Otoño trae siempre, en sus manos de oro, el tema de
los muertos. En las meditaciones de estos días de primeros de noviembre entra
en primera fila la imagen de deudos y amigos y hasta nos acercamos al
cementerio a visitar su tumba, cosa que seguramente no volveremos a repetir a
lo largo del año. La vida actual no nos permite el lujo de disponer del momento
preciso para hacerlo. Por otra parte, ¿es necesario? Los muertos de cada uno
han alcanzado la inmortalidad en nuestra memoria y volver sobre aquella losa,
que el primer día tuvo una tremenda razón de ser y un importante significado,
va perdiendo efectividad. Aclaremos esto, pues pudiera haber alguien que no lo
interpretara en todo su alcance.
Allí
quedó, en el acto de la inhumación, el cuerpo recién paralizado; el recuerdo
todavía era presente. Pero el paso del tiempo también aquí se lleva las
huellas. El mar las borra delante de nuestros ojos; los pies que quedaron
grabados en la arena, desaparecen con la primera ola que los inunda. Los
muertos, nuestros muertos, se van borrando poco a poco; la acción de la ola es
lenta. De aquel cuerpo que dejamos bajo tierra, con el último gesto en el
rostro, cada vez queda menos. Nosotros no lo vemos y nuestra mente se engaña,
se deja engañar, porque lo quiere así, pero la realidad se impone al deseo. Un
día, allá abajo, sólo quedará polvo, que, aunque “polvo enamorado”, también se
mezclará con el barro. Habrá cumplido su ciclo.
Son
nuestros muertos; los familiares, los amigos, los hombres que tratamos y
también los que nada más conocemos por el nombre, que se agolpan al hacer el
recuento del año. Pueden ser figuras gloriosas (Neruda, Casals...) o
simplemente llamarse Juan o Pedro; en uno y otro caso, los identificamos, los
situamos en el mundo del pasado reciente a cada uno con sus vivencias. Pero a
mí me duelen más, al llegar estas fechas, los muertos innecesarios. No tienen
nombre en mi recuerdo, no puedo evocarlos por separado, individualizarlos,
porque se han fundido los unos con los otros y juntos forman un túmulo gigante.
En el
desierto del Sinaí, en las alturas del Golán, se alzan túmulos como éstos.
Junto a ellos, otros hombres con los ojos todavía abiertos, esperan resignados
el día que les toque convertirse en muertos innecesarios.
Sobre
esos túmulos yo quisiera depositar hoy una rosa, una sola rosa (es bastante),
en este otoño en que parece que la guerra ha parado.
Aurelio G. Cantalapiedra
Años más tarde, en El Diario Montañés de del 14 de marzo de 1998, se pudo leer:
No hace muchos días pudimos leer en las páginas de
este mismo diario, una minuciosa referencia a las decisiones adoptadas por la
Corporación Municipal de Torrelavega, relacionadas con el futuro de los
cementerios de La Llama, Barreda y Campuzano, condenados a ser cerrados en el
último día del siglo en que nos encontramos.
Su
texto ha traído a nuestra memoria las vicisitudes que, por lo que respecta al
de "Geloria", ha sufrido desde su creación en 1809 hasta su
configuración actual. ( Démosle este nombre de Geloria, como así le conoce todo
el vecindario mejor que con el de La Llama ).
En la
publicación Torrelavega en el siglo XIX. Noticias de la vida local, ya
dimos cumplida cuenta de estas vicisitudes y de lo laborioso que resultó llegar
a acuerdos con diversos propietarios de la zona limítrofe con el primitivo
cementerio para su ampliacion y, sobre todo, con el Obispado, que defendía la
posición de que la propiedad y autoridad sobre el cementerio dependían
exclusivamente de la Iglesia. Fue esta una cuestión que no llegó a resolverse a
favor del Ayuntamiento hasta el año 1884.
En
esta solución final tomaron parte importante un grupo de destacados vecinos con
el valioso apoyo del Párroco, don Ceferino Calderón, consiguiendo vencer las
reticencias del Obispado, quedando definitivamente resuelto a favor del
Municipio. por una R.O. del 15 de julio de dicho año. Estos vecinos habían
puesto a la disposición del Ayuntamiento una parcela de terreno, reunida entre
todos, de cuarenta carros de tierra, de los que fueron utilizados diez en una
primera ampliación. La concesión, a título gratuito, tenía una sola condición:
se reservaban el derecho a disponer de una parcela que les permitiera construir
sobre ella un panteón familiar. Ya anteriormente, se había autorizado por el
Ayuntamiento la construcción de "monumentos en obsequio de los individuos
de la familia que fallezcan", que habían de limitarse a una dimensión de
cuatro pies de ancho y ocho de largo y con un canon que limitaba la propiedad a
cincuenta años.
La
conservación actual de algunos de estos "monumentos" y ante la
decisión de que a partir del año 2.020 el Ayuntamiento tiene previsto
recuperar, como zona verde, la superficie que ocupa el cementerio después del
oportuno traslado de los restos humanos a Río Cabo, ¿no seria el momento,
entonces, de incluir estos panteones en la zona ajardinada que se proyecta para
llegar a que el conjunto se presentara como "Monumento a nuestros mayores"?.
En la construccion de estos panteones quedó reflejado un estilo arquitectónico
funerario representativo de la época, que nos lleva a recordar a los que les
promovieron a nuestros mayores.
Faltan
muchos años para que llegue ese momento, pero que no se quede sin que los
vecinos de hoy dejemos constancia pública de esta sugerencia, por si puede ser
incorporada a decretos municipales que se promuevan en lo sucesivo.
Aurelio García Cantalapiedra
Cronista Oficial de
Torrelavega
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