Este blog quiere unirse a la celebración del 25 aniversario del fallecimiento de Jesús Otero. Para ello publicamos las palabras que leyó Aurelio García Cantalapiedra en el acto homenaje que se celebró en el Parador Gil Blas, el 30 de agosto de 1980
Chus. Cuarenta años después
Hace poco más de diez años, publiqué un libro con el titulo de Cuatro amigos. Había llegado entonces a los cincuenta de edad y en la introducción que precedía al breve texto, quedó reflejo de una parte del examen de conciencia a que me sometí en aquel alto del camino, declarando cuanto debía yo a los cuatro amigos de que se hablaba en el librito, Jesús Cancio, José Luis Hidalgo, Mauro Muriedas y Jesús Otero. En las páginas que seguían a la introducción prevalecía el aspecto ético sobre el estético y todo era resultado de mis largas horas a lado de estas personas, de las que me consideraba deudor en el capítulo más importante de los que integran la contabilidad humana, el de la amistad. De Jesús Cancio dejé constancia de que había tratado de aprender en él a ser amigo sin límites; José Luis Hidalgo, a llenar la amistad de profunda y afectuosa seriedad; de Mauro Muriedas, de este gran Mauro Muriedas, a procurar que estuviera matizada con noble acentos. De Jesús Otero, a quien hoy homenajeamos, escribí que era un “amigo leal hasta más allá de donde llegan los demás, con cualidades que surgen precisamente cuando son necesarias y entonces te maravillan”, expresión que repito aquí textualmente, pues el paso de los años no hecho más que consolidarla en mi sentimiento.
No se la fecha exacta de mi encuentro con Jesús; tampoco lo considero necesario, porque pienso que nos conocemos desde el otro lado del tiempo. Mis recuerdos de esta amistad no precisan de fecha, ni de apenas palabras que lo confirmen, ni casi de hechos que puedan citarse como testimonio. Creo que, para definirla, debo hablar con más certeza de impresiones. La primera, ya lejana, quizás fue la de su manera de estar entre los demás, respetuosa e inquirente. Escuchaba no solo con los oídos, sino también con los ojos. Podemos imaginarle así en la tertulia e “La pájara pinta” que había reunido Víctor de la Serna en Santander. Era entonces aprendiz de escultor en la capital montañesa y acudía a la tertulia a escuchar; a escuchar, entre otros, al pintor Ricardo Bernardo, que entre palabra y palabra gruesa, entre “taco” y “taco” que provocaban la sonrisa de Otero, dejaba caer ideas inteligentemente elaboradas sobre el arte y sobre la vida, que en buena parte han sida y son para Jesús soporte de sus vivencias personales. A veces, -no tantas como sus amigos deseábamos-, iba a Torrelavega, y en la Biblioteca Popular continuaba viendo y oyendo importantes exposiciones y no menos interesantes conferencias.
Estuvo en Madrid, pensionado; yo no le vi allí, pero estoy seguro de que siguió con los ojos y los oídos abiertos a cuanto de alguna manera tuviera relación con a belleza artística. Preguntarle por aquellos años y sus palabras de contestación veréis que también están repletas de ternura cuando se refieren a los amigos que compartieron con él la aventura de la Escuela de Bellas Artes. En lugar preeminente colocará al pintor Santiago Montes.
Pero no penséis por estas notas que anteceden, que en Jesús ha prevalecido la cultura sobre el hombre. Algo ha quedado dicho al hablar de sus cualidades como amigo. Todo lo visto, escuchado o intuido en la época de aprendizaje en Santander, o de pensionado en la capital de España, lo ha trasladado a su pueblo natal. Aquí, en Santillana del Mar, ha tenido en todo momento, además de su taller de escultor, su campo de observación más importante, el de la condición humana. !Con qué amor me ha comentado de personas de esta villa de las que según él tanto aprendió! Jesús Otero nunca estuvo realmente fuera de Santillana, ni aún en sus horas y días de alejamiento físico.
Después vino el aguijón de la guerra civil, a la que trató de aplicar noblemente las lecciones de alta moral que había aprendido en tanto mirar y oír a los demás y a las que a lo largo de su vida había sometido, en todas las ocasiones, a un filtro de insobornable honestidad. En la guerra y en la posguerra, pudo ver y sufrir los incomprensibles comportamientos de los hombres. Otero fue mal interpretado y, sobre todo, mal correspondido, su alma quedó rasgada con heridas que en otros, con menor categoría humana que la suya, no hubieran cicatrizado jamás; a él solo le dejaron el dolorido sentir.
Volvió, entristecido, a la piedra; se refugió en su observatorio de los misterios de la naturaleza; buscó comprensión en el tan querido mundo de los animales, y algunos continuamos siendo sus amigos. La verdadera amistad, que permite la gracia de horas de soledad en compañía, nos ha proporcionado momentos, en el silencio de su taller, en los que apenas si las palabras eran necesarias; de vez en cuando, en el descanso de maza, sus comentarios sobre las grandes aplicaciones científicas, a las que ha venido dedicando su intuición, o sobre recientes hallazgos arqueológicos, devolvían nuestro espíritu al tiempo y al espacio. ¡Qué de horas ganadas en su taller! A mi memoria viene un día de otoño, en que la poesía entraba en él a raudales, empujada por el atardecer. No estábamos solos, pero aquella otra persona también se había sentido herida por el momento y callaba con nosotros. En el gran bloque de piedra que ocupaba toda la estancia, estaba apareciendo una “Piedad”; sobre el regazo esbozado de una figura femenina, el cuerpo caído, en extraño escorzo, de un Cristo humano, muy humano, como todos los creados por Otero, deslumbrante de poesía.
Una de mis últimas experiencias a su lado, ha sido un viaje relativamente reciente a Santiago de Compostela, en el que confirmó que mis relaciones con Jesús se siguen moviendo a golpe de impresiones temporales. Los que le conocéis de cerca sabéis de su juego infantil con la edad; le habéis oído decir que tiene 29 años, o que acaba de cumplir 30. En aquel viaje yo pude entrar en el secreto de este juego porque descubrí su joven antigüedad de diez siglos. Nuestra presencia ante el Pórtico de la Gloria me permitió comprobar que Otero había trabajado con el maestro Mateo. Tal era el gesto emocionado al acariciar sus manos las sabias labras del Pórtico, que más que hallazgo primero, encuentro con algo suyo que había quedado oculto por las nieblas de tiempo. Esta impresión se repetiría en La Liébana, cuando realizó el relieve para el Monasterio de Santo Toribio. Yo vi como Jesús trabajo en él en una transfiguración de mil años, cómo se sentía a gusto dando los últimos golpes de maza necesarios para terminar el Monasterio.
Permitirme, como final, unas breves palabras que pretendo queden despojadas de su carácter verbal para convertirse en escrito oficial. Están dirigidas al Alcalde del Ayuntamiento de Santillana del Mar y a su Corporación: “Los que suscriben -y me refiero con esta expresión a todos los que estamos reunidos e este acto-, se dirigen a usted con la seguridad de que lo que piden es justo, solicitando que por ese Ayuntamiento se tome acuerdo en el que se reconozca oficialmente cuánto le debe Santillana del Mar a Jesús Otero Oreña, el escultor y el hombre, natural y vecino de esta villa en la calle del Cantón, cuya obra y personalidad han encontrado amplio elogioso eco fuera no sólo de nuestros límites locales, sino de los provinciales y aún de los nacionales, eco al que en todo momento ha estado unido el nombre de este hermoso pueblo, gracia que, de concederse, honrará a Santillana y a quienes la concedan.”