces me hacía repetírselos. Era "la fuente fresca" que manaba junto a él, solía decirme.

         Este período pasó y Cancio tuvo la suerte de caer en manos de la familia Corona. Con ellos, singularmente con Luis, vivió años de afectos que le compensaron de muchos sinsabores. Volvió a ser un hombre feliz, pero su poesía había sido tocada hondamente en los años anteriores y acusó hasta el final la tristeza de la guerra.

         A Jesús Cancio, como a Manuel Llano y como a tantos hombres de espíritu sensible, nuestra guerra civil les hirió para siempre. Algunos, como Llano, no pudieron resistir la tragedia y murieron en ella. Otros. como Cancio, la sobrevivieron, pero heridos de muerte.

         El 22 de agosto de 1961 dejó de existir. Murió en la casa de los Corona, en Polanco, junto a la cajigona de Pereda y fue enterrado en Comillas. Su sepultura está junto a una vieja puerta por la que se sale al mar. A su mar.




Publicado en:
El diario Alerta el 7 de agosto de 1968
Reproducido en el libro Cuatro Amigos, Editado en 1969


sábado, 1 de agosto de 2020

¿Qué diría don Antonio hoy?

¡Cómo crece La Vega!
"La Peñuca", aquel lugar donde lloró don Antonio




         Don Antonio tiene prisa por llegar a la Vega. La caballería que le transporta no siente la inquietud de don Antonio y continúa con su paso cansino. No comprende por qué ha de tener prisa don Antonio. Vienen andando juntos muchas leguas; han reposado en muchas ventas y sienten los dos de muy distinta manera el viaje. Para el animal, en todas las ventas hay qué comer y todos los caminos son más o menos Iguales. Para don Antonio la comida no importa, el camino no importa. Son sus ojos los que buscan ansiosos. No es su cuerpo el que clama, es su espirito. Salió hace muchos años del valle. Era mozo, Los del Infantado se hablan fijado en él y le llevaron a su servicio a la corte. Desde entonces don Antonio sólo sabe del valle muy de tarde en tarde. Cuando el señor venia de la villa, él le preguntaba. La contestación siempre fue la misma: «No lo conoceríais, don Antonio. ¡Cómo crece la Vega!».

UN AÑO Y OTRO

         Así había sido un año y otro año. Su imaginación, tan Infantil primero, no comprendía cómo pudiera crecer la Vega. Más tarde, ya mozo, se fue dando cuenta de que lo que el señor le quería decir era que crecían las cosas de la Vega, Los bosques umbrosos eran más umbrosos todavía, Las viñas producían más vino, porque cada vez eran más extensas. A las dos torres del palacio se le habla añadido una tercera; más grande y más esbelta. ¡Cómo crecía la Vega!

         El animal ignoraba el afán de don Antonio. Subía el camino empedrado de la cuesta con el mismo paso, lento, mortificante, Al pasar por la ermita de San Blas, don Antonio se descubrió; se hubiera apeado y hubiera entrado, pero estaba muy cerca el alto. Pudo más la tó  impaciencia que la devoción, Prometió a San Blas volver; después, pasados unos días, cuando sus ojos hubiesen visto todo. A la derecha estaba la venta. La caballería intentó acercarse, pero él corrigió sus pasos. Todavía el bosque de robles le impedía ver los caseríos. A la izquierda. La Capía. Don Antón volvió a descubrirse instintivamente. Pesaba mucho en su recuerdos aquel pico. El era niño cuando marchó, pero precisamente por eso. Tras de aquel monte estaba el mundo. El mundo al que iban y del que venían los señores.

Y DETUVO LA ANDADURA

         En un claro del bosque detuvo la andadura. Tenía ante él el milagro del valle. La Vega estaba delante de sus ojos, Ya no se lo tenían que contar. Inclinó el sombrero adelante delante para defenderse del sol. Brillaron las lágrimas, Era cierto; la Vega había crecido. A sus pies estaba Pando. Casi lo, tocaba con la mano. A la izquierda, Tonos. Viérnoles. Los recuerdos surgían cuando su boca pronunciaba los nombres. Entre las nieblas del río, al fondo, a la izquierda, Cartes, con sus torreones hermosos. A la derecha, Campuzano. Más a la derecha, Torres. Pasado el río, cerca de donde se juntaban el Saja y el Besaya, Garzo; después Duález. Recordó los salmones que cogía furtivamente en sus orillas. Más a la derecha Barrerla; casi no se veía. Y en medio de todo, rigiéndolo todo, señorial, la Casa de la Vega. La torre nueva que le habían contado. Y las otras das torres.

         Ya tenía delante de él las torres de la Vega, ¡Cuántos años y cuántas amarguras hasta llegara este momento! Pero todo lo daba por bien servido. Y lo que no hizo ante la ermita, lo hizo aquí. Bajó de la montura, se quitó el sombrero, se arrodilló y lloró. Dios sabría, sin duda, comprender sus lágrimas.



Publicado en:
El diario Alerta 14 de agosto de 1968