Cuando hace unos días descubría Marisol Lorenzo ante el público la lápida que daba el nombre de su padre a una calle de Torrelavega, la figura de Pedro Lorenzo se acercó con más fuerza y emoción a mi recuerdo. A mi lado, con la misma fuerza en sus manos e idéntica emoción en el rostro, sonaban los aplausos de Alfonso de la Serna y de su mujer, Ana, y los de Alfredo Pérez de Armiñán, descendientes próximos de Concha Espina. «Nunca olvidaremos lo que Pedro hizo por nuestra abuela en tiempos tan difíciles», me dijo Alfredo, con voz y acento que nacían muy adentro, mantenidos con idéntico agradecimiento a lo largo de tantos años. Las palabras de Pérez de Armiñán eran melancólicas campanas que llamaban a la rememoración, a las que Alfonso añadió, más tarde, entrañables recuerdos con idéntico afecto. En la fotocopia que conservo de las cuartillas originales que Concha Espina escribió para un diario de los años de nuestra guerra civil, se cita con cierta frecuencia a Pedro: «Día 14. Ayer a la hora de sentarnos a la mesa vinieron Pedro y Avelina Lorenzo a comer con nosotros. Nos alegramos mucho. Y trajeron algunas provisiones inestimables: dos litros de aceite, un poco de pan blanco, mantequilla, chuletas, gran lujo». Diario apasionado, ciertamente, de unas también apasionadas fechas de nuestro pasado, escrito desde el sentir de uno de los dos bandos, entre cuyas líneas encontramos reflejada el alma sensible de Pedro Lorenzo, que acudía en todo momento solícito a tratar de remediar males ajenos, aun cuando, como en este caso, lo fuera con ciertos riesgos.
Las cuartillas que Marisol leyó a continuación elevaron el tono del reencuentro de Pedro Lorenzo con sus amigos. Sencillas, como hubiera querido; sinceras, como él era; sin ahondar en las pasiones, que tanto le hubiera molestado; llenas de amor al pueblo que lo vio nacer y vivir los más de los años de su vida y que guarda sus restos para la eternidad.
La lluvia había caído suave momentos antes. Para los que sabíamos de la amistad profunda de Pedro Lorenzo con Alfredo Velarde, Torrelavega se sumaba al homenaje con esta lluvia, como la «Villamojada» que llamó Galdós y que a Alfredo le gustaba repetir en las cartas que me escribía desde Viña del Mar, en Chile. Manolo Teira, con su presencia, traía para nosotros la memoria de su padre, don Gabino, y así nos apretaba más el nudo de la garganta con el recuerdo de años de la adolescencia, en la que los tres fueron, para algunos de mi generación, maestros de tanto saberes y maneras de ser y entender la convivencia.
Después del acto público al que acabábamos de asistir, me encerré entre mis libros y papeles; releí las cartas recibidas de Alfredo Velarde, con referencias constantes a Pedro Lorenzo y a nuestra vida en común en la Biblioteca Popular de Torrelavega. Recordé aquella carta que José Luis Hidalgo había escrito a Pedro, en junio de 1944 en la que confirmaba ese magisterio de que he hablado antes: «Guardo buenos recuerdos suyos, en aquellos tiempos de la Biblioteca y hasta creo que es usted el culpable, en gran parte, de los rumbos señalados a mi vida». La fotografía de Gabino Teira, en la que una luz cenital ilumina la frente guardadora de tantas cosas y que devotamente preside esta habitación en la que estoy escribiendo, contribuía a fijar la añoranza.
Entre las cartas de Pedro Lorenzo volví a encontrarme con una especialmente querida. Permanece cerrada dentro del sobre desde que llegó; desde que volvió a mis manos. Era la última que le escribí a la clínica de Puerta de Hierro, donde falleció. El cartero había escrito al dorso: «Se ausentó».
Publicada en: El diario El Diario Montañés, el 15 de agosto de 1992
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