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“Cuentos de fin de
año”
Allá
por el año 1947, en los tiempos “camp”, se publicó en Madrid Cuentos de
fin de año, de Ramón Gómez de la Serna. Desde entonces
recurrimos a este libro todos los años para con su lectura abrir las puertas de
la Navidad. Sus personajes forman ya parte de nuestra Nochebuena: Olvido,
nostálgica, brindando con su copa de champaña (“en el brindis, las almas se
besan”); tío Fernando, celebrando una Nochebuena anticipada del año 2500; Elsa
y Ricardo, en su humilde cena, con un esperanzador “ya vendrán tiempos
mejores”; la tía Marta; Rosaura, en aquella taberna que regentaba de la calle
Tudescos, en la que se reunían en Navidad “paisanos perdidos, mozos de cuerda,
vendedores ambulantes...”. Una serie de personajes que con los años se han ido
haciendo como de casa y que se invitan ellos solos a nuestra mesa literaria de
fin de año.
Gómez
de la Serna, el gran Ramón, polifacético, creador de la “greguería”, maestro
fabuloso de la novela, el cuento, la biografía, el ensayo y, sobre todo, de la
fantasía, reunió en este librito de Cuentos de fin de año
una serie de relatos entre cuyas páginas se encuentran algunas de las
mejores que salieron de su pluma.
Para
llenar la página literaria de este numero de Navidad de la revista, creemos que
nada más oportuno que traer a ella uno de estos cuentos, que parece salido de
la imaginación limpia y tierna de uno de los niños de nuestras Escuelas. Es uno
de los méritos de su autor: se vuelve niño cuando es preciso ser niño. Entremos
nosotros con el en estas fiestas, con el alma nueva de la infancia, de la mano
de este villancico popular:
A los
niños que duermen
Dios
los bendice,
y a las
madres que velan
Dios
las asiste.
A
dormir va la rosa
de los
rosales;
a dormir
va mi niño
porque
ya es tarde.
Aurelio García Cantalapiedra
Publicado
en:
El
nº 133 de la revista “Sniace, nuestra vida social”
Noviembre
– Diciembre de 1972
Queremos
completar este escrito con un cuento que Aurelio García Cantalapiedra escribió
el año anterior.
TEOS
Cuando éramos niños, mis hermanos y yo íbamos a
ver a Teos; él nos contaba historias junto a la vieja cocina de leña.
A Teos le daba pena de aquellos niños; bueno, la
verdad es que siempre le dio pena de todos los niños. Eran tan poca cosa, tan
pronto a romperse, que él siempre pensó‚ de los que conocía, que nunca
llegarían a ser mayores. Los tiempos eran duros, la comida no abundaba,
luego..."el hombre era un lobo para el hombre". Además, le gustaba la
idea de que los niños no pasaban de niños. Entonces, ¿los hombres? Eso era otra
cosa; no iba con él. Por otra parte, ¿para qué iba a pensar en ello? ¿Es que no
tenía otra cosa de que preocuparse? Niños, siempre niños, como ahora. Bebió un
vaso de vino que tenía preparado sobre la mesa. Le bebió de un solo trago. Al
posar el vaso golpeó sobre la madera ¡Este golpe! Cuántas veces en su vida el
mismo golpe. Era un golpe que se había repetido en muchas latitudes; no siempre
el contenido del vaso había sido el mismo. En Trinidad, en Jamaica, en Cuba, en
Florida... ¡Dios! ¡Cuántos golpes como éste llenaban su vida! Y todos solo. Si
acaso, la compañía de aquella pobre mulata que le miraba dulcemente. a los
ojos.
¿Por qué le miraba así, tan fijamente? Él no
podía soportarlo y volvía la vista. No estaba acostumbrarlo a que le miraran de
esta manera. Parecían el perro y el amo. Fue en Cuba, duró poco tiempo. Terminó
en una enorme riña. ¿La mulata? Se encogió de hombros. Al fin, ¿qué importaba?
Bueno, la verdad es que algunas veces se acordaba de ella en la soledad de esta
casa. También esta casa parecía un bohío, como el que había en Camagüey; más o
menos eran iguales. Estaba junto al mar. Seguramente por eso se siente feliz
aquí. Aquí espera el último día. No tiene prisa, pero tampoco le importa; no le
teme, sólo desea que, cuando venga, sea rápido. ¡Este golpe en la mesa! ¡Dios!
¿Cómo se llamaba la mulata? ¡Qué ojos! Cuando le miraba fijamente, brillantes,
como perlas negras... Ahora lo recordaba, eran como los de María, esa condenada
criatura que todo quería saberlo, que siempre preguntaba, nunca se cansaba de
preguntar. Esta pequeña... Sí, llegaría a ser mayor, a pesar de que él no lo
viera. Unas gotas de vino cayeron en la barba.
Otro golpe en la mesa. Una tarde salieron juntos,
allá en Camagüey, por el camino del cañaveral. La mulata iba ligeramente detrás
de él; sentía los ojos fijos en su cogote. Aquellos ojos, como perlas negras.
Pero, ¿es que existen perlas negras? Bueno, a él le parecían así; si no las
había, que no las hubiera. Cogió la pipa que estaba depositada en una banqueta;
aún quedaba tabaco en ella. Era tabaco apagado, tendría polvo de la carretera.
¡Qué más daba! Lo encendió. Ardía. Dio dos chupadas fuertes, profundas, y
expelió el humo; entre el humo, los ojos negros, "como perlas
negras". Esto no se lo había contado a los niños. Y ¿cómo se lo iba a
contar? No eran cosa para niños. Para
ellos, aquellas aventuras de naufragios, de caníbales, de indios y sus flechas
que había leído cuando él también era niño, antes de marchar para América. Él
las contaba como propias; hazañas en las que había intervenido, luchas de las
que había escapado por misericordia. ¡Y cómo le escuchaban!
"Teos, el otro día contaste esto, pero de
otra manera" Sí, seguramente María tenía razón. "Es que esto que
ahora os he contado sucedió igual, pero en otro sitio" Y seguía con
aquellas historias fantásticas, que iban brotando en su imaginación a medida
que las contaba. María le miraba como la mulata, fijamente con ojos como...
Bueno, ya salió otra vez; sí, ¡como perlas negras! Después de beber otro vaso
se limpió la boca con la mano Izquierda; dio una chupada en la pipa. Con la
misma mano con que sostenía ésta, se restregó la barba; que se había mojado.
Ahora era blanca; en Camagüey, cuando lo de la mulata, era negra y espesa.
Ella, a veces, le miraba también a la barba y, otras, más intima, arrimaba su
cabellera y sentía el calor de la cabeza junto a la mejilla. Un día le contaría
todo esto a María, lo de la barba y la cabellera negra; le diría que su barba
también había sido negra, como los ojos de la mulata, como los de ella. Pero
no, esto no podía decírselo, porque esto no le interesaba a María. Era muy
niña, ¿qué sabía de barbas y cabellos que se besan? No. Seguiría inventando
para los niños. Les hablaría de viajes por la selva, de barcos a la deriva, sin
marineros, de noches de luna por la playa, de luchas, de peleas. Y abrirían
mucho los ojos, y hasta la boca, para no perder ni una palabra. ¡Pobre Teos! Él
que se había pasado la vida tristemente, sin aventuras, sin cosas bellas,
ahora, a sus años, inventando historias, hablando en "leyenda".
Creando para los niños un pasado de cuentos.
¿Cómo sería María cuando fuera mayor? Porque aun
cuando él no lo viera, crecerían y ellos tendrían barba y ella melena. ¿Cómo se
la peinaría María? ¿Cómo la mulata? El último día que la vio se había recogido
el pelo con un lazo detrás de la cabeza. Aquel día los ojos brillaban más que
nunca, como... perlas negras... Otro golpe en la mesa. ¡Dios! Si el vaso no
golpeara la mesa, él no se acordaría de ella. También aquella tarde, la última,
dio con el vaso varias veces sobre la madera. Y la mulata le miraba, de frente,
a los ojos, sin hablar, como mira un animal cuando acecha. Arrimó a la barba su
cabellera; con la frente rozó su mejilla. Después... ¿Qué habrá sido de ella?
Ahora, ya viejo, todavía más miserias. En el pueblo los vecinos le desprecian;
le tienen por vago, por borracho, por loco. Estaban deseando que muriera. Menos
los niños, claro; estaba seguro de que no querían que esto ocurriera. Los ojos
de María lo decían. ¿Cómo será María cuando crezca? ¿Correrá por la playa?,
¿mirará a las estrellas?, ¿cogerá flores por el camino que bordea la ribera? Se
volvió hacia el vaso, pero oyó las voces de los niños en la puerta y lo guardó
en la alacena.
Aurelio García
Cantalapiedra.
Presentado
a “Nuestro concurso de Cuentos”. Convocado por el diario Alerta.
Publicado
en:
El
diario Alerta, el día 4 de abril de 1971